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—Creo que nuestro amigo se ha enamorado de esa elfa —dijo Derek en tono desaprobador a Aran al emprender la marcha—. Tendré que mantener una charla con él.

Aran, que se había percatado de las miradas cariñosas que intercambiaban Brian y Lillith, sabía que Derek se equivocaba de medio a medio en cuanto a eso, pero le pareció divertido no sacarlo de su error. Aran, que caminaba trabajosamente por la nieve detrás del guía, estaba deseando oír uno de los sermones grandilocuentes de Derek sobre lo reprobable de amar a quien no era «de los nuestros».

Brian se había ido a la tienda para desayunar solo. Laurana, al saber que se había quedado, se preocupó y fue a preguntarle si se encontraba bien. Se mostró amable, cordial y en apariencia realmente interesada por él. Recordando que la había espiado la noche anterior, Brian se sintió como el peor canalla que hubiera pisado nunca las cloacas de Palanthas. No pudo rechazar la invitación de la elfa y se reunió con ella y con sus amigos, junto con el jefe de los Bárbaros de Hielo, en la casa larga.

Los compañeros estaban más animados esa mañana. Hablaron sin reservas de sus amigos ausentes, sin tristeza, preguntándose dónde se hallarían y qué estarían haciendo. Brian fingió sorprenderse con las gratas nuevas. No lo hizo bien, pero los demás se sentían tan contentos que no se dieron cuenta.

La conversación se desvió hacia el Orbe de los Dragones. Harald prestó atención a todo lo que hablaron, pero se guardó para sí lo que pensaba. Gilthanas no ocultó su convencimiento de que el orbe debería pasar a poder de los elfos.

—Lord Gunthar prometió llevar el orbe al Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos son parte del Consejo... —empezó Brian.

—Éramos —lo interrumpió Gilthanas con una mueca—. Ya no lo somos.

—Gil, por favor, no empieces... —empezó a decir Laurana, pero entonces miró de soslayo a Sturm y, quizá recordando lo que su amigo había dicho sobre poner paños calientes, se calló.

—¡A ver! —dijo Flint—. ¿Qué tiene ese Orbe de los Dragones para que sea tan condenadamente importante? —Las cejas espesas se le unieron en un gesto ceñudo. El enano miró primero a Brian y después a Gilthanas—. ¿Y bien? —insistió, pero al no responderle ninguno de los dos, gruñó:— Lo que pensaba. ¡Todo este rifirrafe por encontrar algo que el kender dijo que había leído en un libro! Eso debería bastar para daros la respuesta al asunto: en resumen, que dejemos ese estúpido orbe donde está y volvamos a casa. —Flint se sentó con actitud triunfante.

Sturm se atusó el bigote como preámbulo antes de hablar. Gilthanas abrió la boca al mismo tiempo, pero Tasslehoff atajó a los dos al irrumpir en la tienda del jefe a punto de estallar por la excitación, con aires de importancia y tiritando de frío.

—¡Hemos encontrado el castillo del Muro de Hielo! —anunció—. Y ¿sabéis una cosa? ¡Está hecho de hielo! Bueno, supongo que no lo es realmente. Derek dice que debajo tiene que haber muros de piedra y que no es más que acumulación —Tas pronunció esta palabra con orgullo— de hielo a lo largo de los años.

Se sentó en el suelo dejándose caer y aceptó, agradecido, una bebida caliente de un líquido humeante.

—Me ha bajado abrasando hasta la punta de los pies —dijo con satisfacción—. En cuanto al castillo, está encaramado muy, muy, muy arriba, en lo alto de una montaña de hielo. Derek ha tenido una idea estupenda sobre cómo vamos a asaltar el castillo, encontrar el Orbe de los Dragones y matar al hechicero. El castillo es un sitio precioso. Raggart nos cantó una canción sobre él. La canción habla de túneles subterráneos y una fuente de agua mágica que nunca se congela, y además, naturalmente, está el cubil del dragón, con el Orbe de los Dragones dentro. ¡Estoy impaciente por ir!

Tas echó otro trago de la bebida y soltó una bocanada de vaho.

—¡Caray, qué bueno está! Bien, ¿dónde me había quedado?

—En masacrar a mi pueblo —manifestó Harald, furioso.

—¿De veras? —Tasslehoff estaba sorprendido—. Pues no era mi intención.

