Выбрать главу

– ¡Mira que eres tonto! ¿Cuándo has visto tú que yo haga bromas con estas cosas?

Ahora fue Jabba quien la miró sorprendido.

– ¿Quieres decir que sabes de verdad cómo abrir la puerta?

– ¡Pues claro! -dijo muy satisfecha pero, en seguida, frunció los labios mostrando menos convicción-. Bueno, al menos creo que lo sé.

– ¿Por qué no nos lo explica, Lola? -le preguntó la catedrática, muy interesada.

Pero Proxi, en lugar de responder, fijó sus ojos en mí y los entornó misteriosamente. Yo me quedé paralizado.

– Arnau lo sabe. Habla, oráculo.

– ¿Que yo lo sé? -balbucí-. ¿Estás segura?

– Segurísima -confirmó-. ¿Qué tienes en esa bolsa tuya que pesa tanto?

Enarqué las cejas, pensando, y en seguida recordé.

– La tableta de piedra llena de agujeros.

Marta Torrent puso cara de interrogación.

– Cuando pasamos la primera cabeza de cóndor -le explicó Proxi, mientras yo abría la bolsa para sacar la pieza-, encontramos una plancha de piedra del mismo tamaño que ese panel de la puerta, llena de agujeros que también vienen a coincidir, más o menos, con el tamaño de los tocapus del panel. Me da en la nariz que, colocándola encima, averiguaremos lo que necesitamos saber.

– Bien pensado -convino la catedrática-. ¿Me la deja? -me pidió a mí, tendiendo la mano. Muy grosero hubiera tenido que ser para negársela-. Ya veo. Es cierto que tiene el mismo tamaño que el panel y también que los agujeros miden más o menos lo mismo que los tocapus.

– De modo -dije- que o bien actúa como una plantilla y deja a la vista algunos tocapus que nos dirán algo o habrá que pulsar los tocapus que queden libres.

– ¿Y cómo sabremos cuál es la orientación correcta? -preguntó Jabba.

– No lo sabremos hasta que no la pongamos encima -afirmé.

Pero no resultaba nada fácil. Yo podía poner la plantilla de piedra sobre el panel, pero, entonces, nadie podía ver los tocapus, y si era Jabba quien sujetaba la pesada tableta entonces lo poco que yo veía no servía de nada porque no lo entendía. Era demasiado arriesgado pulsar los tocapus sin antes saber si decían algo o no. Quizá pasara como en la prueba anterior y el suelo comenzara a hundirse o, quizá, el cielo se derrumbara sobre nuestras cabezas. Así que optamos por regresar al viejo y seguro método de la fotografía. Jabba dibujó un punto diminuto en la parte inferior de la piedra con un bolígrafo, para marcar la orientación, y luego la puso sobre el panel y yo disparé la cámara levantando los brazos en el aire. A continuación, le dimos la vuelta y repetimos la operación. En cuanto descargamos las dos imágenes en el portátil, Marta se puso manos a la obra.

– La primera fotografía no tiene sentido -comentó, escudriñando concienzudamente el monitor-, pero, en la segunda, el texto aparece con toda claridad: «Quita el palo de la puerta y será visible para ti lo que está cerrado con llave, el Viajero y las palabras, origen y destino.»

– Vale -murmuré con fastidio-, ¿y cómo quitamos el maldito palo de la puerta? ¡Menuda ayuda! No veo ningún palo.

– Tranquilo -me dijo Jabba-, que no hace falta el palo. Vamos a pulsar los tocapus.

– ¿Y si el suelo se hunde?

– No hay recompensa sin riesgo -observó Proxi-. ¿Usted qué dice, doctora?

– Probemos. A la menor señal de peligro, echamos a correr.

– O nos agarramos a las cabezas de puma -apuntó Jabba.

Por ser el más alto, me correspondió a mí el honor de oprimir uno tras otro los símbolos aymaras que la plantilla dejaba al aire. No bien hube acabado de pulsar el último, escuché, a la altura de mi ombligo, un chasquido como de aire comprimido liberado de golpe. Bajé velozmente la cabeza, asustado, y pude observar cómo un listón vertical de piedra, tan ancho como el mango de una escoba y tan largo que llegaba hasta el suelo, se separaba del resto de la puerta emergiendo hacia mí.

– ¡Menudo susto! -exclamé, con el corazón desbocado-. Creí que todo se venía abajo.

