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– ¡Hola, Dani! -murmuré, pasándole un dedo por la mejilla. Mi sobrino sonrió más ampliamente y la baba fluyó con libertad hasta el jersey de Ona.

– ¡Se ha despertado! -exclamó su madre con pesar, deteniéndose en mitad del pasillo.

– Marc y Lola se han ofrecido a quedarse con él esta noche -le dije-. ¿Te parece bien?

Los ojos de mi cuñada se ensancharon, mostrando un agradecimiento infinito. Ona tenía el pelo castaño claro y lo llevaba muy corto, arreglado de tal manera que siempre parecía cómicamente despeinada. Una apreciable mecha teñida de color naranja le perfilaba la patilla derecha, resaltando sus pecas y el blanco intenso de la piel de su rostro. Aquella noche, sin embargo, más que una joven de aspecto fresco y llamativo, parecía una niña temerosa necesitada de su madre.

– ¡Oh, sí! ¡Claro que me parece bien! -con un movimiento enérgico incorporó a Dani y se lo puso cara a cara-. ¿Te vas a casa de Marc y Lola, cariño, sí…? -le preguntó demostrando una inmensa alegría y el bebé, sin saber que estaba siendo manipulado, sonrió encantado.

A pesar de que el hospital estaba lleno de carteles prohibiendo utilizar los teléfonos móviles, allí nadie parecía saber leer y menos que nadie el propio personal sanitario, de modo que, sin preocuparme demasiado, saqué el mío y llamé directamente al «100». Jabba y Proxi se encontraban en esos momentos a punto de salir. Mi sobrino, que sentía una especial predilección por esos pequeños artefactos que la gente se pegaba a la cara antes de empezar a hablar, alargó fulminantemente la mano intentando arrebatármelo pero, como yo fui más rápido y no pudo, se enfadó y soltó un sonoro gruñido de protesta. Recuerdo que en ese momento pensé que un hospital no era el lugar ideal para que estuviera un niño: primero, porque con sus gritos podía molestar a los enfermos y, segundo, porque el aire de esos centros estaba cargado de extrañas enfermedades; o eso me parecía.

Para quitar mi móvil de la vista de Dani mientras yo hablaba con Jabba y Proxi, Mariona se había sentado en una silla de plástico verde al lado de una máquina expendedora de botellas de agua, y jugaba con el pequeño ofreciéndole un paquete de pañuelos de papel que, por fortuna, pareció seducirle bastante. Las otras sillas que formaban la hilera de asientos estaban rotas o manchadas, ofreciendo un aspecto lamentable de ruina. Se decía por ahí que no había medicina mejor ni mejores médicos que los de la sanidad pública y, seguramente, sería cierto, pero en cuanto a instalaciones y hostelería, la privada le daba cuarenta vueltas.

– Llegarán en seguida -dije, sentándome a su lado y entregándole a mi sobrino el diminuto móvil con el teclado bloqueado. Ona, que había visto el teléfono de mi hermano volando por los aires y chocando estrepitosamente contra el suelo en varias ocasiones, intentó impedirlo, pero yo insistí; de manera radical, Dani dejó de existir a todos los efectos, entretenido con el preciado juguete.

– Si Lola y Marc van a venir a llevárselo -me explicó mi cuñada señalando al niño con un gesto de la barbilla-, podemos esperarlos aquí, por si sale el médico y quiere hablar con nosotros.

– ¿Daniel está en esa planta? -me sorprendí, y giré la cabeza hacia un largo pasillo que se abría a nuestra izquierda y sobre cuyo vano de entrada podía leerse «Neurología».

Ona asintió.

– Ya te lo he dicho antes, Arnau.

Me había pillado in fraganti y no era cuestión de disimular. Sin embargo, no pude evitar el gesto automático de atusarme la perilla y, al hacerlo, noté que tenía el pelo áspero y grumoso por la humedad de las alcantarillas.

– Discúlpame, Ona. Estoy… desconcertado por todo esto. -Con la mirada abarqué el espacio-. Ya sé que pensarás que estoy loco, pero… ¿podrías volver a contármelo todo, por favor?

– ¿Otra vez…? -se sorprendió-. Ya me parecía que no estabas escuchándome. Pues… A ver. Daniel vino de la universidad cerca de las tres y media. El niño se acababa de dormir. Estuvimos hablando un rato después de comer sobre… Bueno, no andamos muy bien de dinero y, ya sabes, yo quiero volver a estudiar, así que… En fin, Daniel se metió en su despacho como todos los días y yo me quedé leyendo en el salón. No sé cuánto tiempo pasó. Este pelmazo… -dijo refiriéndose a Dani, que estaba a punto de lanzar mi móvil contra la pared para comprobar cómo sonaba-. ¡Eh! ¡No, no, no! ¡Dame eso! ¡Devuélveselo a Arnau!

