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Di gracias a Viracocha cuando vi que se bebía la leche sin chistar y que me daba un beso rápido en la mejilla antes de perderse de nuevo en la penumbra. Eran las cinco y media de la madrugada del domingo. Sentí tentaciones de salir al jardín y contemplar el cielo, pero Guamán Poma me estaba esperando y ya no quedaba mucha noche por delante. No podía irme a la cama sin saber un poco más.

Cuando mi madre volvió a acostarse, el sistema borró del monitor de la pared las imágenes de las cámaras de su habitación. Sabiendo que podía hacerse de día sin que me diera cuenta, le dije al ordenador que me avisara a las siete y le pedí información sobre los progresos en la búsqueda de la clave de Daniel. La respuesta se proyectó tanto en la pantalla gigante de la pared como en los tres monitores que tenía repartidos por el estudio: la clave debía de ser ya una cadena superior a los seis dígitos pues, por debajo de eso, ninguna combinación había dado resultado. Tecleé un par de órdenes para capturar una instantánea del proceso y comprobar qué tipo de series verificaba el sistema en ese momento. Unas cincuenta palabras de siete dígitos aparecieron sobre el fondo negro, alternando tanto mayúsculas como minúsculas, números, espacios en blanco y símbolos especiales (admiraciones, paréntesis, guiones, comillas, corchetes, barras, tildes, todo tipo de puntos, todo tipo de acentos, etc.). El asunto se complicaba por momentos porque las combinaciones de nueve o diez dígitos podrían arrastrar y consumir todos los recursos del sistema. Si la clave no aparecía pronto, iba a tener que pedir ayuda.

Giré el asiento y, sujetándome con las dos manos al borde de la mesa donde tenía los libros, tiré con fuerza y me deslicé hasta allí patinando sobre las ruedecillas del sillón para seguir mirando dibujos mientras aparecían, poco a poco, las frases resaltadas por mi hermano con rotulador fosforescente.

El segundo Inca, Cinche Roca, aparecía dos páginas después de su antecesor vestido de forma muy similar y, naturalmente, con sus grandes orejeras bien visibles. Las varias líneas destacadas en la página adyacente me aportaron una valiosa información: decía Guamán Poma de Cinche Roca que había gobernado el Cuzco y conquistado a todos los orejones y ganado toda Collasuyu con muy pocos soldados porque los collas eran «flojos y pusilánimes, gente para poco». Un hijo de este Inca, el capitán Topa Amaro, «conquistaba, mataba y sacaba los ojos» a los collas principales y, para que no hubiera dudas de cómo lo hacía, Guamán Poma lo ilustraba detalladamente con otro dibujo en el que se veía al capitán con unas largas pinzas en las manos pinchando un ojo a un pobre cautivo que permanecía arrodillado ante él y que lucía en su cabeza un curioso gorrito con forma de estilizado macetero. ¡Así que aquél era un collaaymara!, me dije examinándolo con gran curiosidad. La verdad era que me parecía conocerlo de toda la vida.

Sobre Cinche Roca Inca (el título real se ponía detrás del nombre) el cronista aún aportaba otros datos más reveladores. Describiendo minuciosamente su vestimenta, Poma de Ayala decía que el awaki de su vestido, el diseño que podía verse en el dibujo, llevaba «tres vetas de tukapu» o, lo que venía a ser lo mismo, tres filas de pequeñas formas rectangulares rellenas de signos muy parecidos a los símbolos especiales del ordenador.

