Gertrude no lo tuvo nada fácil para conseguir el material médico del botiquín. Incluso su posición como coordinadora de Relief International en Bolivia resultó más un estorbo que una ayuda. De los distribuidores que servían a su ONG consiguió los productos más básicos, como el suero, los analgésicos, las vendas, los antibióticos, las jeringuillas y las agujas desechables, pero no encontró la forma de adquirir, sin llamar la atención, el antídoto contra el veneno de serpiente, el llamado suero antiofídico polivalente, ni tampoco la jeringa-pistola necesaria para inyectarlo. En estas cuestiones y otras similares ocupó todo el jueves, el viernes y el sábado, mientras Efraín y Marc estudiaban la zona del Madidi y la forma de entrar en el parque sin ser descubiertos.
Una de las primeras cosas que encontraron sobre el parque, navegando por la red, fue una entrevista hecha a un tal Alvaro Díaz Astete, conocido de Efraín y Marta, que había sido director del Museo de Etnografía de Bolivia y era el autor del único mapa étnico de este país. En ella, Díaz Astete afirmaba que estaba seguro de que existían tribus no contactadas en la región del Madidi, en las desconocidas nacientes del río Heath y en el valle del río Colorado. Pero lo más sorprendente era que alguien como él aseguraba que uno de esos grupos no asimilados era el de los Toromonas, una tribu misteriosamente desaparecida durante la guerra del caucho del siglo XIX que, según la leyenda, fue una gran aliada de los incas a los que ayudaron a desaparecer en la selva con sus grandes tesoros tras la derrota sufrida contra los españoles. Estos datos históricos, al parecer ciertos, habían fraguado la leyenda de la ciudad perdida de El Dorado o Paitití, oculta en el Amazonas. Sin embargo, los Toromonas se daban por desaparecidos desde hacía más de un siglo y constaban como oficialmente extinguidos, por eso las declaraciones de Díaz Astete sobre la posibilidad de que continuaran subsistiendo entre los grupos no contactados del Madidi reforzaba nuestra convicción de que los yatiris podían perfectamente encontrarse en una situación parecida. En realidad, nadie sabía lo que había en esos vacíos geográficos y eran famosas las infortunadas expediciones del coronel británico Percy Harrison Fawcett en 1911 (el hombre encargado de dibujar las fronteras de Bolivia con Perú, Brasil y Paraguay) o del noruego Lars Hafskjold en 1997, de los que no había vuelto a tenerse noticias tras internarse en la zona.
El Madidi era, pues, un agujero negro geográfico calificado por la revista National Geographic (18) y por un informe de Conservation International (19) como la mayor reserva mundial de biodiversidad, en la que, por ejemplo, podían encontrarse más especies de aves que en todo el territorio de Norteamérica.
(18) Marzo de 2000, edición en castellano.
(19) A biological Assessment of the Alto Madidi Region and adjacent areas of Northwest Bolivia, 1991.
Los descubrimientos informativos que Marc y Efraín le iban arrancando a la red y que nos contaban por la noche, cuando nos reuníamos todos a cenar, dibujaban un panorama cada vez más amplio y tremendo de la loca expedición en la que nos habíamos embarcado. Todos guardábamos silencio, pero yo, como los demás, me preguntaba si no estaríamos equivocándonos, si no acabaríamos como ese coronel británico o ese explorador noruego. La necesidad de no romper el cordón umbilical con la civilización me llevó a comprar, el último día y en el último momento, un pequeño equipo compuesto por un GPS (20) para conocer nuestra ubicación en cualquier momento y un cargador de baterías para el móvil y el ordenador portátil -que pensaba llevarme a la selva fuera como fuese-. No quería morir sin mandar al mundo un último mensaje indicando dónde podían encontrar nuestros cuerpos para repatriarlos a España.
(20) Global Position System, o Sistema de Posicionamiento Global. Los receptores GPS permiten determinar la posición en cualquier lugar del planeta mediante las señales de una red de satélites denominada NAVSTAR, propiedad de EE.UU.
La noche del domingo llamé a mi abuela y estuve hablando con ella durante bastante tiempo. Si había alguien capaz de comprender la barbaridad que estábamos a punto de llevar a cabo, esa persona era mi abuela, que no se sorprendió en absoluto de lo que le conté y que, encima, me alentó con gran entusiasmo. Estoy por jurar que le hubiera encantado cambiarse por mí y jugarse el pellejo en el Infierno verde, la única expresión que Efraín, Marta y Gertrude utilizaban para referirse a la selva amazónica. Me pidió que fuera muy prudente y que no corriera riesgos innecesarios pero en ningún momento me dijo que no lo hiciera. Mi abuela era pura energía y hasta su último aliento seguiría siendo la persona más viva de todo el planeta Tierra. Acordamos que ella no le diría nada a mi madre y yo le prometí ponerme en contacto en cuanto me fuera posible. Me contó que estaban pensando llevarse a Daniel a casa, puesto que continuar con la hospitalización no servía para nada y, en ese instante, estuve a punto de confesarle lo del robo de material del despacho de Marta. No lo hice por un instinto egoísta y absurdo: si nos ocurría algo malo durante la expedición, el delito de mi hermano prescribiría en ese mismo instante, de modo que no valía la pena hacer sufrir a mi abuela por cosas que, si no tenía más remedio, ya le contaría cuando volviera a Barcelona.
