– ¿Tanto tiempo vamos a necesitar? -le interrumpí-. Además, te recuerdo que ya tengo la casa llena de gente.
– ¿Por qué trabajamos para este tipo, Proxi? -masculló Jabba, rencoroso.
– Porque nos paga una pasta.
– Es verdad -se lamentó él, levantando la tapadera de la cafetera italiana para ver cómo iba la cocción.
– Y porque nos cae bien -continuó ella, terminando de echar el agua caliente en la tetera de porcelana-, porque le gustan las mismas cosas que a nosotros, porque está tan loco como tú y porque nos conocemos desde hace ya… ¿Cuántos? ¿Diez años? ¿Veinte…?
– Él y yo, toda la vida -señalé, aunque no era exactamente así-. Tú llegaste hace sólo tres, cuando monté Ker-Central.
– Cierto. Está claro que se me ha hecho eterno.
A Jabba lo encontré en la red. A pesar de vivir no demasiado lejos (él era de un pequeño pueblo de Girona) estuvimos años programando y pirateando juntos sin conocernos personalmente, llevando a cabo sonadas hazañas que manteníamos en secreto, no como esos hackers de pacotilla que siempre andan alardeando de sus pequeños triunfos sin recordar que por la boca muere el pez. Los dos éramos tipos raros que no querían ni necesitaban demasiado contacto con seres de carne y hueso, quizá por timidez o, quién sabe, quizá por ser dueños de una pasión por la informática y los ordenadores que nos hacía sentirnos distintos a los demás. Yo no supe su verdadero nombre hasta que no le contraté para trabajar en Inter-Ker en 1993. Hubiera podido afirmar sin mentir que aquel adolescente grueso, grande y pelirrojo que entró en el bar donde habíamos quedado aquella tarde para vernos por primera vez era el mejor amigo que había tenido nunca y, sin duda, yo también era el suyo pero, hasta ese momento, no nos habíamos visto las caras jamás. Hablamos poco. Le conté mi proyecto para la empresa y me dijo que sí, que trabajaría para mí siempre y cuando pudiera seguir con sus estudios. Él era cinco años más joven que yo y sus padres, que eran agricultores, estaban empeñados en que fuera a la universidad aunque tuvieran que llevarlo a bofetones. Así comenzó la segunda fase de nuestra amistad. Cuando vendí Inter-Ker me siguió a Keralt.com y, después, a Ker-Central, ya como ingeniero informático, y fue entonces cuando ambos conocimos a Proxi, que entró a trabajar en el departamento de seguridad pocos meses después de montar la empresa. Lo de ellos dos fue lo que se dice una verdadera cursilada, un flechazo, amor a primera vista. Mi amigo entonteció, perdió los papeles, se volvió medio idiota por aquella informática esmirriada y desconcertante que nos daba vuelta y media en recursos. Pero ella no se quedó atrás. Aunque no hacía mucha falta que se esforzara, le acosó descaradamente hasta que el pobre no pudo más y cayó rendido a sus pies. La cuestión fue que encajaron a la perfección y que, desde entonces -hacía ya tres años-, no se habían vuelto a separar más que para trabajar en despachos diferentes de la empresa.
– En fin… -siguió diciendo ella, acercándome la taza y la tetera rebosante-, la cuestión, Root, es que vamos a regalarte una semana de nuestras escasas y siempre cortas vacaciones anuales para descubrir en qué estaba metido Daniel, porque, cuanto más sabemos, más extraño se vuelve todo.
– Acepto vuestro ofrecimiento -declaré, observando cómo Jabba cogía la cafetera por el asa para retirarla bruscamente de la placa-, pero, ¿por qué aquí, en casa? ¿por qué no en el «100»? Estaríamos más cómodos.
– ¡Cómodos, dice! -se burló él, dejando caer un hilo de humeante y aromático brebaje en dos tazas pequeñas.
– Cuando llamaste a Jabba para pedirle que investigáramos la lengua aymara, le contaste que tenías un montón de libros que hojear.
– Y ya hemos visto cómo tienes el estudio. ¡No podemos llevarnos todo eso al «100»!
– ¿Cuánto has avanzado con las crónicas?
– Poco, muy poco -reconocí, centrando la taza en el platillo.
– Tenemos que trabajar aquí porque en el «100» no hay sitio para tantos libros, papeles y carpetas. Allí no hay una sola mesa libre. Y, para no empezar a discutir por los ordenadores, hemos decidido traer unos cuantos de abajo y conectarlos al sistema.
Cuando Proxi terminó de hablar, los tres estábamos, por fin, tranquilamente sentados. Deslizándolo sobre la madera, atraje hacia mí el dichoso mapa de las rosas de los vientos y las letras árabes.
– Bueno, bueno… -murmuré, observando al diminuto Humpty Dumpty-. Contadme qué habéis averiguado.
