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– Pues por ahí no se puede pasar -siguió diciendo Jabba.

– Eso ya lo veremos -afirmó Proxi, muy decidida, guardando la cámara y avanzando hacia la colosal escultura que parecía ir a comérsela en un abrir y cerrar de pico.

– ¡Espera! ¡No seas loca! -exclamó Jabba. Yo me giré, raudo, para mirarlos, y, en aquel momento de confusión, los rayos luminosos de las linternas bailaron sobre el cóndor y las paredes. En un parpadeo, me pareció ver algo junto a la cabeza del ave, así que, ignorando a mis colegas, hice un nuevo barrido por la zona con mi luz y vi, a la derecha, un extraño panel de grabados.

– Oh, oh… -dejó escapar Proxi al divisarlo.

– Espero que no se trate de una de esas maldiciones aymaras -dijo Jabba.

– Recuerda que no podría afectarnos -musité.

– No sé qué decirte.

Nos fuimos acercando con todas las precauciones del mundo, por si las moscas, y, por fin, nos detuvimos frente a cinco tocapus labrados en la roca y enmarcados por una pequeña moldura. A nuestra espalda, el gigantesco perfil derecho del pico del cóndor resultaba de lo más amenazador.

– Bueno, venga, saca el portátil -me sugirió Proxi, con la cámara de nuevo entre las manos, lista para tomar más fotografías-. Esto hay que traducirlo con el «JoviLoom».

– ¡A ver si vamos a tener un disgusto! -se alteró el gusano cobarde.

Mirando con aprensión la escultura, me senté en el suelo y apoyé la espalda contra ella mientras sacaba el ordenador de la bolsa y lo ponía en marcha. Crucé las piernas y, cuando el sistema estuvo listo, arranqué el programa traductor de mi hermano. Las dos ventanas se abrieron y, arrastrándolos con el pequeño ratón del portátil, fui trasladando de una a otra los cinco tocapus que aparecían en el muro. El primero contenía un rombo, el segundo una especie de reloj de sol con una raya horizontal en el centro, el tercero algo parecido a una tilde alargada pero más sinuosa, el cuarto un asterisco formado por tres pequeñas líneas cruzadas en el centro y, el quinto, dos rayas horizontales paralelas, muy cortas, semejantes a un signo de igual.

Confirmé que había terminado de «tejer» y el programa empezó sus particiones y alineamientos. No tardó mucho en ofrecer el extraño resultado: «Seis cortado en dos raíz de tres.»

– ¿«Seis cortado en dos raíz de tres»? -exclamé en voz alta, sorprendido.

– ¿Una división…? -Jabba no daba crédito a lo que oía. Tenía los ojos abiertos como platos-. ¡Una división! ¿Y qué demonios se supone que tenemos que hacer con una ridícula y absurda división? ¿En qué nos ayuda saber que seis dividido entre dos es igual a tres?

– No es eso exactamente lo que dice -objeté.

– ¡Pero es lo que quiere decir!

– No lo sabemos.

– ¿Me vas a contar tú a mí que…?

– ¡Aquí hay más! -gritó Proxi desde el otro lado del cóndor.

Sujeté el portátil por la cubierta y me puse en pie de un salto, corriendo en pos de Jabba, que había salido disparado. En el lado izquierdo del bicho, labrados en el muro, otros cinco tocapus casi idénticos a los anteriores aparecían también enmarcados por la misma pequeña moldura.

– ¡Menuda historia! -exclamé, acercándome al nuevo panel. Los tocapus primero, cuarto y quinto eran iguales mientras que el segundo y el tercero diferían. Cuando las miradas de mis colegas confluyeron interrogativamente sobre mí, supe que tenía que volver a sentarme en el suelo e introducir las piezas en el telar de Jovi. La traducción resultó, de nuevo, un completo galimatías: «Seis crecido en cinco raíz de tres.»

– Bueno, me da lo mismo si los yatiris decoraban sus paredes con fórmulas matemáticas -dijo Jabba-. La cuestión es que este pequeño pajarito -y propinó unas sonoras palmadas al monstruoso pico- pone fin al pasadizo. Se acabó. Punto. Volvamos a la superficie.

– Quizá se trate de resolver algún problema -razoné.

