Una vez hubieron cruzado el mar y se encontraron sobre el glaciar, varios grifos se apartaron del grupo para explorar —ojo avizor por si aparecía el dragón— en busca de los Bárbaros de Hielo. Regresaron en seguida para informar de que habían dado con un campamento nómada. Los grifos dejaron a sus jinetes a cierta distancia del campamento porque temían que los Bárbaros de Hielo se volvieran de inmediato contra los extranjeros si veían grandes animales alados.
Un momento antes de levantar el vuelo, los grifos le contaron a Laurana que los nómadas detestaban a Feal-Thas; al parecer, el hechicero y sus thanois habían iniciado una guerra contra ellos hacía unos cuantos meses. Los grifos se despidieron de la elfa y le dieron un último consejo: trabar amistad con los Bárbaros de Hielo. Guerreros muy fieros, como amigos serían valiosos, y, como enemigos, letales.
Después de que los grifos se hubieron marchado, el grupo buscó refugio en el pecio de un velero grande que parecía haber volcado en el hielo tras chocar contra él. Era un tipo de embarcación que ninguno había visto hasta entonces ya que se había construido para desplazarse sobre el hielo en vez de hacerlo por el agua. Adosados a la quilla se veían grandes patines de madera. Supuestamente, estando la vela izada, la embarcación se deslizaría por la superficie del hielo.
El casco de la embarcación ofrecía cierta protección del viento gélido, aunque no del frío intenso que calaba hasta los huesos y entumecía los músculos. El grupo discutió la mejor forma de abordar a los nómadas. Según los grifos, casi todos ellos hablaban Común porque en los meses del estío, cuando había buena pesca, vendían las capturas en los mercados de Rigitt. Elistan propuso que Laurana, habituada a las relaciones diplomáticas, fuera a hablar con ellos. Derek se opuso argumentando que no sabían lo que pensaban de los elfos los nómadas del hielo, o incluso si habían visto alguno en su vida.
Estaban acurrucados unos contra otros entre los restos de la embarcación y debatían qué hacer —o lo intentaban, porque tenían los labios entumecidos por el frío y así resultaba difícil hablar— cuando el debate fue interrumpido por un chillido gutural, una especie de bramido o rugido de dolor lanzado por un animal. Ordenando a los demás que se quedaran en la destrozada embarcación, Derek y sus caballeros se marcharon para descubrir qué pasaba. Tasslehoff salió a todo correr tras ellos y Sturm corrió a su vez en pos del kender, aunque no lo hizo solo, ya que Flint iba con él. Gilthanas dijo que no se fiaba de Derek y los siguió, acompañado por Elistan, que pensó que quizá podría ser de ayuda. Laurana no estaba dispuesta a quedarse sola, así que el grupo en su totalidad, para ira del caballero, fue detrás de Derek.
Se encontraron con un oso blanco enorme al que atacaban dos kapaks que pinchaban con lanzas al oso. El animal estaba erguido sobre los cuartos traseros al tiempo que rugía y golpeaba las lanzas con unas zarpas de un tamaño impresionante. El rojo de la sangre manchaba la pelambre blanca del oso. Laurana se preguntó por qué no huiría el animal, sin más, y entonces descubrió la razón. Era una hembra e intentaba proteger a dos cachorros blancos que estaban agazapados detrás de ella.
—Así que los asquerosos lagartos están también aquí —dijo Flint, malhumorado.
Hizo intención de sacar el hacha del correaje que llevaba a la espalda, pero, a pesar de los guantes, tenía las manos entumecidas por el frío y el arma se le escapó de los dedos insensibilizados. El hacha resonó al caer en el hielo.
El ruido hizo que los draconianos interrumpieran el ataque para mirar hacia atrás. Al verse superados en número, dieron media vuelta y echaron a correr.
—¡Nos han visto! —gritó Derek—. Hay que impedir que vayan a informar de nuestra presencia. ¡Aran, el arco!
