– En efecto, así es -confirmó Gertrude.
– ¡Pero eso es fantástico! -se entusiasmó-. Somos máquinas programables como los ordenadores.
– Y el código que nos maneja son esos neurotransmisores -añadí yo.
– Exacto -confirmó él, cuyo cerebro de ingeniero iba y venía a velocidades cuánticas-. Si escribiésemos con neurotransmisores podríamos programar a las personas.
– Déjenme seguir -nos pidió la doctora Bigelow, con un acusado acento yanqui-. Lo que les estoy diciendo no es una teoría: está científicamente comprobado desde hace muchos años y hoy en día aún sabemos mucho más. ¿Qué le parecería, Marc, si yo le dijera que, estimulando eléctricamente una zona del lóbulo temporal de su cerebro y, por lo tanto, activando ciertos neurotransmisores, puedo provocar que usted tenga una profunda experiencia mística y que esté convencido de que ve a Dios? Pues esto es cierto, está empíricamente comprobado, como también lo es que no se ha encontrado ninguna zona del cerebro donde radique la felicidad, aunque sí las hay para el dolor, tanto físico como anímico, y para la angustia. Si la dopamina circula por su cerebro, usted sentirá placer, pero sólo durante el tiempo que ese neurotransmisor esté activo. Cuando deje de estarlo, la sensación o el sentimiento desaparecerá. Si está muy atareado o muy concentrado en alguna tarea, una parte de su cerebro llamada amígdala, que es la responsable de generar las emociones negativas, permanecerá inhibida. Por eso dicen que mantenerse ocupado cura todos los males. En fin, la cuestión es que tanto el miedo como el amor, la timidez, el deseo sexual, el hambre, el odio, la serenidad, etcétera, nacen porque hay una sustancia química que se activa por una pequeña descarga eléctrica. Siendo más concreta, hay una clase especial de neurotransmisores, los llamados neurotransmisores peptídicos, que trabajan de una manera mucho más precisa y que pueden hacer que cualquiera de nosotros odie el color amarillo, tenga ganas de escuchar música o de leer un libro, o se sienta atraído por los pelirrojos -y terminó mirando a Lola con una sonrisa.
– O tenga miedo a volar -añadió Marc.
– En efecto.
– O sea, que el aymara contiene algún tipo de onda electromagnética -aventuró Proxi con cara de no estar muy segura de ello- que los yatiris saben utilizar.
– No, Lola -denegó Gertrude, agitando su pelo pajizo al mover la cabeza-. Si mi teoría es cierta, y es lo que quiero descubrir con este viaje, se trata de algo mucho más sencillo. Yo creo que el aymara es, con diferencia, la lengua más perfecta que existe. Efraín y Marta me lo han explicado muchas veces y, aunque apenas la entiendo, sé que tienen razón. Pero lo que yo creo es que, en realidad, se trata de un vehículo perfecto para bombardear el cerebro con sonidos. ¿Han visto la típica escena de película en la que una copa de cristal estalla cuando se produce cerca un sonido muy fuerte o muy agudo? Pues el cerebro responde de la misma manera cuando se le bombardea con ondas sonoras.
– ¿Estalla? -bromeó Jabba.
– No. Resuena. Responde a la vibración del sonido. Estoy convencida de que lo que hace el aymara es propiciar que un determinado tipo de ondas puedan ser producidas por los órganos fonadores de la boca y la garganta y que lleguen al cerebro a través del oído disparando los neurotransmisores que provocan tal o cual estado de ánimo o tal o cual sentimiento. Y si lo que activa son los especializadísimos neurotransmisores peptídicos, entonces puede conseguir casi cualquier cosa.
– Pero, ¿y el aymara que se sigue hablando hoy en día? -pregunté, intrigado-. ¿Por qué no produce los mismos efectos…?, ¿por las pequeñas influencias del quechua y el castellano de los últimos quinientos o seiscientos años?
– No, no lo creo -rehusó la doctora-. Mi teoría, como les he dicho, es que el aymara es el vehículo perfecto para producir los sonidos que alteran el cerebro, pero ¿en qué orden o secuencia hay que producirlos para que provoquen el efecto deseado? ¿Un solo sonido de la maldición que afectó a su hermano fue el que lo causó todo o se trató, más bien, de una combinación determinada de sonidos? Creo que lo que hacen los yatiris es pronunciar las palabras precisas en el orden necesario.
– En resumen: las fórmulas mágicas de toda la vida -apuntó Lola con retintín, como quien ve confirmada su teoría-. No es por trivializar, ni mucho menos, pero ¿se han planteado que la vieja expresión de los cuentos de brujas, el famoso Abracadabra, podría contener los principios de la teoría de activación de neurotransmisores?
