El clérigo encendió una antorcha, se puso en cabeza y empezó a bajar la escalera para desactivar las trampas. El aire era fétido y húmedo. Las paredes estaban jalonadas de agujeros. Cualquier fuerza que bajara por esa escalera tendría que hacerlo en fila, y los angostos peldaños eran toscos e irregulares a propósito. Incluso los draconianos, a pesar de las garras de los pies, tuvieron que ir con cuidado para no caerse. Al final de la escalera había una maciza puerta de hierro cuya apertura se operaba mediante un mecanismo complejo. Cuando ellos llegaron se encontraba abierta. Los baaz condujeron a Kit a través de esa puerta a unos aposentos que eran espaciosos, lujosos, oscuros y opresivos.
No era de extrañar que Ariakas se negara a instalarse allí, pensó Kitiara con un escalofrío. Si todo iba mal, en aquel lugar presentaría su última batalla y, si la derrota era inminente, sería donde moriría.
Pero al menos moriría luchando, pensó con amargura.
Ariakas había ordenado que la encerraran en el almacén de provisiones. Targ la escoltó hasta un cuarto adyacente a la cocina que resultó ser una despensa grande, oscura y sin ventanas. El clérigo oscuro le llevó una manta para que la extendiera en el frío suelo de piedra, así como un cubo para hacer sus necesidades y le preguntó si quería comer algo. Kit declinó en tono de desprecio. A decir verdad tenía el estómago encogido. Sospechaba que si ingería un solo bocado, acabaría vomitando.
El clérigo oscuro preguntó por las esposas. A despecho de la insistencia de Toede de aherrojar a Kit, al bozak no se le había pasado por la cabeza llevar unas, y en los alojamientos de Ariakas no había. Al final, Targ y el clérigo llegaron a la conclusión de que las esposas no harían falta de momento. Kit no iba a ir a ningún sitio hasta el amanecer, momento en que se la conduciría a su ejecución. El clérigo prometió que para entonces ya habría conseguido unas esposas. Targ la empujó dentro de la despensa e hizo intención de cerrar la puerta.
—¡Targ, dile a Ariakas que soy inocente! —suplicó al draconiano—. ¡Dile que puedo demostrarlo! Si viniera a verme...
Targ cerró de un portazo y echó la llave.
Sola en la más absoluta oscuridad, Kitiara oyó las garras de los pies del bozak raspar contra el suelo de piedra. Después se hizo el silencio.
Podía oír los latidos de su propio corazón que caían en el silencio como granos de arena contando los segundos que faltaban para su muerte. Kitiara escuchó los latidos hasta que el sordo golpeteo sonó tan fuerte que los muros de la prisión parecieron dilatarse y contraerse al compás marcado por el corazón.
Por primera vez en su vida estaba muerta de miedo.
Había presenciado la ejecución de personas ahorcadas, destripadas y descuartizadas. Era una experiencia horrorosa. Sabía de soldados veteranos que habían tenido que mirar a otro lado, incapaces de aguantar el horripilante espectáculo. Primero la colgarían, pero no hasta morir, sólo hasta que se desmayara. Después la harían volver en sí y la tenderían en el suelo, atada a unas estacas. El verdugo le iría arrancando los órganos del cuerpo en vida. Chillando y retorciéndose por el dolor insufrible, la obligarían a contemplar cómo arrojaban sus vísceras al fuego para que ardieran. Dejarían que se desangrara despacio hasta que, al borde de la muerte, le cortarían las extremidades y la cabeza. Las distintas partes del cuerpo despedazado se clavarían en picas y las dejarían en las puertas del templo, pudriéndose.
Kitiara imaginó lo que sentiría cuando la hoja del cuchillo se le hundiera en la tripa. Imaginó el clamor entusiasmado de la muchedumbre cuando brotara la sangre, un clamor que, aunque fuerte, no ahogaría sus propios gritos. Un sudor frío le corría por la cara y el cuello. Tuvo arcadas y las manos empezaron a temblarle. Era incapaz de tragar saliva; no podía respirar. Jadeó para inhalar y se incorporó bruscamente con la alocada idea de arrojarse de cabeza contra la pared.
