Siguiendo las indicaciones de uno de los gerentes del hotel, nos levantamos a las seis de la mañana (aún noche cerrada) para estar listos alrededor de las siete y coger un taxi particular hasta Tiwanacu. El problema de los taxis en La Paz es que son colectivos, es decir, que actúan como pequeños autobuses. Para evitarlo, hay que llamar a alguna compañía de radio-taxi y advertir desde el principio que estás dispuesto a pagar los bolivianos que te pidan con tal de que no te metan a nadie en el hueco de al lado. El hecho de ir en taxi hasta las ruinas también tenía su peculiar explicación: los, llamémosles, autobuses que hacían el recorrido de setenta kilómetros eran, en realidad, viejos y potentes camiones en los que se viajaba en compañía de personas, productos del mercado y animales, todos amontonados en el mismo y reducido espacio. Pero si creímos que por viajar en vehículo privado iríamos como en nuestros coches por Barcelona, nos equivocamos por completo: la carretera era estrecha y llena de baches y nuestro conductor se empeñó en adelantar peligrosamente a cualquiera que se nos pusiera por delante, sin importarle que estuviéramos en plenas pendientes altiplánicas ni que las ruedas rechinaran en las curvas contra el borde mismo del pavimento. Tardamos casi dos horas en llegar a Tiwanacu y, cuando descendimos del taxi, teníamos los músculos agarrotados por el pánico y los cerebros entumecidos.
Pero allí estábamos. En Tiwanacu. O, mejor aún, en Taipikala, «La piedra central», un lugar que habíamos investigado tanto que nos parecía conocerlo como nuestra propia casa. Las montañas nevadas seguían rodeándonos, con cumbres inverosímiles entre las que destacaba la del Illimani, un monte sagrado de más de seis mil metros de altitud. Me faltaba la costumbre de mirar a través de espacios tan amplios, ya que, en la ciudad, los edificios limitan agradablemente la vista y, en el trabajo, lo hacen las pantallas de los ordenadores, así que tanta cima blanca en la distancia y tanto cielo despejado me aturdieron un poco. Nuestro taxista, que ostentaba el pomposo nombre de Yonson Ricardo, nos dejó al pie de la entrada principal del recinto y prometió volver por nosotros a la hora de comer; él pasaría la mañana en el cercano pueblito de Tiahuanaco, construido en su mayoría con piedras extraídas de las ruinas.
Agradeciendo el tibio calor del sol en aquella mañana helada, iniciamos el suave ascenso hacia Taipikala. Una barrera de alambre de espino protegía todo el recinto arqueológico hasta donde la vista se perdía. Iba a ser difícil colarse en aquel lugar fuera de las horas de visita. Saqué la cartera para pagar el tíquet de entrada y, entonces, súbitamente, caí en la cuenta de un pequeño detalle:
– ¿Y si nos encontramos de narices con la catedrática? -pregunté, volviéndome hacia Jabba y Proxi, que, bajo la atenta mirada de los dos guardias de seguridad que vigilaban apostados tras la verja, intentaban reunir las monedas para los quince bolivianos por cabeza que costaba el boleto.
Me miraron desconcertados un par de segundos y, luego, Jabba se encogió de hombros y Proxi, más pragmática, descolgó de un expositor de ventas un sombrero panamá y me lo encasquetó en la cabeza. En aquella cabina de boletos, como rezaba el letrero que había sobre la ventanilla, tenían toda clase de artículos chocantes a disposición de los turistas, desde gorras y gafas para el sol hasta paraguas y bastones que se convertían en sillas plegables.
– Arreglado -dijo-. Recógete la melena y ocúltala bajo el sombrero. No creo que te reconozca si está por aquí.
– No, claro -repuse, cabreado-. Y menos aún si me corto las piernas y mido medio metro menos.
– ¡Pero, Root, que hoy es sábado y los sábados no se trabaja! Estará en La Paz, tranquilízate.
– Pero, ¿y si está por aquí y me la tropiezo? -insistí.
– Pues la saludas si te da la gana y si no, no -dijo Jabba.
– Pero se dará cuenta de que hemos venido buscando lo mismo que ella -objeté, cabezón. El hombre de la taquilla empezaba a impacientarse.
