Los segundos seguían pasando y allí no se movía ni el aire.
– ¿Qué hacemos? -susurré, calculando el tono de voz necesario para que me oyeran mis compañeros pero no los indios de los tejados. Sin embargo, aquellos salvajes debían de tener un oído felino porque, a modo de protesta por mis palabras, o como amenaza, volvieron a emitir el agudo silbido que rompía los tímpanos y que provocaba el silencio más profundo en la selva que nos rodeaba.
Una lanza que no vi pasó con un susurro afilado junto a mi cadera y se clavó profundamente en una de nuestras mochilas. El ruido seco que hizo al incrustarse, rompiendo el tejido impermeable, se repitió varias veces, de modo que supuse que disparaban a nuestros equipajes desde varios ángulos y que, en realidad, lo que pretendían era mantenernos quietos y callados. Desde luego, lo consiguieron: como yo, mis compañeros debieron de sentir un frío mortal subiéndoles por las piernas hasta la cabeza, un frío que, a su paso, dejaba los músculos agarrotados y malherida cualquier intención de respirar. Entonces, apareció frente a nosotros, por la calle que señalaba la rosquilla de piedra, el que debía de ser el jefe de aquella patrulla aborigen, rodeado por cinco guardaespaldas de aspecto bravucón y malencarado. Caminaban con paso lento y digno, como si se sintieran muy superiores a nosotros, pobres extranjeros que habíamos tenido la mala suerte de pisar el suelo equivocado. Me dije que, si por casualidad habíamos topado con una de esas tribus de indios no contactados que mataban a los blancos como aviso para que nadie más entrara en su territorio, como había ocurrido varias veces en Brasil durante los últimos años -eso nos lo había contado Gertrude ya en la selva, cuando no podíamos arrepentimos y regresar-, estábamos apañados. Nuestros cuerpos sin vida aparecerían en las cercanías de algún lugar civilizado a modo de vistosos y estratégicos carteles de prohibida la entrada.
El jefe, comandante, líder, cacique o lo que fuera, se colocó frente a mí, que por haberme quedado detrás de los demás contemplando por encima de sus cabezas cómo encajaba la pieza en el triángulo, ahora estaba situado en primera línea de fuego. Era un hombre alto y delgado, mucho más alto de la estatura media que yo había observado entre los indígenas de Bolivia y su piel también era de un color diferente, entre rojizo y tostado en vez del habitual pardo cobrizo. Iba descalzo, vestía un largo taparrabos que le llegaba hasta las rodillas y un tocado de vistosas plumas de ave, y lucía un gran tatuaje en la cara -lo que yo había tomado por una máscara- de forma cuadrada y color negro, que empezaba bajo las pestañas de los párpados inferiores y terminaba en la línea horizontal dibujada por la comisura de los labios, llegando hasta las orejas. Desde luego no era pintura que pudiera quitarse con un poco de agua: aquello era un tatuaje en toda regla y sus cinco acompañantes lo exhibían también, aunque de color azul oscuro. Tenía unas facciones talladas con estilete, más parecidas a las esquinas rectas y finas de los aymaras que a las formas redondeadas de las tribus del Amazonas.
El tipo me miró fijamente durante mucho tiempo, sin hablar. Quizá había llegado a la errónea conclusión de que yo era el jefe de aquel grupo de blancos por mi elevada estatura, pero no tenía forma de desmentírselo, así que sostuve su mirada más por terror que por fanfarronería. Luego, cuando se cansó, con el mismo paso lento y digno se dirigió hacia mis compañeros y le perdí de vista. No me atreví a volverme, pero el silencio continuó, así que supuse que no debía de estar ocurriendo nada diferente a lo que había pasado conmigo. De repente, el tipo gruñó algo. Permanecí a la espera, suponiendo que ahora las lanzas nos atravesarían sin misericordia, pero no lo hicieron y, entonces, volvió a repetir las mismas palabras a voz en grito, con un tono más impaciente. En el silencio de la plaza, el eco de su vozarrón rebotaba de un lado a otro. Los monos aulladores volvieron a chillar desde las copas de unos árboles cercanos. Cuando por tercera vez reiteró su mensaje, ya de muy malas maneras, me giré despacito y vi que Marc y Gertrude se volvían también. El comandante levantaba el brazo derecho mostrando en su mano la rosquilla de piedra y, señalándola con el índice izquierdo, repitió por cuarta vez lo que parecía una pregunta grosera.