Aran descolgó el arco que llevaba al hombro. Al caballero le pasaba lo mismo que a Flint, que tenía las manos heladas y no consiguió que los dedos agarrotados sujetaran la flecha. Derek desenvainó la espada y empezó a correr en pos de los draconianos al tiempo que le gritaba a Brian que lo acompañara. Los caballeros, resbalando en el hielo y dando patinazos, avanzaban a trancas y barrancas. Los draconianos, con la ventaja del agarre que les proporcionaban las garras de los pies, los dejaron atrás en seguida y desaparecieron en la desierta blancura. Derek regresó maldiciendo entre dientes.
Sangrando, la osa blanca se desplomó y quedó tendida en el hielo. Los cachorros empujaban con las zarpas el cuerpo herido de su madre apremiándola a que se levantara. Sin hacer caso a los gritos de Derek que le advertía que la osa herida lo atacaría, Elistan se acercó al animal y se arrodilló a su lado. Enseñándole los dientes, la osa le gruñó débilmente y trató de levantar la cabeza, pero apenas le quedaban fuerzas. Con murmullos quedos destinados a sosegarla, Elistan posó las manos sobre el cuerpo del animal y su tacto pareció tranquilizarla. El animal soltó un suspiro enorme, gemebundo, y se relajó.
—Los draconianos volverán —dijo Derek con impaciencia—. El animal se está muriendo. No podemos hacer nada por él. Deberíamos irnos antes de que regresen con refuerzos. Voy a poner fin a esto.
—No perturbes a Elistan mientras reza, señor —intervino Sturm. Viendo que Derek no iba a hacerle caso, Sturm le sujetó el brazo.
Derek le asestó una mirada fulminante y Sturm retiró la mano, pero siguió plantado entre el caballero y Elistan. Derek masculló algo y se alejó. Aran fue tras él mientras Brian se quedaba a mirar.
Mientras Elistan rezaba, las heridas y los tajos ensangrentados que la osa tenía en el pecho y en los costados se cerraron. Brian soltó una exclamación ahogada.
—¿Cómo ha hecho eso? —le susurró a Sturm.
—Elistan diría que él no ha hecho nada, que es el dios quien realiza el milagro —contestó su amigo con una sonrisa.
—¿Tú crees en... esto? —inquirió Brian a la par que gesticulaba hacia el clérigo.
—Sería difícil no hacerlo cuando tienes la prueba ante tus ojos —repuso Sturm.
Brian deseaba averiguar más cosas. Quería saber si Sturm le rezaba a Paladine, pero sería de mala educación hacer una pregunta tan personal y, en consecuencia, guardó silencio. No era ésa la única razón, sin embargo. Si Derek se enteraba de que Sturm Brightblade creía en esos dioses y que, para colmo, les rezaba, sería otro punto en su contra.
La osa hizo amagos de intentar levantarse. Seguía siendo un animal salvaje con crías a las que proteger y Elistan, muy prudente, se apartó con rapidez tirando hacia atrás del kender, que había estado haciéndose amigo de los cachorros. El grupo volvió a la embarcación destrozada. Al echar un vistazo hacia atrás, vieron que la osa ya se había incorporado y se alejaba con pasos torpes y lentos, seguida de cerca por los cachorros.
Derek y Aran comentaban el hecho de que los draconianos hubieran llegado tan al sur.
—Deben de estar al servicio de Feal-Thas —decía Derek—. Regresarán para informarle de que tres Caballeros de Solamnia han llegado al glaciar.
—Estoy convencido de que la noticia asustará tanto al Señor del Dragón que no le llegará la camisa al cuerpo —dijo Aran con acritud.
—Imaginará que hemos venido por el Orbe de los Dragones —replicó Derek—. Y mandará a sus tropas a atacarnos.
—¿Por qué iba a llegar tan de repente a la conclusión de que andamos tras el orbe? —demandó Aran—. Que tú estés obsesionado con ese artefacto, Derek, no significa que todo el mundo...
—¿Habéis visto eso? —gritó Brian, entusiasmado, cuando se reunió con ellos—. ¡Fijaos! La osa camina, Elistan le ha curado las heridas...
—Pero qué inocente eres, Brian —le espetó Derek en tono mordaz—. Siempre te dejas engañar por los trucos de cualquier charlatán. Las heridas de la osa eran superficiales. Cualquiera se habría dado cuenta.