Mi sobrino, obediente, alargó la mano para entregármelo pero, en el último momento, se arrepintió, ignorando con elegancia las tonterías que le pedía su madre.

– Bueno… El caso es que me quedé dormida en el sofá -Ona titubeaba, intentando recomponer en su mente la cronología de los acontecimientos-, y sólo recuerdo que me desperté porque notaba que alguien me estaba respirando en la cara. Cuando abrí los ojos me llevé un susto de muerte: tenía a Daniel frente a mí, mirándome inexpresivo, como en una película de terror. Estaba de rodillas, a menos de un palmo de distancia. No solté un grito de milagro. Le pedí que dejara de hacer el idiota porque la broma no tenía gracia, y, como si no me hubiera escuchado, va y me dice que acaba de morirse y que quiere que le entierre. -Debajo de los ojos de Ona habían aparecido unos cercos oscuros y abultados-. Le di un empujón para ponerme de pie y salté del sofá. ¡Estaba muy asustada, Arnau! Tu hermano no se movía, no hablaba, tenía la mirada vacía como si de verdad estuviera muerto.

– ¿Y qué hiciste? -me costaba mucho imaginar a mi hermano en una situación semejante. Daniel era el tipo más normal del mundo.

– Cuando vi que no era una broma de mal gusto y que no reaccionaba de verdad, intenté localizarte pero no pude. Él se había sentado en el sofá, con los ojos cerrados. Ya no volvió a moverse. Llamé a urgencias y… Entonces, me dijeron que lo trajera aquí, a La Custodia. Les expliqué que no podría levantarlo, que pesaba treinta kilos más que yo y que se estaba dejando caer hacia adelante como si fuera un muñeco de trapo, que si no venían a ayudarme terminaría en el suelo con la cabeza abierta… -Los ojos de Ona se llenaron de lágrimas-. Mientras tanto, Dani se había despertado y lloraba en la cuna… ¡Dios mío, Arnau, qué pesadilla!

Mi hermano y yo medíamos lo mismo, casi un metro noventa, pero él pesaba sus buenos cien kilos por culpa de la vida sedentaria. Difícilmente hubiera podido mi cuñada levantarle del sofá y trasladarle a cualquier parte; ya había hecho bastante con mantenerle erguido.

– El médico tardó media hora en llegar -siguió relatándome, llorosa-. Durante todo ese tiempo, Daniel sólo abrió los ojos un par de veces y fue para repetir que estaba muerto y que quería que le amortajara y le enterrara. Como una tonta, mientras le empujaba contra el sofá para que no se derrumbara, intenté razonar con él explicándole que su corazón seguía latiendo, que su cuerpo estaba caliente y que estaba respirando con total normalidad, y él me contestó que nada de todo eso quería decir que estuviera vivo porque era indiscutible que estaba muerto.

– Se ha vuelto loco… -murmuré con amargura, examinando la punta de mis deportivas.

– Pues eso no es todo. Al médico le dio la misma explicación, con algún nuevo detalle como que no tenía tacto, ni olfato, ni gusto porque su cuerpo era un cadáver. El doctor sacó entonces una aguja del maletín y, muy suavemente para no hacerle mucho daño, le pinchó en la yema de un dedo. -Ona se detuvo un instante y, luego, me sujetó por el brazo para atraer toda mi atención-. No te lo vas a creer: terminó clavándole la aguja entera en varias partes del cuerpo y… ¡Daniel ni siquiera se inmutó!

Debí de poner cara de imbécil porque si había algo que mi hermano no soportaba desde pequeño eran las inyecciones. Se caía redondo ante la visión apocalíptica de una jeringuilla.

– Entonces el doctor decidió pedir una ambulancia y traerlo a La Custodia. Dijo que debía examinarle un neurólogo. Arreglé a Dani y nos vinimos. A él se lo llevaron para adentro y nosotros nos quedamos en la sala de espera hasta que una enfermera me dijo que subiera a esta planta porque lo habían ingresado en Neurología y que el médico hablaría conmigo cuando hubiera terminado de reconocer a Daniel. Estuve intentando localizarte por todas partes. Por cierto… -comentó pensativa, acurrucando al niño contra su pecho a pesar de las airadas protestas de éste-, deberíamos llamar a tu madre y a Clifford.