—Enciérrala en el almacén de mis aposentos en el templo —ordenó—. Y aposta guardias en la puerta. Que nadie entre en mis aposentos. Que nadie hable con ella. Cualquiera que incumpla mis órdenes correrá su misma suerte.
El bozak del ala deforme saludó y se dispuso a conducir a Kitiara hacia la puerta. Kit tenía un último y desesperado plan en mente; sólo le quedaba decidir dónde y cuándo atacar. Como si le leyera el pensamiento, Ariakas comentó en tono despreocupado:
—Ah, por cierto, Targ, ten cuidado. Lleva un cuchillo escondido en el peto de escamas de dragón.
—¡El cuchillo! —exigió el draconiano a la par que extendía la garra.
Kitiara le asestó una mirada desafiante y no hizo intención alguna de obedecer.
—Una de dos, Kitiara —advirtió secamente Ariakas—, o le dices a Targ dónde está el cuchillo, o te deja en cueros ahora mismo.
Kitiara le indicó a Targ dónde buscar el cuchillo. El bozak sacó el arma y después despojó a la mujer de la armadura y la dejó con el farseto. La registró de nuevo de la cabeza a los pies, por si acaso, y a continuación la puso bajo la custodia de dos baaz.
Kit aguantó aquellas indignidades con la cabeza bien alta y los puños apretados. Que la colgaran si daba a sus enemigos la satisfacción de verla perder los nervios.
—Lleváosla —ordenó Ariakas.
Cuando los baaz estaban a punto de llevársela, Kitiara se volvió hacia Feal-Thas.
—Tú que tienes el don de ver lo que hay en los corazones, mira el mío ahora —espetó.
Feal-Thas se sobresaltó. Iba a rehusar, pero vio que Ariakas lo observaba y se le ocurrió que aquello podía tratarse de alguna clase de prueba. Quizá la mujer quería demostrar que era un mentiroso. Se encogió de hombros e hizo lo que Kitiara le pedía. Realizó el conjuro de los brujos invernales y examinó su corazón. Vio a tres Caballeros de Solamnia y a un poderoso clérigo de Paladine que partían de Tarsis por la calzada que conducía al Muro de Hielo con el firme propósito de apoderarse de su Orbe de los Dragones.
La rabia hizo que Feal-Thas temblara como si los gélidos vientos de su hogar lo hubieran azotado. Se levantó de la mesa.
—Con tu permiso, milord, debo partir de inmediato. —El elfo lanzó una mirada fría a Kitiara—. Ciertos acontecimientos requieren mi regreso inmediato al glaciar.
Los otros Señores de los Dragones lo miraban de hito en hito. Una leve sonrisa curvó los labios de Kitiara. Girando sobre sus talones, la mujer dejó que los guardias la condujeran fuera de la sala.
El emperador se asomó a la ventana en la que había estado con Kitiara no hacía mucho tiempo contemplando el cadalso de los traidores. Kit caminaba calle abajo rodeada de los guardias, la cabeza alta y los hombros erguidos. Se iba riendo.
—Qué mujer —masculló el emperador—. ¡Qué mujer!
De camino al templo, Kitiara intentó sobornar a los guardias baaz. El bozak del ala deforme la oyó hablar con ellos y ordenó a los dos draconianos que se marcharan y los sustituyó por otros dos.
Lo siguiente que intentó Kit fue sobornar al bozak. Targ ni siquiera se dignó contestar a la generosa oferta y Kitiara suspiró para sus adentros. Había imaginado que la tentativa no tendría éxito porque se sabía de sobra que la guardia draconiana era extremadamente leal a Ariakas. Aun así, había merecido la pena probar. El bozak informaría al emperador que había intentado sobornarlos, pero ¿qué más daba ya? ¿Qué podía hacer para castigarla? No podía matarla dos veces.
El criado de Ariakas había salido antes a todo correr para advertir a las autoridades del templo. Cuando se le informó de que tenía que alojar a la Señora del Dragón, el Señor de la Noche se quedó desconcertado, sin saber cómo reaccionar. Al principio se encolerizó; creía que deberían haberle informado antes de la traición de Kitiara y consultarle la decisión de ejecutarla. Y, por supuesto, tendrían que haberle dicho previamente que Ariakas planeaba encarcelarla en el templo.