Fue Gertrude quien, quizá por su experiencia previa en el trato con tribus amazónicas contactadas o no, le respondió en nombre de todos:
– Esa pieza -dijo con una voz muy, muy suave, como si fuera una domadora de fieras que se dirige al peor de sus animales-, la sacamos de Tiwanacu… de Taipikala.
– ¡Taipikala! -exclamó triunfante el emplumado y, para nuestra sorpresa, sus hombres, los que le acompañaban y los que permanecían en los tejados, corearon la palabra con el mismo entusiasmo. Luego, como por lo visto no había sido suficiente, volvió a izar el aro de piedra y, dirigiéndose a Gertrude, le soltó otra incomprensible parrafada. Ella le miró sin pestañear y no le respondió. Aquello pareció molestarle y dio unos cuantos pasos en su dirección, hasta quedar a poco menos de un metro de distancia, y volvió a mostrarle la rosquilla y a repetir la enigmática pregunta.
– Dile algo, linda -suplicó Efraín en voz baja-. Dile cualquier cosa.
El cacique lo atravesó con los ojos mientras uno de los guardaespaldas levantaba su lanza y apuntaba al arqueólogo. Gertrude se puso nerviosa. Las manos le temblaban mientras que, con el mismo tono pausado de antes, empezaba a contar la historia completa de la rosquilla:
– La encontramos en Taipikala, después de salir de Lakaqullu, donde estuvimos encerrados dentro de la cámara del Viajero, el… sariri.
Pero el jefe no pareció impresionarse por ninguna de las palabras mágicas que la doctora Bigelow se esforzaba en pronunciar.
– Fuimos allí -siguió diciendo Gertrude-, buscando a los yatiris, a los constructores de Tai…
– ¡Yatiris! -profirió el tipo levantando de nuevo la rosquilla en el aire con un gesto de satisfacción y sus tropas le imitaron, rompiendo el silencio de la selva.
Por lo visto, aquello había sido suficiente. El jefe y sus cinco hombres pasaron por delante de nosotros de regreso a la calle por la que habían aparecido mientras las hileras de lanceros se esfumaban de los tejados. Pero si alguno de nosotros albergaba la esperanza de que era el final y que se marchaban, se equivocó por completo: los lanceros reaparecieron por todas partes, llenando la plaza, y el comandante se detuvo a medio camino y se giró para volver a mirarnos. Hizo un extraño gesto con la mano y un grupo de energúmenos salió de entre sus filas para lanzarse contra nosotros como si fueran a matarnos, pero nos dejaron atrás y, deteniéndose frente al monolito, cogieron nuestras acribilladas mochilas y el resto de trastos que teníamos por en medio llevándolos ante el jefe, quien, con otro elegante gesto de mano, ordenó que lo destrozaran todo. Delante de nuestros incrédulos ojos, aquellos vándalos rasgaron las mochilas y esparcieron el contenido por el suelo: rompieron la ropa, las tiendas, los cepillos de dientes, las maquinillas de afeitar, los mapas, los paquetes de comida…, machacaron con piedras todo lo que era metálico (cantimploras, vasos, latas, el botiquín de Gertrude con todo su contenido, los machetes, las tijeras, las brújulas…), destrozaron sin piedad, estampándolos repetidamente contra el suelo, los teléfonos móviles, las cámaras digitales, el GPS y mi ordenador portátil y, por si se les había quedado algo a medio descuartizar, mientras algunos de ellos amontonaban a patadas los restos del desastre, otro muy viejo se entretuvo un buen rato frotando un par de palitos que sacó de una pequeña bolsa de piel hasta que empezó a salir humo y consiguió quemar un puñado de hierbas estropajosas con las que prendió fuego a la pira de nuestras posesiones. No quedó absolutamente nada cuando todo aquel salvaje ceremonial hubo terminado, excepto las hamacas, que habían separado cuidadosamente de todo lo demás, dejándolas aparte. Pero sólo ellas y lo que llevábamos puesto, sobrevivieron a la barbarie. Si después de aquello decidían dejarnos con vida, su amable gesto carecería por completo de importancia porque sin comida, brújula o machetes no teníamos la menor posibilidad de regresar a la civilización. Estaba seguro de que los seis pensábamos lo mismo en aquel momento y lo confirmé al oír un llanto sordo a mi espalda que sólo podía proceder de Lola.