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Los yatiris se convirtieron en los depositarios y guardianes de la sabiduría antigua y, por tanto, pronto se encontraron en la cima del poder social y religioso. El mundo había cambiado mucho; incluso la laguna Kotamama, que antes llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala, ahora se encontraba a una considerable distancia, pero ellos seguían teniendo la capacidad de sanar las enfermedades y de retener al sol en el cielo día tras día. Pronto constituyeron una casta aparte: hablaban un lenguaje propio, estudiaban el firmamento minuciosamente, podían predecir los acontecimientos y enseñaban la manera de llevar el agua desde la gran laguna hasta los lejanos cultivos para obtener grandes cosechas a pesar del frío que, desde el diluvio, azotaba la zona. El lugar más sagrado de Taipikala era la Pirámide del Viajero, un lugar apartado del resto de edificios en el que se custodiaban unas grandes planchas de oro sobre cuyas lisas superficies se escribió, para que nunca se olvidara, la memoria de la creación del mundo, la llegada de Oryana, la historia de los gigantes, del diluvio, el renacer de la humanidad tras el regreso del sol, y todo cuantos los yatiris sabían del universo y la vida. La Pirámide del Viajero contenía, además, importantes dibujos que mostraban el firmamento y la tierra antes y después del cataclismo, así como el cuerpo mismo del viajero y su equipaje para recorrer los mundos que le esperaban en el más allá hasta su regreso. Todo esto estaba pensado, por lo visto, para ayudar a una próxima Humanidad en caso de que volviera a suceder alguna catástrofe.

Aunque la lectura de todas aquellas leyendas aymaras resultaba muy entretenida, había que reconocer que sólo eran fábulas para niños que no nos aportaban ningún dato realmente interesante. Muchos fragmentos de texto, entre los recogidos devotamente por mi hermano, elogiaban la sabiduría, el valor y los extraordinarios poderes de los yatiris y sus Capacas, pero, dado que toda la información procedía de textiles y cerámicas de fecha muy posterior, resultaba obvio que aquello estaba necesariamente teñido por el mito y por la belleza que proporciona la nostalgia, de modo que no nos servía de nada. Los yatiris hacían muchas cosas, sí, ¿y qué? Mejor para ellos. Punto.

Pero cuando ya Proxi estaba empezando a farfullar palabrotas contra Taipikala y Jabba se había largado a la cocina en busca de algo para comer, apareció, por fin, el primer fragmento realmente provechoso: los yatiris, sacerdotes de Willka y descendientes directos de los gigantescos hijos de Oryana, eran poseedores de una sangre sagrada que no podían mezclar y, por lo tanto, estaban obligados a reproducirse sólo entre ellos.

– ¡Cuánto me alegro, caramba! -exclamó Proxi, presa de una súbita satisfacción-. ¡La casta de los yatiris no era sólo de hombres!

– Es evidente que había mujeres -aceptó Jabba, devorando una bolsa de galletas-. Pero hasta ahora ningún documento lo había dicho.

– ¡Ése es siempre vuestro error! -Y Proxi nos señaló a ambos con el dedo, acusatoriamente-. Dais por sentado que las palabras sin género se refieren sólo a los hombres.

– No es cierto -salté-. Lo que pasa es que Daniel pone el artículo plural masculino delante de «yatiris».

– ¿Y Daniel qué es…? -gruñó, despectiva-. ¡Otro hombre! Si no falla nunca. ¿Tú te acuerdas, Jabba, de lo que leímos sobre el uso del género cuando estábamos buscando información sobre el aymara?

Jabba asintió con la boca llena, sin dejar de masticar frenéticamente. Ella continuó:

– En esta lengua perfecta, no existe diferencia de género para las personas gramaticales. No existe ella o él, ni nosotras o nosotros, ni vosotras o vosotros.

– Es… lo mismo -farfulló Jabba, lanzando al aire partículas de galleta desmenuzada.

– Tampoco los adjetivos tienen género -siguió Proxi-. No existe, por ejemplo, diferencia alguna entre nuevo y nueva o guapo y guapa.

– Es… lo mismo.

– ¡Exactamente! Así que la palabra «yatiris» puede referirse tanto a hombres como a mujeres.

– Aunque eso fuera cierto -me atreví a comentar aun a riesgo de morir en el intento-, no es lo que nos importa en este momento. Vale, había mujeres entre los yatiris, pero a mí me llama mucho más la atención el rollo ese de la sangre sagrada que no se podía mezclar. ¿No os recuerda a los Orejones?

