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—¿El tal Feal-Thas no está solo en sus proyectos ambiciosos? —Harald se había quedado perplejo—. ¿Es que hay otros?

—Tu clérigo tenía razón —intervino Laurana—. El dragón blanco era un augurio. Takhisis, Reina de la Oscuridad, ha vuelto y ha traído consigo sus dragones perversos. Ha reunido ejércitos de la oscuridad. Pretende conquistar y esclavizar el mundo.

Los otros miembros del pueblo del glaciar que se encontraban en la tienda habían dejado de trabajar y escuchaban en silencio, con gesto inexpresivo.

—Cuando uno ve venir la oscuridad sólo teme por sí mismo —comentó Harald—. Nunca se piensa en los demás.

—Y si se piensa en los demás, lo que se dice demasiado a menudo es: «Que se defiendan ellos» —añadió tristemente Laurana.

La elfa pensaba en los enanos de Thorbardin, que habían decidido luchar contra los ejércitos de los dragones pero se habían negado a hacerlo junto a los humanos y los elfos. Gilthanas se encontraba en el glaciar para conseguir el Orbe de los Dragones para los elfos, para asegurarse de que los humanos no se apoderaran de él. Si Derek y los caballeros eran los que lo lograban, se lo quedarían para los solámnicos.

—No veo que los tuyos acudan en ayuda de los Bárbaros de Hielo —espetó Harald, encrespado. El jefe había entendido mal el comentario de la elfa y se había ofendido.

—Hemos venido nosotros... —empezó Sturm.

Harald resopló.

—¿Quieres que crea que habéis venido tan lejos para luchar por el pueblo del glaciar? El kender dijo que estáis aquí para buscar algo de dragones o una cosa por el estilo.

—Un Orbe de los Dragones. Es un artefacto mágico muy poderoso. Corre el rumor de que Feal-Thas lo tiene en su poder. Es cierto que los caballeros han venido en busca del orbe, pero si Feal-Thas muere también os beneficiará a vosotros.

—¿Y qué hay del hechicero que vendrá a sustituirlo? —inquirió Harald—. ¿O es que vosotros y ese orbe os quedaréis aquí, en el glaciar, para ayudarnos a combatirlo?

Parecía que Sturm iba a decir algo más, pero siguió callado, suspiró y agachó la cabeza para mirarse las manos que, de forma inconsciente, acariciaban y alisaban la piel blanca de su prenda de abrigo.

—Tienes el gesto del hombre que se ha comido una anguila podrida —dijo Harald con el entrecejo fruncido.

—En lo tocante a luchar contra Feal-Thas —respondió Sturm—, no creo que tengas opción, señor. Los draconianos nos vieron y debieron identificarnos como Caballeros de Solamnia. Habrán ido a informar al hechicero, que se preguntará qué hacen unos solámnicos tan lejos de casa. Has dicho que hay lobos merodeando cerca del campamento para vigilaros. Los avisarán de que nos has acogido aquí...

—Y Feal-Thas traerá sobre nosotros la guerra tanto si queremos como si no —acabó Harald por él. Fulminó a Sturm con la mirada y gruñó—: ¡En buen berenjenal nos habéis metido!

—Lo siento, señor —se disculpó Laurana, asaltada por el remordimiento—. ¡No me di cuenta de que podríamos poneros en peligro! Sturm, ¿podemos hacer algo? Si nos marchamos... —Se puso de pie como si fuera a irse en ese mismo instante.

—Estoy seguro de que Derek y los otros están ahora haciendo planes para solucionar eso —contestó Sturm.

—Yo no pondría la mano en el fuego —rezongó Flint entre dientes.

Harald inhaló profundamente, pero antes de que empezara a hablar lo interrumpieron. El anciano, el clérigo Raggart, entró renqueando en la tienda del jefe acompañado por Elistan. Todos los que se encontraban en la casa larga se pusieron de pie en un gesto de respeto, incluido el jefe. Raggart se dirigió hacia Harald. Había lágrimas en los ojos del anciano.

