Se planteó esa posibilidad y se obligó a examinarla. Skie estaría de su parte, de eso no le cabía duda. Pero no podría contar con los otros dragones azules. La reina Takhisis, furiosa de que hubiera roto su promesa, le daría la espalda y los dragones azules no se opondrían a su reina. Las propias tropas de Kit estarían divididas. Tal vez podría inclinar a la mitad de los hombres a favor de su causa. Los demás desertarían. El apuesto Bakaris se uniría a ella, pero no era muy de fiar. Se volvería contra ella en el instante en que la recompensa fuera suficiente.
Kitiara rebulló en la silla. Había también otra razón, la más importante, para que no cabalgara hacia el oeste. Podría romper su juramento a la reina, pero Kitiara Uth Matar no rompería una promesa hecha a sí misma. Y se había jurado que volvería triunfante ante Ariakas, fuerte y poderosa, tan poderosa que el emperador no osaría contrariarla. Para conseguir eso necesitaba un aliado fuerte y poderoso... Alguien como lord Soth. Era vencer o morir.
Kit cabalgó hacia el norte.
Amaneció un día luminoso y frío y Kit comprendió que el caballo iba a suponerle un problema. El magnífico semental, con su capa negra y brillante como el azabache, la larga crin, la ondeante cola y el musculoso cuerpo, era obviamente un animal valioso. La gente se paraba para mirarlo con admiración. Después desviaban la vista hacia el jinete, a Kit, vestida de nuevo con el farseto. Había utilizado la daga para cortar los hilos del bordado que marcaban la tela acolchada de la prenda, ya desgastada por el uso. No tenía capa a pesar del tiempo frío y eso le daba un aspecto aún más andrajoso. Todos los que veían el caballo se preguntaban de inmediato cómo una mercenaria desharrapada como ella se las había ingeniado para conseguir un animal tan extraordinario. Todos con los que se cruzaba se acordarían del costoso caballo y de su mísera amazona.
Kit abandonó la calzada y buscó refugio en los bosques. Por fin encontró una depresión poco profunda donde podría estacar al animal. Estaba exhausta por la agotadora experiencia vivida y necesitaba dormir. Antes de dormirse, Kit no dejó de darle vueltas al problema del caballo. Le había puesto el nombre de Jinete del Viento, y necesitaba su fortaleza, su poderío y su vitalidad para que la llevara hasta Foscaterra. Necesitaba su rapidez en caso de que las fuerzas de Ariakas le dieran alcance. Tenía que encontrar la forma de poder cabalgar por la carretera abiertamente, sin llamar la atención.
La mente le siguió trabajando mientras dormía y Kit despertó reanimada al final de la tarde con lo que esperaba que fuera la solución a su problema.
Dejando al caballo escondido en el bosque, Kit tomó un aspecto aún más ruin. Se manchó con barro la cara, se revolvió el pelo para que le cayera sobre los ojos y luego se dirigió a la calzada. Todavía estaba demasiado cerca de Neraka para su gusto, y el corazón le palpitó desbocado al ver una tropa de soldados goblins que marchaba camino de la ciudad. Se agazapó detrás de un árbol y los goblins pasaron ante ella sin reparar en su presencia.
Se acercó una caravana de mercaderes, pero iba protegida por varios mercenarios bien armados y dejó que pasara. Después, ya próxima la noche, el número de viajeros disminuyó. Kit empezaba a sentirse frustrada e impaciente. Estaba perdiendo un tiempo precioso, y a punto ya de decidirse a correr el riesgo de cabalgar tal como iba vestida, apareció el viajero que había esperado ver: un clérigo de Takhisis, de alto rango por las apariencias, probablemente un ocultista. Llevaba al cuello un gran medallón de la fe que colgaba de manera ostentosa de una gruesa cadena de oro. Se adornaba los dedos con anillos de azabache y ónice engarzados en oro. La silla y los arreos eran de buen cuero y de aspecto caro.
Era un hombre bajo, de constitución oronda y tez rubicunda. A diferencia de los clérigos oscuros del templo, era evidente que él disfrutaba con la comida y el vino. No llevaba armas aparte de la fusta. Kit esperó a que apareciera su escolta armada, pero no llegó nadie. No se oía sonido de cascos. Aunque viajaba sólo por calzadas próximas a Neraka, el clérigo no parecía estar preocupado o nervioso. A Kit tendría que haberle llamado la atención una circunstancia tan extraña, pero tenía prisa y la víctima era demasiado perfecta para renunciar a ella.