El domingo, con todo el material preparado y almacenado en el hotel, Marc y Efraín seguían recopilando información sobre el Madidi que Gertrude, Marta, Lola y yo leíamos brevemente pasándonos las hojas de uno a otro conforme iban saliendo de las impresoras. El parque fue creado por el gobierno boliviano el 21 de septiembre de 1995, haciendo coincidir sus lindes con los de otros parques nacionales (el Manuripi Heath, el Área Natural de Manejo Integrado Apolobamba y la Reserva de la Biosfera Pilón Lajas). Su clima era tropical, cálido y con una humedad del ciento por ciento, lo que convertía en una pesadilla cualquier esfuerzo físico. Los reconocimientos aéreos y las fotografías por satélite revelaban que su parte sur se caracterizaba por valles profundos y altas pendientes, mientras que la región subandina presentaba serranías con altitudes que podían alcanzar los dos mil metros. De modo que, por lo poco que sabíamos de nuestra ruta, tendríamos que dejar esas sierras a nuestras espaldas para internarnos en primer lugar por zona de llanos, siguiendo la cuenca del río Beni y, luego, desviarnos hacia los valles y las pendientes del sur.
– Hay algo que no encaja -comentó Lola, levantándose del sofá y acercándose con gesto de preocupación a los mapas militares que todavía teníamos desplegados sobre la mesa-. Si, como hemos calculado, la distancia entre Taipikala y el punto final del trazado del plano de oro es de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros y, en una marcha por la montaña, sin apurarse demasiado, se pueden recorrer a pie unos quince o veinte kilómetros al día, algo falla, porque se tardaría menos de un mes en llegar al triángulo y, sin embargo, Sarmiento de Gamboa habla de dos.
– Bueno, por nuestro bien espero que te equivoques -le dijo Marc, mosqueado-. Recuerda que sólo hemos comprado víveres para quince días.
– Tampoco podríamos acarrear más -argüí.
Nuestra reserva de alimentos había sido estimada descontando los kilómetros que haríamos en avión desde La Paz hasta Rurrenabaque. Una vez allí, el recorrido que nos separaba del triángulo del mapa era de poco más de cien kilómetros, de manera que, contando con la inexperiencia de Lola, Marc y mía, los posibles accidentes y el tener que abrirnos camino a machetazos, habíamos decidido ser generosos y repartir entre los seis la provisión de comida para un par de semanas, es decir, contando también con los cien kilómetros de vuelta. Estábamos convencidos de que no nos haría falta más y de que, incluso, regresaríamos con latas en las mochilas, pero preferíamos ser precavidos a pasar hambre ya que, una vez en la selva, lo que no tuviéramos no podríamos adquirirlo en ninguna tienda y sería una experiencia muy desagradable ver a mi amigo Marc mordisqueando los troncos de los árboles o dando un bocado a la primera serpiente que se le pusiera por delante. La noche anterior al vuelo hacia Rurrenabaque no pude pegar ojo. Recuerdo que me pilló la madrugada respondiendo los últimos correos electrónicos de Núria sobre cuestiones de trabajo y que me quedé embobado contemplando cómo se colaba la luz del amanecer por los resquicios de las persianas. Hay veces en que uno no sabe cómo ha llegado hasta donde está, que no puede explicar cómo sucedieron las cosas que le llevaron hasta una situación determinada. Recordaba lejanamente haber organizado un boicot contra el canon de la Fundación TraxSG y que mi cuñada me había llamado para decirme que Daniel estaba enfermo. Hasta ese día mi vida había sido una buena vida. Quizá solitaria (bueno, lo admito, bastante solitaria), pero creía que me sentía a gusto con lo que hacía y con lo que había conseguido. No me permitía tener muchos ratos para pensar, como estaba haciendo en aquel instante, en aquella habitación de hotel a miles de kilómetros de mi casa. Tenía la sensación de haber estado existiendo dentro de una burbuja en la que no sabía ni cuándo ni cómo había entrado. Quizá nací ya dentro de ella y, en el mismo momento en que lo pensé, supe que era verdad. Si todo volvía algún día a la normalidad, me dije, seguiría dirigiendo Ker-Central hasta que me cansara de ella y, después, la vendería para saltar a otra cosa, a otro asunto o negocio que me interesara más. Siempre había sido así: en cuanto algo se convertía en rutinario y dejaba de ocuparme todas las horas del día, lo abandonaba y buscaba de nuevo el corazón de la burbuja con una nueva actividad que me obligara a superar mis límites y que me impidiera pensar, estar a solas conmigo mismo sin otra cosa que hacer que ver salir el sol a través de unas ventanas a medio cerrar como estaba haciendo entonces.