Nada más terminar de hablar, bajé la mirada para contemplar aquello que habíamos dejado al descubierto. Casi me muero del susto: un ancho rostro de oro me contemplaba con ojos hueros y felinos desde una cabeza de tamaño descomunal de la que sobresalía, hacia arriba, un cráneo cónico cubierto por un chullo hecho enteramente de joyas y, hacia ambos lados, unas enormes orejeras circulares también de oro con mosaicos de turquesa. Mi mirada fue descendiendo a lo largo de aquel cuerpo interminable, contemplando un pectoral muy deteriorado de cuentas blancas, rojas y negras que dibujaban rayos solares en torno a la figura del Humpty-Dumpty de Piri Reis y sobre este pectoral descansaba un increíble collar hecho con pequeñas cabezas humanas de oro y plata. Los brazos de la momia estaban al aire y podía verse una piel muy fina y apergaminada bajo la que se adivinaba un hueso casi pulverizado. Sin embargo, sus muñecas estaban cubiertas por anchos brazaletes fabricados con diminutas conchas marinas que el tiempo había respetado, no como a aquellas manos gigantescas, que parecían garras de águila tostadas por el fuego y que descansaban apoyadas sobre un tórax de oro que nacía desde debajo del pectoral. El tamaño de cada uno de aquellos huesos, que parecían dibujados con arena, daba realmente miedo. Noté que junto a mí se colocaban Lola y Marta Torrent y percibí su sobresalto por el gesto de retroceso inconsciente de sus cuerpos. Las piernas del Viajero -pues aquél era, sin duda, el famoso Sariri que tanto protegían los yatiris- aparecían cubiertas por una tela con flecos, muy dañada, en la que aún podía verse el diseño original de tocapus, y los pies, los enormes pies, estaban encajados en unas sandalias de oro.
Nos encontrábamos frente a los restos del Viajero, un gigante de tres metros y pico que venía a confirmar lo que contaba, por un lado, el mito de Viracocha, el dios inca, el llamado «anciano del cielo», que había creado, en las inmediaciones de Tiwanacu, una primera humanidad que no le gustó, una raza de gigantes a los que destruyó con columnas de fuego y con un terrible diluvio, dejando, a continuación, el mundo a oscuras; y, por otro lado, corroborando también lo que afirmaba la crónica de los yatiris, en la que se decía que del cielo había venido una diosa llamada Oryana que, de su unión con un animal terrestre, parió una humanidad de gigantes que vivían cientos de años y que, tras construir y habitar Taipikala, desaparecieron por culpa de un terrible cataclismo que apagó el sol y provocó un diluvio, dejándolos enfermos y debilitados hasta convertirlos en la humanidad pequeña y de corta vida que éramos ahora.
Marc expresó en voz alta lo que yo mismo tenía en mente:
– Lo que me mosquea es que, al final, la Biblia va a tener razón con lo del diluvio, precisamente ahora que ya no hay nadie que se lo crea.
– ¿Cómo que no, Marc? -exclamó la doctora Torrent, sin dejar de contemplar al Viajero-. Yo sí lo creo. Es más, estoy absolutamente convencida de que ocurrió de verdad. Pero no porque la Biblia judeocristiana relate que Yahvé, descontento con la humanidad, decidiera destruirla con un diluvio que duró cuarenta días y cuarenta noches, sino porque, además, el mito de Viracocha cuenta exactamente lo mismo, y también la mitología mesopotámica, en el Poema de Gilgamesh, donde se cuenta que el dios Enlil envió un diluvio para destruir a la humanidad y que un hombre llamado Ut-Napishtim construyó un arca en la que cargó todas las semillas y las especies animales del mundo para salvarlas. También aparece mencionado en la mitología griega y en la china, donde un tal Yu construyó durante trece años unos enormes canales que salvaron a parte de la población de la destrucción por el diluvio. ¿Quiere más? -preguntó, volviéndose a mirarlo-. En los libros sagrados de la India, el Bhagavata Purana y el Mahabharata, se recoge el diluvio con todo detalle y se repite la historia del héroe y su barca salvadora. Los aborígenes de Australia tienen el mito del Gran Diluvio que destruyó el mundo para poder crear un nuevo orden social, y también los indios de Norteamérica cuentan una historia parecida, y los esquimales y casi todas las tribus de África. ¿No le parece curioso? Porque a mí sí. Mucho.