– Aparta, Arnau -dijo Jabba-. Déjanos ver.

– Una prueba más de la maestría de los tiwanacotas -murmuró con admiración la doctora Torrent-. Jamás había visto una perfección semejante en el ensamblaje de piedras. Esta pieza era invisible hasta hace sólo un segundo.

El largo puntal aparecía fijado en su centro por una pequeña barra, también de piedra, que sobresalía del hueco.

– ¿Y ahora, qué? -preguntó Jabba-. ¿Lo hacemos girar, tiramos de él o lo empujamos de nuevo hacia adentro?

– «Quita el palo de la puerta y será visible para ti lo que está cerrado con llave» -recitó la doctora.

– Dejadme a mí -pidió Proxi, colocándose delante y moviendo los dedos como un pianista o, mejor, como un ladrón antes de empezar a buscar la combinación de una caja fuerte.

Pero, para su congoja, apenas cogió el listón de piedra y tiró blandamente de él, éste se soltó de su trabazón y se le quedó en las manos, que se balancearon por el inesperado lastre. Todavía lo estaba mirando perpleja cuando la losa de piedra de la que había salido empezó a chirriar y a quejarse mientras una fuerza mecánica la hacía subir despacio hacia las alturas. La cámara del Viajero se estaba abriendo para nosotros.

Sin darnos cuenta, formamos una línea compacta frente a la creciente abertura, uno al lado de otro, callados, expectantes, dispuestos a enfrentarnos a lo más inaudito o extraño que hubiéramos visto en nuestras vidas. La doctora Torrent, que fue la primera en ver el recinto, exhaló una exclamación de sorpresa. Mi cara todavía se enfrentaba a la piedra y, aunque hubiera podido agacharme para mirar, estaba como paralizado, y no sólo por el aire frío que salía a borbotones de allí. Cuando, por fin, la luz de mi frontal penetró en la cámara y se perdió en la profundidad de las sombras, yo también dejé escapar un gruñido de sorpresa: un mar de oro brillante se prolongaba desde apenas unos metros por delante de nuestros pies hasta el invisible fondo de aquel almacén preincaico de polígono industrial. Planchas y más planchas de oro de, aproximadamente, un metro de alto por más de metro y medio de largo se apoyaban unas en otras formando hileras perfectas que se adentraban hacia el recóndito fondo, dejando un estrecho pasillo en el centro. Era imposible saber cuántas filas de aquellas habría de izquierda a derecha porque tampoco distinguíamos los extremos. Sólo veíamos que era enorme, que traducir todo aquello costaría años de duro trabajo y que haría falta la colaboración de mucha gente para sacar de allí una historia completa. ¿Cuántas planchas habría a la vista, sólo a la vista? ¿Cincuenta mil, cien mil…? ¿Quinientas mil? ¡Era una barbaridad! ¿Dónde estaba el principio? ¿Y el final? ¿Estarían clasificadas mediante algún sistema desconocido o por temas, por épocas, por Capacas…?

La doctora Torrent fue también la primera en avanzar hacia el interior. Dio un paso dubitativo, y luego otro y se detuvo. Su cara reflejaba las chispas doradas que los frontales arrancaban de aquel océano de oro sobre el que no parecía haber caído en quinientos años ni una mezquina mota de polvo. Estaba fascinada, emocionada. Extendió la mano derecha para tocar la primera lámina que tenía delante pero, como aún quedaba lejos, dio un paso más con inseguridad y siguió caminando como una barquita en mitad de un tifón hasta que por fin apoyó la palma sobre el metal. Casi vimos surgir de ella el rayo azulado de un arco voltaico que se irradió hasta el techo, pero sólo fue una impresión. Dobló las rodillas y se puso en cuclillas, pasando la mano por los tocapus allí grabados con la misma delicadeza con que acariciaría el cristal más frágil del mundo. Para ella era la culminación de toda una vida de búsqueda y estudio. ¿Qué podría sentir aquella extraña mujer, me pregunté, frente a la biblioteca más completa y antigua de una cultura perdida que había investigado durante tantos años? Debía de ser una sensación incomparable.

Yo fui el siguiente en entrar en la cámara, pero, al contrarío que la doctora, no me detuve admirando aquellos textos escritos en oro. Seguí caminando en línea recta por el pasillo acompañado por Marc y Lola, que miraban fascinados a un lado y a otro. El frío aire del recinto olía como a taller mecánico, a una mezcla imposible de grasa y gasolina.