—Traigo noticias venturosas —anunció Raggart, que habló en Común por deferencia a los forasteros—. Los dioses están de nuevo con nosotros. Este hombre es un clérigo de Paladine. A instancias suyas recé al Rey Pescador y el dios respondió a mis plegarias. —El anciano tocó el medallón que llevaba colgado al cuello, similar al de Elistan, pero bendecido con el símbolo del dios conocido como Habbakuk para algunos y Rey Pescador por el pueblo del glaciar.

Harald estrechó la mano de Raggart y susurró algo al anciano en su lengua. Después se volvió hacia Sturm.

—Al parecer traéis la muerte en una mano y la vida en la otra, señor. ¿Qué podemos hacer?

—Estoy seguro de que Derek nos lo dirá —dijo secamente Sturm.

28

Rezos de medianoche en la Abadía Oscura

Kitiara se dedicó durante un rato a rebuscar en la despensa donde la habían encerrado algo que le sirviera como arma. Era una tarea ingrata teniendo en cuenta que la habían dejado totalmente a oscuras. Previamente a encerrarla allí, el bozak había inspeccionado el lugar, y ella misma había echado una rápida ojeada antes de que el draconiano se llevara la luz y no había visto nada. Sin embargo, no tenía nada que hacer excepto pensar en su ejecución inminente, de modo que ocuparse de cualquier cosa era mejor que estar cruzada de brazos. Tropezó con cajas de madera y se golpeó los dedos de los pies contra unos barriles, se arañó la mano con un clavo torcido y se golpeó la cabeza contra una pared, pero finalmente encontró un arma... más o menos.

Desmontó una caja de embalaje a patadas y preparó con varias tablillas una especie de garrote. Para hacerlo más lesivo, sacó unos clavos de la tapa de un barril y, usando otra tabla como martillo, los introdujo en el extremo de la improvisada cachiporra para que estuviera tachonada de puntas. No albergaba esperanzas de ser capaz de abrirse paso y huir luchando con eso, pero al menos confiaba en presentar una batalla lo bastante cruenta para provocar que la mataran allí mismo.

Una vez preparada el arma, ya no le quedó nada más que hacer. Paseó por la despensa hasta el agotamiento y entonces se sentó en la silla. Perdió la noción del tiempo. La oscuridad devoró los minutos y las horas. Kit estaba resuelta a no quedarse dormida porque no estaba dispuesta a malgastar las pocas horas de vida que le quedaban sumida en el sueño, pero el silencio y el aburrimiento, el miedo y la tensión, la vencieron. Se le cerraron los ojos y la cabeza le cayó sobre el pecho.

Despertó de golpe de su sueño intermitente; le había parecido oír ruido al otro lado de la puerta. Estaba en lo cierto. Alguien metía una llave en la cerradura.

Había llegado el momento. Su ejecutor venía a buscarla.

El corazón se le subió a la garganta. Se quedó sin respiración y, por un instante, creyó que iba a morir de puro terror. Entonces, con una brusca inhalación logró llevar aire a los pulmones. Asió el garrote con fuerza y cruzó sigilosamente, a tientas en la oscuridad, la despensa hasta llegar a la puerta. Pegó la espalda a la pared para que cuando se abriera la puerta no la vieran quienes entraran. Se quedarían sorprendidos y ella aprovecharía la ocasión. Se agazapó, garrote en mano, y esperó.

Chirriando, la puerta se abrió muy despacio, como si alguien la empujara con cautela por miedo a hacer demasiado ruido. Era muy extraño. Un verdugo se habría limitado a abrirla de golpe. Entró luz por la rendija, pero no era la intensa luz del día ni el destello de antorchas, sino un fino rayo luminoso que se desplazaba por la despensa, penetrante, inquisitivo, caía sobre la silla vacía y después pasaba fugazmente por barriles y cajas de embalaje. En el aire flotaba una fragancia de flores exóticas.

Ningún verdugo olía tan bien.

—¿Kitiara? —susurró una voz de mujer.

La guerrera bajó la cachiporra, la pegó contra el muslo para que pasara desapercibida y a continuación salió de detrás de la puerta. En el umbral se hallaba una mujer envuelta en una capa de terciopelo negro y forro de color púrpura oscuro. Se retiró la capucha que llevaba echada y la luz de su anillo le dio de lleno en el rostro.