Quienesquiera que pasaban por aquellos corredores, incluso aquellos que lo hacían a diario, experimentaban una sensación de irrealidad. Los suelos no estaban completamente nivelados, los pasillos cambiaban de posición, las habitaciones no estaban donde deberían ni las puertas donde habían estado el día anterior. Iolanthe, guiada por la luz del anillo, recorría los extraños corredores con seguridad. De haberse encontrado sola, Kit se habría extraviado sin remedio.
La guerrera había imaginado que los cánticos provenían de la abadía y pensó que sería fácil guiarse por las voces, pero allí los sonidos se distorsionaban. A veces los cánticos atronaban en sus oídos y le parecía que ya habían llegado a la abadía, pero en seguida descubría que había otro giro y las voces se apagaban gradualmente hasta casi extinguirse. Entonces, en el siguiente giro, volvían a retumbar con fuerza. En cierto momento del servicio, un grito penetrante reverberó en los pasillos. A Kit se le erizó el pelo de la nuca. El espantoso chillido cesó de forma repentina.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—El sacrificio vespertino —contestó Iolanthe—. La abadía está un poco más adelante.
—Gracias a la reina —murmuró Kit. Nunca había estado en las mazmorras y ansiaba salir de allí. Le gustaba la vida sin complicaciones que llevaba, sin embrollos con los dioses... Lo que le recordó con desasosiego el trato que había hecho con su reina. Kit apartó aquella idea de la mente. Tenía cosas más urgentes en las que pensar y, además, Takhisis no la había salvado todavía.
Al girar en un recodo, Iolanthe y ella se toparon con uno de los clérigos oscuros. Kitiara se cubrió más con la capucha para taparse la cara y mantuvo la cabeza agachada al tiempo que aferraba la empuñadura de la daga bajo la amplia manga.
El clérigo oscuro las miró. Kit contuvo la respiración, pero la mirada hosca del hombre estaba fija en Iolanthe. Se retiró la capucha para fulminar a la hechicera con la mirada. Tenía el semblante demacrado, cadavérico. Un verdugón horrible le cruzaba la nariz.
—Una hora muy avanzada para andar por aquí, Túnica Negra —increpó a Iolanthe en tono desaprobador.
Los dedos de Kit se cerraron con más fuerza alrededor de la empuñadura.
Iolanthe echó hacia atrás los pliegues de la capucha. La luz espectral cayó sobre su rostro y rieló en los iris de color violeta.
El clérigo oscuro dio un respingo y retrocedió un paso.
—Veo que me reconoces —dijo la hechicera—. Mi escolta y yo venimos al servicio y llego tarde, así que te pido que no nos entretengas más.
El clérigo oscuro se había recobrado del sobresalto. Echó un vistazo desinteresado a Kit y volvió la vista hacia Iolanthe.
—Sí que llegas tarde, señora. El servicio está ya a punto de acabar.
—Entonces, no me cabe duda de que sabrás disculparnos.
Dejando el aroma a flores flotando en el pasillo, Iolanthe pasó junto al hombre acompañada por el frufrú de sus ropajes negros. Kit la siguió con actitud respetuosa. Echó una ojeada hacia atrás y apartó el borde de la capucha para no perder de vista al clérigo. El hombre las miraba fijamente y por un instante Kit creyó que iba a seguirlas. Entonces, mascullando algo entre dientes, se dio media vuelta y se alejó.
—No sé yo si tu compañía es segura —comentó Kitiara—. No parece que te tengan mucho aprecio por aquí.
—Los clérigos oscuros no se fían de mí —contestó Iolanthe sin alterarse—. No confían en ningún hechicero. No entienden que seamos leales a Takhisis y al mismo tiempo sirvamos a Nuitari. —Esbozó una sonrisa despectiva—. Y están celosos de mi poder. El Señor de la Noche está intentando convencer a Ariakas de que a los hechiceros se nos prohíba la entrada al templo. Algunos quieren incluso que nos expulsen de la ciudad, cosa del todo punto imposible dado que el propio emperador es un practicante de la magia.
»Y ahora, guardemos silencio —advirtió—. La abadía está ahí mismo. ¿Te sabes alguna de las plegarias?
Kitiara no sabía ninguna, por supuesto.