Jabba, que tenía la boca llena, casi se atragantó al intentar responderme. Después de carraspear varias veces, dándose golpes con la mano en el pecho, y de dejar la bolsa de galletas sobre la mesa para alejar la tentación, me dijo, ceñudo:

– Pero, ¿no te has dado cuenta de que es la misma historia que nos contaste sobre Viracocha, pero sin Viracocha? Aquello de las dos razas humanas, la de los gigantes, que él destruyó con columnas de fuego y con el diluvio, y la otra, de la que salieron los incas. Las leyendas coinciden hasta en lo del sol. ¿No nos dijiste que Viracocha lo había hecho salir del lago Titicaca para iluminar el cielo después del diluvio?

Solté una andanada de exabruptos por mi falta de reflejos. Jabba volvía a tener razón y yo llegaba tarde al argumento, pero lo disimulé mirando hacia la pantalla del portátil, como si fuera la sorpresa la que desataba mi lengua.

Mientras nosotros dos continuábamos leyendo, Proxi se puso a trabajar en otro de los ordenadores cercanos. La vi afanarse con distintos buscadores de internet mientras la historia confeccionada por mi hermano con su selección de textos escritos con tocapus seguía adelante. No le preguntamos lo que estaba haciendo porque, cuando encontrara lo que buscaba, nos lo diría.

En algún momento de la historia, seguía contando la crónica elaborada por Daniel, se produjo un espectacular seísmo en el altiplano que acabó con la vida de cientos de personas y dio al traste con los principales edificios de Taipikala, ya debilitados por los años y el antiguo cataclismo y posterior diluvio. La ruina fue completa. Ante la magnitud del desastre hubo que tomar una serie de decisiones importantes, lo que motivó una fuerte bronca entre los Capacas gobernantes. El largo poema o canción en el que se narraba el suceso -casi dos hojas de versos con sus oportunos y machacones estribillos- no explicaba las razones del altercado pero recordaba lo doloroso que fue el enfrentamiento y lo dignos y honrados que fueron los bandos entre sí. La trifulca acabó con la marcha de la ciudad de un nutrido grupo de Capacas, yatiris y campesinos que iniciaron un éxodo hacia el norte a través de la cordillera. Por fin, después de mucho tiempo, llegaron a un valle rico y soleado y los Capacas decidieron que era el lugar idóneo para fundar una segunda Taipikala, a la que dieron el nombre de Cuzco, el «ombligo del mundo», por semejanza de sentido con «la piedra central». Pero las cosas no funcionaron como se había previsto y la necesidad de guerrear continuamente con los pueblos vecinos acabó por provocar la aparición de un líder militar: el yatiri Manco Capaca, conocido también como Manco Capac. Ni más ni menos que el primer Inca.

La realidad y la leyenda volvían a cruzarse ante nuestros ojos mientras íbamos conociendo la versión aymara de la historia. Pero aún había más: los Capacas de Cuzco que conservaron su papel sacerdotal y curandero pasaron a denominarse, con el tiempo, kamilis y su origen, en apariencia, se perdió en el transcurso de la formación del gran imperio que vino después. Se fundieron (o confundieron) con unos médicos llamados kallawayas, que trataban a la nobleza inca Orejona y que se ganaron fama de tener una lengua propia, un lenguaje secreto que nadie entendía y que les servía como seña de identidad. Su pista se difuminaba irremediablemente mientras que los textos que hablaban de los yatiris de Taipikala dejaban constancia de su pervivencia a pesar de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse. La ciudad nunca volvió a ser lo que fue tras el terremoto. Sus pobladores y las gentes que habían vivido en las inmediaciones se desperdigaron poco a poco y aparecieron pequeños estados soberanos (Canchi, Cana, Lupaca, Pacaje, Caranga, Quillaca…) a modo de reinos de Taifas.

– ¡Lo tengo! -exclamó Proxi-. Escuchad lo que he encontrado en una revista boliviana: «Los indígenas la llamaban Tiwanaku. Relataban que un día, un siglo antes, el Inca Pachakutej contemplaba las antiguas ruinas y, viendo llegar un mensajero, le dijo: Tiai Huanaku (siéntate, guanaco). Y la frase acuñó el nombre. Posiblemente, nadie quería contarles a los nuevos conquistadores que el nombre de la ciudad perdida en el tiempo era Taipikala (la piedra del medio). Menos aún que se decía que allí el dios Viracocha inició la creación y que aquélla era la piedra del medio, pero del medio del universo (10).»