– ¡No seas pesado y compra la entrada de una vez! -me gritó Jabba-. Ella sólo te conoce a ti y, como nosotros la hemos visto en foto, podemos descubrirla antes de que te vea.
Más calmado por esta idea, pagué y crucé el umbral que daba paso a Tiwanacu. Al instante olvidé todo cuanto hubiera podido pasarme por la cabeza desde el día de mi nacimiento. Taipikala era grandiosa, inmensa, impresionante… No, en realidad era mucho más que eso: era increíblemente hermosa. El viento discurría libremente por aquellos ilimitados espacios cubiertos de ruinas. Frente a nosotros, un camino serpenteante llevaba hacia el Templete semisubterráneo, que se veía como un agujero cuadrado en el suelo de tierra, a la derecha del cual, con unas dimensiones inconcebibles, se encontraba la plataforma elevada del templo de Kalasasaya, del que podíamos distinguir, pese a la distancia, sus bloques de más de cinco metros de altura y cien toneladas de peso. Todo allí era colosal y rezumaba grandeza y energía, y la hierba silvestre que lo cubría no le quitaba ni un ápice de majestuosidad.
– Estoy sufriendo alucinaciones -murmuró la mercenaria mientras caminábamos hacia el Templete-. Me parece estar viendo a los yatiris.
– No eres la única -musité.
Sin hablar, recorrimos la hondonada del Templete, de unos dos metros de profundidad, observando las extrañas cabezas clavas que sobresalían de la pared. Jabba fue el primero en detectar algo extraño:
– A ver… -exclamó a pleno pulmón-. ¿Eso que veo ahí no es la cabeza de un chino?
– ¡Venga ya! -se burló Proxi.
Pero yo estaba mirando en la dirección que señalaba Jabba y, sí, aquella cabeza era claramente la de un oriental, con unos ojos oblicuos incuestionables. Dos o tres cabezas más arriba había otra que mostraba rasgos inequívocamente africanos: nariz ancha, labios gruesos… Después de un rato de dar vueltas mirando arriba y abajo, ya no nos cupo la menor duda de que, entre las ciento setenta y cinco cabezas que el librito informativo que habíamos comprado decía que había, se encontraban representadas todas las razas del mundo: pómulos salientes, labios gruesos y finos, frentes anchas y estrechas, ojos saltones, redondos, rasgados, hundidos…
– ¿Qué dice la guía de esto? -quise saber.
– Da varias interpretaciones -leyó Proxi, que se había apoderado del libro-. Dice que, probablemente, era costumbre de los guerreros tiwanacotas exhibir aquí las cabezas cortadas de los enemigos después de los enfrentamientos bélicos y que, con el paso del tiempo, debieron de hacerlas en piedra para que duraran. También que este lugar podía ser una especie de facultad de medicina donde se enseñaba a diagnosticar las enfermedades que, supuestamente, están representadas en estas caras. Pero, en fin, como no hay pruebas ni de una cosa ni de la otra, acaba diciendo que, lo más probable es que se trate de una simple muestra del contacto de Tiwanacu con diferentes culturas y razas del mundo.
– ¿Con los negros y los chinos? -se extrañó Jabba.
– Eso ni lo menciona.
– Hijo mío… -dije poniendo una mano paternal en el hombro a mi amigo-, sobre esta ciudad misteriosa no tienen ni puñetera idea, así que tonto el último en dar su versión de los hechos. Ni caso. Nosotros, a lo nuestro.
Era una lástima, pensé, que Bolivia no dispusiera de suficiente dinero para emprender unas excavaciones a fondo en Tiwanacu y era una vergüenza que los organismos internacionales no aportaran los fondos necesarios para ayudar al país en esta tarea. ¿Acaso nadie estaba interesado en descubrir qué se ocultaba en aquella extraña ciudad?
– ¿Y el tipo éste con barba? -insistió Jabba señalando con el dedo a una de las tres estelas de piedra que se erguían en el centro del recinto. Era la más alta y tenía tallada la imagen de un hombre de ojos enormes y redondos con un gran bigote y una hermosa perilla. Iba vestido con un largo manto y, a ambos lados, se distinguían las siluetas de un par de serpientes que se alzaban desde el suelo hasta los hombros.
– La guía dice que es un rey o un sacerdote principal.