Al acercarse el caballo del clérigo, Kit salió de su escondrijo detrás del árbol. Manteniendo la cabeza agachada para ocultar sus rasgos, se acercó cojeando al clérigo con la mano extendida.
—Por favor, padre oscuro —dijo con voz áspera—, despréndete de una moneda de acero para un soldado herido en servicio a nuestra reina.
El hombre le dirigió una mirada maligna y alzó la fusta en un gesto amenazador.
—Perro miserable, no tengo nada que darte —le espetó con malos modos—. Es impropio de un soldado de nuestras tropas rebajarse a mendigar. ¡Saca tu cuerpo sarnoso de la calzada pública!
—Por favor, padre... —gimoteó Kitiara.
El clérigo descargó un fustazo contra ella, dirigido a la cabeza. Falló el golpe, pero Kit soltó un grito y se tiró de espaldas, como si se hubiese desplomado.
El clérigo prosiguió su viaje sin mirar atrás. Kit esperó un momento para comprobar que estaba solo y que no había guardias que lo siguieran a cierta distancia. Al no ver a nadie en el camino, corrió ágil y silenciosamente en pos de él. De un salto subió a la grupa del caballo, rodeó el cuello del clérigo con un brazo y le puso la punta del cuchillo en la garganta.
Lo había pillado completamente por sorpresa. El roce frío del acero en la piel lo hizo dar un respingo y se quedó rígido en la silla.
—Te lo he pedido amablemente, padre oscuro —le increpó Kit en tono de reproche—. No quisiste darme nada, así que ahora insisto. Que seas un servidor de la Reina de la Oscuridad es lo único que te salva de que te degüelle, así que a lo mejor deberías darle las gracias. Y ahora, bájate del caballo.
Apartó la daga del cuello del hombre, se la puso en las costillas y le dio un ligero pinchazo. Notó que el cuerpo gordinflón se estremecía y supuso que era de miedo. El clérigo oscuro desmontó con gesto de fastidio y Kitiara se bajó hábilmente del caballo tras él. El hombre empezó a darse la vuelta y Kit le propinó una patada en las corvas que lo tiró patas arriba. El clérigo cayó al suelo con un gemido.
—Entrégame tu dinero... —empezó Kit.
Para su sorpresa, el clérigo se incorporó rápidamente, aferró el medallón y lo sostuvo ante sí.
—¡Que la reina Takhisis escuche mi plegaria y consuma tu corazón! —clamó, enfurecido—. ¡Que te desuelle y te arranque la carne de los huesos! ¡Que sorba todo aliento de tu cuerpo y te destruya por completo!
El cuerpo fofo le temblaba de rabia y su voz sonaba segura. No le cabía duda de que la diosa oscura respondería a su plegaria y, durante un instante aterrador, Kitiara tampoco lo dudó. El aire de la noche crepitó con el poder de la plegaria y la guerrera esperó, encogida, que la ira de Takhisis la inmolara.
No ocurrió nada.
—Acudes a la deidad equivocada si tu intención es detenerme, padre oscuro. La próxima vez, intenta dirigir tu plegaria a Paladine. Vamos, quítate la ropa. Quiero el cinturón, las joyas y esa bolsa repleta de dinero que llevas encima. ¡Deprisa!
Dio énfasis a sus palabras con la daga, con la que le pinchó en el diafragma. El clérigo se quitó la cadena y los anillos, rabioso, y se los tiró a los pies. Después se quedó inmóvil, echando chispas por los ojos y cruzado de brazos.
—Padre oscuro, la única razón de que no te destripe es porque no quiero estropear esa cálida túnica —le dijo Kit.
Estaba nerviosa y temía que apareciera alguien en cualquier momento. Avanzó un paso y le puso la punta de la daga en el cuello.
»Pero si me obligas...
El hombre le tiró la bolsa de dinero a la cabeza y, mientras se sacaba la túnica por la cabeza, no dejó de maldecirla invocando a todos los dioses oscuros que se le ocurrieron. Metiendo la bolsa y las joyas dentro de la túnica y de la capa, Kit hizo un bulto con todo ello y le dio un manotazo al caballo en la grupa; el animal salió a galope calzada adelante. Acto seguido echó a andar y dejó al clérigo oscuro tiritando, sin más ropa que los calzones, y barbotando imprecaciones.