– Ese papelucho -empezó Jabba-, es una reproducción de lo que queda de un gran mapamundi dibujado en 1513 por un famoso pirata turco llamado Piri Reis.
– ¿Cómo lo sabes? -inquirí.
– ¿Que cómo lo sé? -refunfuñó-. Pues porque Proxi y yo nos hemos tomado la molestia de visitar todas las páginas de cartografía antigua que hay en la red. En realidad, no quedan tantos mapas viejos como podrías suponer. Hay muchísimos de los últimos dos o tres siglos, pero si retrocedes más, el número se reduce tanto que puedes contarlos con los dedos de unas pocas manos.
– Una vez que supimos que se trataba del mapa de Piri Reis, empezamos a buscar todo lo que había sobre él.
– Y, por más que te esfuerces -sentenció Jabba-, nunca imaginarás lo que encontramos.
– En una de las direcciones había una lista de los objetos, personas y animales que aparecen en el mapamundi y, allí, mencionado, se encontraba tu «Cabeza de huevo», descrito como un monstruo barbudo y sin cuerpo, de naturaleza demoníaca.
– O sea, que no lo habéis descubierto usando una lupa grande.
– ¡Sí lo hemos descubierto con la lupa! -protestó, bravucón, Jabba-, aunque admito que después de saber que estaba allí. Pero encontrarlo en el mapa ha sido como buscar la pieza de un puzzle en una bolsa en la que hay otras cinco mil.
– Bueno, probablemente no tanto -rehusó Proxi-, pero nos ha costado lo suyo.
– Y, ahora, te vamos a contar un cuento. El cuento más raro que hayas oído en tu vida. Pero, ¡cuidado! -observó, levantando en el aire los índices de ambas manos-, en este cuento todo es verdad. Hasta el último detalle. Aquí no hablamos de Hobbits ni de Elfos. ¿Vale?
– Vale -asentí, en ascuas. Sin embargo, no fue Jabba quien me lo contó sino Proxi, después de dar un pequeño sorbo al café y dejar la taza sobre el platillo.
– Tras la caída del Imperio otomano… -empezó a relatar.
– ¿A que parece que lo haya estado haciendo toda su vida? -me preguntó Jabba, fingiendo una profunda admiración.
Me reí y asentí con firmeza.
– ¿Ha dicho romano u otomano? -recabé cándidamente.
– Sois un par de imbéciles -declaró ella, asqueada-. Los imbéciles más imbéciles del mundo. Tras la caída del Imperio otomano después de la primera guerra mundial, los gobernantes de la nueva República de Turquía decidieron rescatar los valiosos tesoros que habían permanecido ocultos durante siglos en el gigantesco palacio de Topkapi, la antigua residencia del sultán, en Estambul. Haciendo el inventario de los fondos, en noviembre de 1929 el director del Museo Nacional, Halil No-sé-qué, y un teólogo alemán llamado Adolf Deissmann, descubrieron un viejo mapa incompleto pintado sobre cuero de gacela.
– Como verás, se ha pasado la mañana estudiando -comentó alguien que, a continuación, se llevó un buen capirotazo en su roja cabeza.
Yo enmudecí, por si seguían repartiendo aquellas cosas entre la concurrencia.
– Como ya te ha comentado este ignorante -prosiguió ella, impasible-, se trataba de los restos del gran mapamundi del almirante de la flota turca, cartógrafo y famoso pirata, Piri Reis, dibujado por él mismo en 1513. El mapa representaba Bretaña, España, África Occidental, el océano Atlántico, parte del norte de América, el sur y la costa antártica. Es decir, exactamente lo que puedes ver en esta reproducción.
Entorné los ojos para fijar la mirada y busqué todas las zonas que ella había mencionado. Desde luego, el Atlántico, que ocupaba ampliamente el centro de la imagen con su pálido color azulino, se veía con total claridad, lleno de barquitos, rosas de los vientos, líneas, islas, etc. Bretaña, sin embargo, no aparecía por ninguna parte, pero me abstuve de comentarlo. A la derecha, se apreciaba España sin ningún problema y, debajo, la costa occidental y barriguda de África, mostrando en su interior lo que parecía un elefante rodeado de reyes magos sentados con las piernas cruzadas. Norteamérica era un litoral difuso pegado al límite izquierdo del supuesto cuero de gacela, como si estuviera inclinado hacia ese lado y se perdiera de vista por la circunferencia de la Tierra, pero Sudamérica se reconocía perfectamente, con sus ríos principales, su cordillera de los Andes (su hombrecito tocado con el gorro rojo), sus animalitos… Sólo el cono sur resultaba raro porque, donde debería estar el estrecho de Magallanes, uniendo el Atlántico con el Pacífico, la tierra, sin fragmentarse, daba un giro y regresaba hacia el este, como buscando el extremo meridional de África, de lo que deduje que debía de tratarse de la costa antártica, aunque mal representada. Pero, bueno, a pesar de todo ello, podía decirse que Proxi tenía más o menos razón.