—No, Derek, te equivocas —empezó Brian, pero Aran lo interrumpió al asirlos a los dos por el brazo y apretarles con fuerza en un gesto de advertencia.
—Mirad atrás. Despacio, sin movimientos bruscos.
Los caballeros se dieron media vuelta y vieron que un grupo de guerreros vestidos con ropas de cuero y pieles se encaminaba hacia ellos. Iban armados con lanzas y algunos de ellos asían hachas de aspecto extraño que relumbraban con la fría luz del sol, como si fueran de cristal.
—¡Que todo el mundo entre en la embarcación! —ordenó Derek—. Nos servirá de protección.
Brian echó a correr al tiempo que gritaba a los otros que se dirigieran a la embarcación lo más rápido posible. Agarró a Tasslehoff y lo empujó para que se diera prisa. Flint, Gilthanas y Laurana los siguieron a toda prisa.
Sturm ayudó a Elistan, pues al clérigo le estaba costando trabajo mantener el paso.
Los guerreros siguieron avanzando. Aran empezó a soplarse las manos para que le entraran en calor y así poder usar el arco. Flint echó un vistazo por encima del casco mientras manoseaba el hacha y observó con curiosidad las extrañas hachas del enemigo.
—Deben de ser los Bárbaros de Hielo que mencionaron los grifos —dijo Laurana, que se acercó presurosa a Derek—. Tendríamos que intentar hablar con ellos, no presentarles batalla.
—Iré yo —se ofreció Elistan.
—Es demasiado peligroso —objetó Derek.
Elistan miró a Tasslehoff, que estaba azul de frío y tiritaba de tal modo que hasta los saquillos tintineaban. Los demás no estaban mucho mejor.
—Creo que el peligro más inmediato al que nos enfrentamos ahora es congelarnos —adujo el clérigo—. No creo que corra peligro. Esos guerreros no corrieron para atacarnos, como habrían hecho si pensaran que estamos con las fuerzas del Señor del Dragón.
Derek se quedó pensativo.
—De acuerdo —admitió—. Pero seré yo quien hable con ellos.
—Sería más prudente que me dejaras ir a mí, sir Derek —sugirió Elistan en tono sosegado—. Si me ocurriera algo, harás falta aquí.
Derek asintió bruscamente con la cabeza.
—Te cubriremos —dijo al ver que Aran se las había arreglado para calentarse los dedos lo suficiente para poder usar el arco. De hecho, ya tenía una flecha encajada en la cuerda, listo para dispararla.
Laurana se acercó a Tasslehoff, estrechó al tembloroso kender contra su cuerpo y lo arropó con la capa. En un silencio tenso, observaron a Elistan salir de la protección del casco y avanzar con los brazos levantados para mostrar que no iba armado. Los guerreros lo vieron y algunos lo señalaron. El guerrero que iba en cabeza —un hombretón de llameante cabello pelirrojo que parecía el único color en aquel mundo blanco— también lo divisó. Siguió caminando e hizo un gesto para que sus guerreros avanzaran.
—¡Mirad! —exclamó Aran de repente a la par que señalaba.
—¡Elistan! —gritó Brian—. ¡El oso blanco te sigue!
El clérigo miró en derredor. La osa se acercaba al trote por el hielo con los cachorros corriendo detrás de ella.
—¡Elistan, vuelve! —gritó Laurana, asustada.
—Demasiado tarde —dijo Derek, lúgubre—. No lo conseguiría. Aran, dispara al animal.
Aran alzó el arco, tensó la cuerda y apuntó, pero una sacudida del brazo le hizo perder la concentración.
—¡Suéltame el brazo! —gritó, enfadado.
—Nadie te está sujetando —dijo Brian.
Aran miró a su alrededor. Flint y Sturm se encontraban de pie al otro extremo de la embarcación. Tasslehoff —el que podría ser más sospechoso— tiritaba entre los brazos de Laurana. Brian se hallaba junto a Derek y Gilthanas estaba al otro lado de Flint.
—Lo siento —se disculpó con gesto de extrañeza. Negó con la cabeza y masculló—. Juraría que alguien...
Volvió a levantar el arco.
La osa le pisaba los talones a Elistan. Los guerreros habían visto también al animal y el jefe de barba pelirroja dio la orden de alto.