Se impuso la sensatez. Temiendo estar al borde de la locura, se obligó a reflexionar sobre todo aquello. Estaba hundida, pero no acabada. Era media mañana, así que disponía del resto del día y de toda la noche para discurrir un plan de fuga.
Y luego, ¿qué? Aunque consiguiera escapar, ¿qué?
Kitiara se sentó pesadamente en la silla. Estaría viva, cierto, y eso no era poco, pero se pasaría el resto de la vida huyendo. Ella, que había sido una Señora del Dragón, una líder de ejércitos, una conquistadora de naciones, tendría que esconderse en los bosques, se vería obligada a dormir en cuevas, reducida a vivir del robo. Vivir con la ignominia y la vergüenza de una existencia tan miserable sería más duro que soportar las horrendas horas de agonía que tendría que sufrir en la ejecución.
Hundió la cabeza en las manos. Una lágrima se deslizó, ardiente, por su mejilla. Se la quitó con rabia. Nunca había experimentado tal desaliento, jamás se había encontrado en una situación tan desesperada. Podía intentar hacer un trato con Ariakas, pero no tenía nada que ofrecerle.
Un trato.
Kitiara alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente la oscuridad. Había un trato que podía hacer, pero no con Ariakas, sino con alguien que estaba mucho más arriba. Ignoraba si funcionaría. Una parte de ella creía que sí, pero la otra parte se mofó. Sin embargo, valía la pena intentarlo.
Jamás en su vida había pedido un favor a nadie. Jamás había elevado una plegaria; la verdad era que ni siquiera sabía muy bien qué había que hacer para rezar. Los clérigos y los sacerdotes se ponían de rodillas, humillados y postrados ante su dios. Kitiara no creía que eso complaciera a ninguna deidad, en especial una fuerte y poderosa, una diosa guerrera, una diosa que se había atrevido a hacer la guerra en la tierra y en el cielo.
Kitiara se puso de pie, apretó los puños y gritó:
—¡Reina Takhisis! ¿Quieres a lord Soth? Yo te lo traeré. Soy la única de tus Señores de los Dragones, mi señora, con la destreza y el valor necesarios para presentarse ante el Caballero de la Muerte en su alcázar y convencerlo de que nuestra causa vale la pena. Ayúdame a escapar de mi prisión esta noche, Oscura Majestad, y yo me encargaré de todo lo demás.
Kitiara guardó silencio. Esperó con expectación, aunque no sabía bien qué. Alguna clase de señal, tal vez, de que la diosa había oído su propuesta, que había aceptado el trato. Sabía que los sacerdotes recibían esas señales; o eso afirmaban ellos. Por ejemplo, llamas que ardían sobre el altar o sangre que rezumaba de las piedras. Siempre había imaginado que todo eso sólo era un engaño. Su hermano pequeño, Raistlin, le había mostrado cómo era posible realizar esos trucos.
La guerrera no creía en los milagros pero, sin embargo, había pedido uno.
Quizá fuera ésa la razón de que no hubiera ninguna señal. La oscuridad siguió siendo tan profunda como antes. No oyó ninguna voz ni ninguna otra cosa excepto los latidos de su corazón. Kit se sentó de nuevo en la silla. Se sentía como una estúpida, pero también tranquila; la tranquilidad del desaliento.
Ahora sólo le quedaba esperar la muerte.
27
El oso blanco. Los Bárbaros de Hielo
El día que tan mal comienzo había tenido para Kitiara resultó mejor para su rival. Laurana había pedido a los grifos que los llevaran al límite del glaciar y eso fue lo que hicieron los animales, que, no obstante, se negaron en redondo a acercarse al castillo del Muro de Hielo. Explicaron a Laurana que lo habitaba un dragón blanco. Los grifos dejaron muy claro que no le tenían miedo al dragón, pero que tendrían problemas para combatir contra él si iban cargados con jinetes.
Los grifos le dijeron a la elfa que sus compañeros y ella necesitarían ayuda si iban a quedarse en aquella región, y afirmaron que no sobrevivirían mucho tiempo sin cobijo, alimentos y ropas de abrigo más gruesas. En el territorio vivían humanos nómadas a los que se conocía por el nombre de Bárbaros de Hielo, y que tal vez podrían ayudarlos si su grupo era capaz de convencer a esa gente de que no iba con intenciones hostiles.