—Para llegar al castillo del Muro de Hielo los míos tendrán que atravesar el glaciar, donde se los verá desde mucha distancia... Presas fáciles para el dragón blanco —prosiguió Harald que, a medida que hablaba, se iba enfadando más—. ¡Después, aquellos que por puro milagro consigan sobrevivir a los ataques del dragón serán el blanco de los hombres-dragón, que dispararán tantas flechas a mis guerreros que parecerán puerco espines!

—¿Qué es un puerco espín? —preguntó Tas, pero nadie le contestó.

Derek entró en la tienda. Harald estaba de pie y asestó una mirada fulminante al caballero.

—¡Así que piensas mandar a mi pueblo a la muerte!

—Mi intención era explicar yo mismo el plan —manifestó Derek, que dirigió una mirada exasperada al kender.

Tasslehoff sonrió e hizo un gesto con la mano como quitándole importancia al asunto.

—Tranquilo, no tienes que darme las gracias —dijo en tono modesto.

Derek se volvió hacia Harald.

—Tus guerreros pueden subir al castillo al amparo de la noche, sin ser vistos...

Harald negó con la cabeza al tiempo que soltaba un contundente resoplido que pareció hinchar las paredes de la tienda. Los miembros del pueblo de hielo que se encontraban en la tienda del jefe dejaron lo que estaban haciendo para poner toda su atención en él.

—¿Qué tiene de malo la idea? —inquirió Derek, desconcertado al ver tantas mirada serias e inexpresivas clavadas en él.

Harald miró a Raggart el Viejo. El anciano clérigo se puso de pie, titubeante sobre las piernas temblorosas y apoyado en su nieto.

—Los lobos deambulan por el castillo de noche —dijo—. Nos verían e informarían a Feal-Thas.

Al principio, Derek pensó que bromeaba, pero luego comprendió que el viejo hablaba en serio. Apeló al jefe.

—Eres un hombre sensato. ¿Crees esas tonterías? Lobos guardianes... ¡Son cuentos de niños!

Harald no cabía en sí de rabia; parecía a punto de emprenderla a gritos con Derek. Raggart le puso la mano en el brazo y el jefe se tragó la ira y siguió callado.

—Según tú, los propios dioses son también cuentos de niños, ¿no es así, señor caballero? —preguntó el anciano.

—Tenía un hermano muy querido que creía en esos dioses —respondió Derek en tono mesurado—. Tuvo una muerte horrible cuando el ejército de los dragones atacó nuestro castillo y lo invadió. Les rogó que nos salvaran y no hicieron nada. Para mí, eso demuestra que no hay dioses.

Aquello hizo que Elistan rebullera y pareció que iba a decir algo. Derek se dio cuenta y se le adelantó.

—No malgastes aliento, clérigo. Si existen esos dioses «del bien» que no escucharon las plegarias de mi hermano y lo dejaron morir, entonces no quiero tener nada que ver con ellos. —Recorrió la tienda con la mirada, deteniéndola en todos los ojos fijos en él—. Es posible que muchos de los tuyos mueran, jefe, es cierto. Pero mucha gente en otras partes de Krynn ya ha dado su vida por nuestra noble causa...

—Y para que así encuentres ese Orbe de los Dragones y te lo lleves a tu país —acabó Harald con voz hosca.

—Y mataremos al hechicero Feal-Thas...

Harald soltó otro tremendo resoplido.

Derek enrojeció de rabia, falto de palabras. Estaba acostumbrado a que le obedecieran y lo respetaran, y allí no conseguía ni lo uno ni lo otro. Estaba realmente atónito por la estúpida cerrazón de Harald, porque eso era lo que pensaba de la actitud del jefe.

—No entiendes la importancia... —empezó con impaciencia.

—No, eres tú el que no entiende —vociferó Harald—. Mi pueblo lucha sólo cuando tiene que luchar. No vamos en busca de batallas. ¿Por qué crees que nuestros botes deslizantes son veloces? Para alejarnos del conflicto. No somos cobardes. Luchamos cuando hemos de hacerlo, pero sólo si es preciso. Si tenemos oportunidad de huir, huimos. No hay desdoro en eso, señor caballero, porque cada día de nuestra vida luchamos con enemigos mortales: corrimientos de hielo, vientos cortantes, frío glacial, enfermedad, hambre. Llevamos siglos luchando contra esos adversarios. Cuando os vayáis, seguiremos enfrentándonos a ellos. ¿Ese Orbe de los Dragones cambiará algo para nosotros?