Elistan tenía que haber oído los gritos de advertencia. Tenía que haber oído el ruido de las zarpas de la osa sobre el hielo, pero, de ser así, no se volvió, sino que siguió adelante.
—¡Dispara de una vez! —ordenó Derek, volviéndose hacia Aran, furioso.
—¡No puedo! —jadeó el caballero, que sudaba a pesar del frío. Los dedos sujetaban firmemente la flecha, el brazo le temblaba por el esfuerzo, pero no disparó—. ¡Alguien me sujeta el brazo!
—No, nadie lo sujeta —dijo Tasslehoff entre el castañeteo de dientes—. Alguien debería decírselo, ¿verdad?
—Calla —susurró Laurana.
La osa se alzó sobre los cuartos traseros y se levantó, imponente, detrás de Elistan. Erguida y manteniendo las patas delanteras por encima del clérigo, soltó un rugido atronador.
El líder de los guerreros contempló largamente a la osa y después, volviéndose hacia atrás, hizo un gesto a sus hombres. Uno tras otro, los guerreros tiraron las armas al hielo. El de la barba pelirroja caminó despacio hacia Elistan. La osa, más tranquila, se plantó sobre las cuatro patas, aunque no apartó los ojos de los Bárbaros del Hielo.
El hombre de la barba roja tenía los ojos de un color azul intenso, una gran nariz y la cara muy curtida y surcada de arrugas. Habló en Común, aunque con un acento muy marcado, al tiempo que señalaba a la osa.
—Ese animal ha sido herido, está cubierto de sangre. —La voz del hombre retumbaba como un alud—. ¿Has sido tú?
—Si hubiese sido yo, ¿crees que caminaría a mi lado? —respondió Elistan—. A la osa la atacaron los draconianos. Esos valerosos caballeros —señaló a Derek y a los otros, que habían salido de la embarcación— los hicieron huir y salvaron al animal.
El guerrero gruñó. Miró a Elistan y miró a la osa y después bajó la lanza. Hizo una reverencia al animal y le habló en su propia lengua. De una bolsa de cuero que llevaba atada al cinturón sacó unos trozos de pescado que echó a la osa, que se los comió con fruición. Después, reuniendo a sus cachorros, se alejó pesadamente, a buen paso, hacia el glaciar.
—El oso blanco es el guardián de nuestra tribu —manifestó el jefe—. Tienes suerte de que haya respondido por ti, pues de otro modo os habríamos matado. No nos gustan los forasteros. Sin embargo, seréis nuestros honorables huéspedes.
—¡Te juro, Derek, que ha sido como si alguien me sujetara con la fuerza de un cepo! —protestaba Aran mientras los caballeros salían al encuentro de Elistan.
—Pues menos mal —comentó Brian—. Si hubieses matado a la osa, ahora estaríamos todos muertos.
—Bah, lo único que le pasa es que echa en falta sus tragos de alcohol —dijo Derek, desabrido—. Son alucinaciones de alcohólico.
—No es cierto —negó Aran, que hablaba con una calma que no presagiaba nada bueno—. Me conoces lo bastante para saber que no es cierto. Alguien me sujetó el brazo.
La mirada de Brian se encontró con la de Elistan.
El clérigo sonrió y le guiñó el ojo.
Los Bárbaros de Hielo les dieron una buena acogida. Les ofrecieron pescado ahumado y agua. Uno de ellos se quitó el grueso chaquetón de pieles para arropar al kender, que estaba medio congelado. El guerrero de barba roja era su jefe y se negó a hablar o responder a sus preguntas alegando que todos corrían peligro de congelación. Condujo al grupo de vuelta al campamento consistente en tiendas pequeñas y confortables hechas con pieles de animales estiradas sobre bastidores portátiles. Por el agujero central de las tiendas salía un hilillo de humo. El centro del campamento era un habitáculo comunal que se conocía como la casa larga o la tienda del jefe. Estrecha y alargada, la tienda del jefe estaba hecha de pieles y cuero tendidas sobre el enorme costillar de algún animal marino muerto que se habría quedado atrapado en el hielo. Las tiendas pequeñas se utilizaban sólo para dormir, ya que estaban demasiado abarrotadas para hacer otras cosas. Los Bárbaros de Hielo se pasaban casi todo el tiempo pescando en los estanques del glaciar o en la tienda del jefe.