– ¡Sería interesante hacer un estudio sobre eso! -señalé yo.
– ¡No sigas, que te conozco! -exclamó Marc, preocupado-. Y eres capaz de dejarlo todo para meterte de cabeza en el asunto.
– ¿Cuándo he hecho yo eso? -me indigné.
– Muchas veces -confirmó Lola con indiferencia-. La última, el día que descubriste un papel misterioso con unas palabras en aymara que parecían tener relación con la enfermedad de tu hermano.
La doctora Bigelow, Marta y Efraín nos escuchaban perplejos.
– Bueno, la cuestión es que sería interesante -insistí, molesto. No estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer.
– Estoy de acuerdo con usted, Arnau -dijo, sonriendo, la doctora Bigelow-. Por eso voy a seguir a Efraín y a Marta en esta loca aventura. Averiguar si mis teorías son ciertas es mi único precio -terminó.
Efraín sonrió satisfecho y nos miró henchido de orgullo.
– Entonces, ¿qué? -preguntó-. ¿Nos vamos a buscar a los yatiris?
Todos asentimos sin titubear, incluso Marc. Sabíamos que estábamos dando el sí a la mayor chifladura de la historia pero era esa cualidad de insensatez y disparate lo que la convertía en un reto irrechazable.
– ¿Cuándo nos iríamos? -preguntó Proxi, alzando en el aire su taza de espeso, amargo y arenoso café boliviano. Reconocía aquel brillo peculiar en sus ojos negros: era el mismo que asomaba siempre que tenía un desafío delante.
Sinceramente, hubiera preferido que el desafío pudiera afrontarse con un teclado y un monitor pero, como era imposible, más valía dejarse arrastrar por el subidón de adrenalina de una aventura tan extravagante como aquélla.
– Si logramos preparar el material, estudiar la zona, agenciarnos transporte y darles a ustedes un cursillo acelerado de supervivencia en la jungla -bromeó Efraín-, podemos salir el día lunes.
Con una lista en las manos más larga que un día sin pan (elaborada entre todos la tarde anterior, al regreso del restaurante), Lola y yo salimos el jueves por la mañana del hotel dispuestos a hacer la compra. Llevábamos también un catálogo de comercios donde adquirir los materiales, que iban desde tiendas de campaña, hamacas, sacos y mosquiteras, hasta platos, filtros y pastillas depuradoras para el agua, papel higiénico o repelente para insectos. Estuvimos todo el día de arriba para abajo, encargando que todo lo que comprábamos fuera llevado a nuestro hotel, desde donde partiríamos al lunes siguiente después de dejar nuestras cosas en casa de Efraín y Gertrude y de pagar la cuenta para que no salieran en nuestra busca por morosos. Pasamos un gran apuro cuando tuvimos que pedir los machetes para abrir trochas en la selva, pero el vendedor, con toda tranquilidad, nos mostró distintos modelos, a cual más afilado, grande y peligroso, y nos recomendó una marca alemana que, según él, fabricaba las mejores hojas de acero. Mientras nosotros nos dejábamos la piel y el dinero del fondo en las compras, Marta se dirigió a El Alto, el barrio más elevado de la ciudad donde se encontraba el aeropuerto en el que habíamos aterrizado a nuestra llegada a La Paz. Allí estaba también la terminal de la TAM (Transporte Aéreo Militar), la única compañía que ofrecía vuelos entre La Paz y Rurrenabaque, pueblo que servía de punto de partida para visitar el Parque Nacional Madidi. La otra alternativa para llegar hasta allí era la tristemente famosa carretera de los Yungas, más conocida como Carretera de la Muerte por los numerosos accidentes de tráfico que se producían en sus terribles cuestas y curvas pero, aparte de este obvio motivo para no utilizarla, existía también el problema del tiempo: se necesitaban unas quince o veinte horas para llegar hasta Rurrenabaque. Y eso en la estación seca del año, porque en la de lluvias ni se sabía. Hubo suerte y, aunque hasta última hora no pudimos estar seguros, Marta consiguió los seis pasajes para el lunes 17 de junio porque, al encontrarnos en plena época turística, se habilitaban vuelos suplementarios debido a la gran demanda. En total, nos costaron unos setecientos euros más un adelanto a cuenta para la reserva de los billetes de regreso. No sabíamos la fecha con certeza, pero suponíamos que sería hacia finales de mes, de modo que, si no queríamos quedarnos sin vuelo a La Paz en plena operación de salida y llegada, debíamos dejar la reserva apalabrada.