Giré el asiento, me deslicé rápidamente hacia el teclado y lancé una búsqueda general en internet sobre tukapus. Para mi desgracia, sólo aparecieron dos documentos que, al final, resultaron ser el mismo en inglés y en español. Era un estudio titulado Guamán Poma y su crónica ilustrada del Perú coloniaclass="underline" un siglo de investigaciones, hacia una nueva era de lectura, de la doctora Rolena Adorno, profesora de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Yale, en Estados Unidos. El trabajo apabullaba por su erudición y profundidad. Lo leí con atención y, entre otras muchas cosas interesantes que la doctora Adorno decía sobre Guamán, encontré un párrafo en el que hacía referencia a los trabajos sobre tukapus de un tal Cummins, el cual insistía en que este cronista desvelaba muy poco sobre el significado secreto de esos diseños textiles abstractos y menos aún sobre el sentido codificado de, por ejemplo, el ábaco que aparecía en el dibujo del khipukamayuq, o secretario del Inca que llevaba la cuenta de los khipus de información dinástica y estadística. Comprender que los khipus eran los quipus, es decir, las cuerdas de nudos de las que me habló Ona en el hospital, no me costó demasiado, ya me estaba acostumbrando a ver la misma palabra escrita de mil formas diferentes, pero tardé un poco más en darme cuenta de que el khipukamayuq era el quipucamayoc del que también me había hablado mi cuñada. Esta idea me llevó, obviamente, a otra muy parecida: si khipus podía ser quipus y khipukamayuq podía ser quipucamayoc, ¿por qué los tukapus, o sea, las casillas con simbolitos de los tejidos, no podía ser tucapus o tucapos o tocapus…? Sin embargo, al lanzar la búsqueda de la primera opción sólo aparecieron algunos documentos de poca utilidad y la segunda alternativa dio todavía menos resultados, así que sólo me quedaba probar con la tercera antes de rendirme. Pero esa vez sí tuve suerte: más de sesenta páginas contenían la palabra «tocapus» y di por sentado que alguna de ellas me explicaría por qué mi hermano estaba tan interesado (más que Rolena Adorno y el tal Cummins) en esos curiosos diseños textiles andinos que parecían tener unos significados secretos que Guamán Poma no había querido revelar.

Afortunadamente, apenas deslicé la mirada por los títulos de las primeras páginas tropecé con un nombre conocido: Miccinelli, documentos Miccinelli… ¿Acaso no eran ésos los manuscritos descubiertos por la amiga de la doctora Torrent en un archivo privado de Nápoles que contenían el quipu de nudos sobre el que trabajaba mi hermano? ¡Pues claro que sí, no cabía la menor duda! Pinché el vínculo, cargué la página y allí estaba: «Actas del coloquio Guamán Poma y Blas Valera. Tradición Andina e Historia Colonial. Nuevas pistas de investigación», por la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, Italia. ¿Y qué tenía que decir la profesora Laurencich-Minelli sobre los tejidos con bandas de tocapus…? ¿Acaso no se ocupaba de los quipus? No, recordé, de los quipus se ocupaba Marta Torrent y, por delegación, mi hermano Daniel; la profesora Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos.

Los documentos Miccinelli, descubiertos a mediados de los ochenta, eran dos manuscritos jesuíticos, Exsul Immeritus Blas Valera Populo Suo e Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, escritos en los siglos XVI y XVII y encuadernados en un solo volumen en 1737 por otro jesuita, el padre Pedro de Illanes quien, poco después, lo vendió a Raimondo de Sangro, príncipe de Sansevero. Probablemente, el efímero rey de España, Amadeo I (1870-1873), de la casa de Saboya, los hizo llegar a su nieto, el duque Amadeo de Saboya Aosta, quien los regaló al Mayor Riccardo Cera, tío de la actual propietaria, Clara Miccinelli, en cuyo archivo privado, el Archivo Cera, los encontró ella misma en 1985. Parte del segundo manuscrito, Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, estaba redactado en Lima, entre 1637 y 1638, por el padre italiano Anello Oliva, quien agregó tres medios folia en los cuales estaba dibujado el quipu literario Sumac Ñusta y, pegadas, unas cuantas cuerdas con nudos que formaban parte del mismo, confeccionadas en lana. Sin duda, se trataba del quipu que Daniel estaba estudiando por encargo de la doctora Torrent.

El asunto era serio: los documentos venían a decir que Guamán Poma era el pseudónimo adoptado por un jesuita mestizo llamado Blas Valera (escritor, lingüista experto en quechua y aymara e historiador) y que los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega eran un plagio de una obra inédita del mismo Valera que éste le había confiado durante el tiempo que anduvo en terribles juicios con la Inquisición por ser el líder de un grupo que, además de pretender mantener viva la cultura inca, acusaba a los españoles de los mayores abusos, robos y crímenes imaginables contra los indios. Pero, lo que todavía era más grave: los documentos afirmaban de manera tajante que Francisco Pizarro había derrotado al último Inca, Atahualpa, no en una verdadera batalla como contaba la historia que había ocurrido en Cajamarca, sino envenenando a sus oficiales con vino moscatel mezclado con rejalgar que, por lo visto, era como se denominaba en aquella época al arsénico. La profesora Laurencich-Minelli acompañaba cada uno de estos asuntos con una amplia batería de bibliografía documental que demostraba y complementaba tales aseveraciones pero, por muy interesante que me resultase el tema, lo que yo necesitaba eran las referencias a los enigmáticos tocapus y no otro puñado más de misterios.