– Exactamente. Y si somos tan listos como para resolverlo, la cabeza del cóndor se abrirá como una puerta y podremos cruzar al otro lado. ¡Pues vaya manera de ayudar a una supuesta humanidad en problemas! Menuda pandilla de…

– Escuchadme los dos -nos interrumpió Proxi, zanjando la discusión-, tenemos dos planteamientos claros y sencillos: por un lado «Seis cortado en dos raíz de tres» y, por otro, «Seis crecido en cinco raíz de tres». El mismo número, es decir, el seis, se corta en dos y crece en cinco dando como resultado en ambos casos el tres. Obviamente, hay gato encerrado.

– Sí -admití-, lo hay, pero ¿cuál?

– La diferencia. Tiene que ser la diferencia -señaló ella-. Los tocapus divergentes son los que aportan información.

– Pues, venga -la animé-. Quizá haya que pulsarlos o algo así. Inténtalo, a ver qué pasa.

Muy decidida, se acercó al panel frente al que nos encontrábamos y apretó los tocapus segundo y tercero. No sucedió nada.

– En realidad -explicó-, no se hunden bajo la presión. Están fijos.

– Vamos a intentarlo en el panel de la derecha -propuse.

Nos encaminamos hacia allí y Proxi repitió la operación. Pero tampoco ocurrió nada.

– Igual que en el otro -murmuró-. No pueden pulsarse.

– ¿Y los demás? -pregunté.

Lo intentó y, luego, sin volverse, agitó la cabeza en sentido negativo.

– Volvamos al otro panel para presionar los tocapus que nos faltan -murmuré.

Pero de nuevo topamos con el fracaso más absoluto. Ninguno de los diez tocapus respondía a la presión de la mano. No eran piezas sueltas. Estaban tallados directamente en el muro.

– No lo entiendo… -se quejó la mercenaria-. Y, ahora, ¿qué?

– Quizá nos falta algo por encontrar -razoné-. Quizá estos dos paneles son sólo un ejemplo, una muestra para indicarnos cómo encontrar la solución.

– Claro, y luego se la gritamos al viento -se burló Jabba-. ¡Esto es absurdo!

– No, no lo es. Déjame pensar -repliqué-. Tiene que tener algún sentido.

– Pero, ¿qué sentido quieres que tenga? -siguió protestando él-. Se supone que los yatiris escondieron su secreto para que pudiera recuperarlo una humanidad destruida y necesitada, ¿no es cierto? ¡Pues esto parece una carrera de obstáculos! Y, además, ¿quién nos dice que se trata de una prueba? ¡No podemos saberlo!

– No te equivoques, Jabba-le expliqué-. Lo que hay ahí dentro no es comida. Los yatiris no eran la Cruz Roja. No hay medicinas ni mantas. Lo que escondieron antes de irse era un conocimiento, una enseñanza… Si, como suponemos, se trata del poder de las palabras, de un código oral de programación, tiene sentido que pusieran claves cifradas de acceso. Quizá no se trata de una prueba, es verdad. Quizá están enseñándonos algo. Creo que resolviendo este enigma aprenderemos alguna cosa que nos será útil más adelante.

– No te esfuerces, Root -se burló el gusano, poniendo los brazos en jarras y mirándome aviesamente-. ¿O es que no te das cuenta? Si estos dos paneles son la muestra, tendría que haber otro para introducir la solución. ¿Y dónde está, eh?

– ¡Aquí! -gritó Proxi desde algún lugar indeterminado.

– ¿Qué diablos…? -empecé a decir, siguiendo velozmente a Jabba, que ya corría en busca de Proxi. Por suerte, la recia espalda de mi colega, que se tambaleaba por el frenazo, detuvo también mi carrera porque, al tomar la curva del pico, hubiéramos tropezado con el cuerpo de la mercenaria, que estaba tumbada boca arriba en el suelo, con la cabeza metida bajo la cabeza del pájaro.

– Aquí hay nueve tocapus -dijo ella, y su voz sonó amortiguada por la escultura-. ¿Te los describo, Root, o vienes a verlos?

Aquella mujer era tan temeraria como el demonio.

– ¿Y por qué no los memorizas y los metes tú en el ordenador? -le respondí.

– Vale. Buena idea -dijo saliendo del escondite.

– ¿Cómo se te ha ocurrido meterte ahí debajo, loca? -la increpó Jabba.

– Pues, porque era lógico, ¿no? Faltaba un panel y tenía que estar en algún lado. La cabeza del cóndor era lo único que nos quedaba.