Sin embargo, el Señor de la Noche no lamentó ver a la arrogante Dama Azul sometida y humillada; y desde luego no pensaba perderse la diversión de ver su ejecución.
El Señor de la Noche envió una respuesta muy seca a Ariakas, pero su protesta no llegó a más. Envió a varios acólitos al Estadio de la Muerte para asegurarse de que en su palco privado hubiera comida, por si acaso la muerte de Kitiara se prolongaba. Se sabía de personas que habían sobrevivido un período de tiempo increíblemente largo entre gritos de dolor tras haberles arrancado las entrañas.
El Templo de Neraka estaba situado en el centro de la ciudad, que había crecido a su alrededor. El templo existía de forma simultánea en dos planos —el material y el espiritual— y era un lugar extraño y escalofriante. Daba la impresión de que uno caminaba por un edificio que existía en sueños más que en la realidad. De naturaleza orgánica y habiendo brotado de la semilla de la Piedra Fundamental, las paredes del templo estaban torcidas y deformadas y los pasillos discurrían en tortuosas curvas. Como si fuera producto de un sueño, los corredores que aparentaban ser cortos y rectos eran en realidad largos y sinuosos. Quienes intentaban caminar solos a través del templo, sin la guía de los clérigos oscuros, acababan extraviados o locos.
Kitiara, como los otros Señores de los Dragones, tenía sus aposentos privados en el templo. Cada Señor del Dragón tenía una puerta propia que guardaban sus tropas. Los Señores de los Dragones sólo hacían uso de estos alojamientos en acontecimientos ceremoniales, y todos preferían las comodidades de una posada acogedora o incluso los barracones de su sector a la atmósfera inquietante del templo.
El conjunto de aposentos imperiales de Ariakas era el más lujoso del templo, tan sólo superado por el del Señor de la Noche. Ariakas rara vez pasaba mucho tiempo allí. No se fiaba del Señor de la Noche ni éste se fiaba de ella. El bozak, Targ, sabía moverse por el templo, pero se alegró de contar con uno de los clérigos oscuros como escolta. Condujeron a Kitiara por los distorsionados pasillos, que, incluso para los que trabajaban en el templo, resultaban confusos en ocasiones. El escolta tuvo que pararse en cierto momento y esperar a que otro clérigo oscuro que deambulaba por allí lo orientara en la dirección correcta.
Mientras Kitiara caminaba entre los dos baaz —que ni siquiera la miraban, y mucho menos hablaban con ella— trató de urdir un plan de fuga. Ariakas era listo. El templo constituía una prisión excelente. Aunque lograra salir del lugar donde la encerraran, por sus propios medios podría pasarse toda la vida deambulando por aquellos pasillos sin hallar jamás la salida. Los clérigos oscuros no la ayudarían. Estarían contentos de verla morir.
Aquello era el fin. Estaba acabada. Maldijo al idiota de Verminaard por dejar que lo mataran, maldijo a Tanis por matarlo, maldijo a Feal-Thas por espiarla, maldijo a Toede por haber nacido y maldijo a Ariakas por no dejarla proseguir con la guerra en Solamnia. Luchar contra los caballeros habría evitado que se metiera en problemas.
El bozak del ala deforme, Targ, la condujo al conjunto de aposentos imperiales situado a bastante profundidad por debajo del nivel del suelo, oculto a la vista. Los aposentos de los Señores de los Dragones se encontraban en la parte alta del templo, encima de la sala de audiencias. Kit se había preguntado a menudo por qué habría preferido Ariakas tener sus aposentos en estancias subterráneas. Cuando las vio, lo entendió. Aquello no era un lugar para vivir en él. Era un fortín. Allí, bajo tierra, accesible sólo por una empinada escalera de caracol, había alojamiento para sus tropas y un almacén anexo repleto de provisiones. Una pequeña fuerza podría defender el lugar durante mucho tiempo, puede que de forma indefinida.