Bueno, tantas coincidencias no podían ser casualidad. Quizá era cierto que había existido un diluvio universal, quizá los libros y los mitos sagrados necesitaban una revisión científica, una lectura laica e imparcial que desvelara la historia auténtica transformada en religión. ¿Por qué negarles toda validez a priori? A lo mejor contenían verdades importantes que nos estábamos negando a aceptar sólo porque olían a superstición e incienso.
– ¿Y cuándo se supone que ocurrió? -preguntó Jabba, escéptico.
– Ése es otro dato interesante -comentó la doctora mientras se inclinaba para examinar el faldellín con flecos del Viajero-. Podría decirse que casi todas las versiones coinciden bastante: entre ocho mil y doce mil años atrás.
– El final de la Era Glacial… -murmuré, recordando de golpe el mapa del pirata turco, el lenguaje nostrático, la desaparición misteriosa de cientos de especies por todo el planeta (como el Cuvieronius y el toxodonte), etc. Pero la doctora no me escuchaba.
– «Éste es Dose Capaca, que emprendió el viaje a los seiscientos veintitrés años» -leyó en voz alta.
– ¿Eso es lo que dice el tejido que cubre las piernas? -se apresuró a preguntar Proxi, inclinándose hacia los delicados restos del gigante.
– Sí -respondió Marta Torrent-, pero quizá ese tejido y algunos de los objetos sean varios siglos posteriores al cuerpo. No podemos saberlo.
La catedrática se dirigió a continuación, distraída, hacia la plancha de oro con tocapus que estaba incrustada en el muro, a la izquierda de los sarcófagos. Se plantó delante, levantó la cabeza para iluminar los grabados y empezó a traducir:
– «Habéis aprendido cómo se escribe la lengua de los dioses y estáis leyendo estas palabras. Merecéis conocer también sus sonidos. Venid a buscarnos. Ni la muerte del sol, ni el agua torrencial, ni el paso del tiempo han acabado con nosotros. Venid y os ayudaremos a vivir. Decid: vamos a buscaros porque queremos aprender. No traigáis la guerra porque no nos encontraréis. Queremos que sólo traigáis deseo de conocimiento.»
Su fantástica voz de locutora radiofónica había impreso un tono solemne a las palabras del mensaje, de modo que Marc, Lola y yo nos habíamos quedado con caras de imbéciles.
– Será una broma, ¿verdad? -observé tras hacer un esfuerzo para reaccionar.
– No lo parece, señor Queralt.
– Pero… Es imposible que existan todavía. Esto lo escribieron antes de marcharse y no parece probable que aún permanezcan en algún sitio esperando la llegada de unos visitantes que hayan pasado por aquí y leído su mensaje.
– ¡De esos tipos ya no queda nada! -bramó Marc-. Alguien los habría visto alguna vez y lo habrían dicho en los telediarios. Además, el mensaje no tiene sentido. Empieza con una pregunta ridícula que invalida todo lo demás. Esto es la burla de unos estafadores.
– ¿Por qué es ridícula la pregunta con la que empieza el mensaje? -quiso saber la catedrática, volviéndose hacia él.
– Porque ¿de dónde sacan que la gente que haya llegado hasta aquí haya aprendido a leer estas láminas de oro? ¡Si ni siquiera sabemos cómo salir de esta pirámide! Si no estuviera usted o no tuviéramos el «JoviLoom» de su marido, ninguno de nosotros habría sobrevivido lo suficiente para descifrar esta maldita escritura con tocapus. -Jabba parecía realmente enfadado; a pesar de la fresca temperatura, su camisa mostraba grandes manchas de sudor en el cuello y la espalda-. Le recuerdo que estamos encerrados y que hace ya muchas horas que tomamos nuestra última comida. Si no encontramos una manera de volver a la superficie, la palmaremos en unos pocos días, tiempo insuficiente y condiciones físicas nefastas para aprender una lengua sin ayuda.
– No lo crea, Marc -repuso ella, con el ceño fruncido-. Observe el muro. Fíjese en estos dibujos. -Y fue señalando con el dedo unos relieves grabados en los sillares de piedra a lo largo de una banda alta que recorría toda la pared.
Como autómatas empezamos a caminar lentamente examinando las ilustraciones, que se componían de un gran tocapu seguido por una escena de arte tiwanacota en la que se representaba el sentido del mismo, a modo de cartilla escolar para enseñar a leer.