—Entonces, haz este signo si alguien te pregunta por qué no te unes a los cánticos. —Trazó un círculo en el aire con la mano—. Eso significa que has hecho voto de silencio.
La abadía estaba abarrotada. Kitiara y Iolanthe encontraron sitio en la arcada de acceso. Del interior les llegó una vaharada penetrante a cuerpos sudorosos bajo las túnicas negras, a cera de las velas encendidas, a incienso y a sangre fresca. El cuerpo de una muchacha yacía en el altar y la sangre manaba del tajo que la había degollado. Un sacerdote con las manos tintas del rojo fluido entonaba plegarias y exhortaba a la muchedumbre a unirse a las alabanzas a Takhisis.
Metida entre la multitud apelotonada, con el olor a sangre impregnándole las fosas nasales y el sonido de los discordantes plañidos traspasándole los oídos, Kitiara rebulló, agobiada, y sintió la repentina e imperiosa necesidad de marcharse. No soportaba seguir plantada allí, esperando que alguien descubriera que no se hallaba en su improvisada celda y diera la alarma.
—Larguémonos de aquí —susurró en tono apremiante a la otra mujer.
—Nos pararían en la puerta y nos harían preguntas —musitó Iolanthe al tiempo que aferraba a Kit por un pliegue de la manga—. Si salimos mezcladas con la multitud, nadie reparará en nosotras.
Kitiara suspiró, frustrada, pero tuvo que admitir que el planteamiento de la hechicera era acertado. Se armó de valor para aguantar el mal rato.
La abadía era una estancia circular con un techo alto y abovedado bajo el cual se alzaba una gran estatua de la reina Takhisis en su forma de dragón que era una maravilla. El cuerpo había sido tallado en mármol negro mientras que las cinco cabezas estaban hechas con mármoles de colores distintos. Los diez ojos eran gemas que relucían con una luz mágica que iluminaba la estancia. Por algún medio milagroso, las cabezas de las estatuas daban la impresión de que se movían; los ojos miraban aquí y allá, con la espeluznante luz de los iris vigilantes deslizándose sobre la multitud sin descanso.
Kit contempló fijamente la estatua de la reina Takhisis mientras las cabezas se mecían y serpenteaban y miró de soslayo a Iolanthe, de pie a su lado y apenas visible bajo las luces cambiantes. Kit no distinguía el rostro de la hechicera porque ésta se había cubierto de nuevo con la capucha. La guerrera tenía los nervios de punta y sostenía la daga en la mano sudorosa; estaba deseando que acabara la ceremonia y encontrarse muy lejos de allí. Iolanthe se mostraba tranquila, sin mover un solo músculo, en absoluto nerviosa a pesar de que si Ariakas descubría que había ayudado a escapar a su prisionera, la vida de la hechicera valdría menos que nada. Fuera cual fuese el castigo que arrostraría Kit, el de Iolanthe lo triplicaría.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Kitiara en un susurro que el ruido de los cánticos ahogó—. ¿Por qué me ayudas? Y no me vengas con la monserga de que eres la respuesta a mis plegarias.
Bajo la capucha, Iolanthe miró de soslayo a Kit. Los iris de color violeta titilaban a la luz de los ojos multicolores y facetados de la estatua de la reina. Iolanthe desvió la vista hacia la estatua y Kit creyó que no iba a responder.
—No quiero tenerte de enemigo, Dama Azul —susurró finalmente la hechicera. Los ojos violetas, grandes y penetrantes, se clavaron en la guerrera—. Si haces lo que dices que vas a hacer y tienes éxito, llegarás a tener de tu parte a uno de los seres más poderosos de Krynn. Lord Soth te convertirá en una fuerza a tener en cuenta. ¿Es que no lo entiendes, Kitiara? Su Oscura Majestad empieza a albergar dudas sobre Ariakas. Busca a alguien más capaz de llevar la Corona del Poder. Si demuestras ser esa persona, y creo que lo harás, quiero que tengas una buena opinión de mí.
«Y si no consigo volver viva del alcázar de Dargaard, Ariakas conservará la corona y la bruja no habrá perdido nada en el intento —se dijo Kitiara para sus adentros—. Es como imaginaba: astuta, oportunista, maquinadora e intrigante.»