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La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad. Ni siquiera los menos prudentes nos conformábamos con las apariencias, porque muchas veces se había dado por hecho que estaba postrado de alferecía y se derrumbaba del trono en el curso de las audiencias torcido de convulsiones y echando espuma de hiel por la boca, que había perdido el habla de tanto hablar y tenía ventrílocuos traspuestos detrás de las cortinas para fingir que hablaba, que le estaban saliendo escamas de sábalo por todo el cuerpo como castigo por su perversión, que en la fresca de diciembre la potra le cantaba canciones de navegantes y sólo podía caminar con ayuda de una carretilla ortopédica en la que llevaba puesto el testículo herniado, que un furgón militar había metido a medianoche por las puertas de servicio un ataúd con equinas de oro y vueltas de púrpura, y que alguien había visto a Leticia Nazareno desangrándose de llanto en el jardín de la lluvia, pero cuanto más ciertos parecían los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino. Habría sido muy fácil dejarse convencer por los indicios inmediatos del anillo del sello presidencial o el tamaño sobrenatural de sus pies de caminante implacable o la rara evidencia del testículo herniado que los gallinazos no se atrevieron a picar, pero siempre hubo alguien que tuviera recuerdos de otros indicios iguales en otros muertos menos graves del pasado. Tampoco el escrutinio meticuloso de la casa aportó ningún elemento válido para establecer su identidad. En el dormitorio de Bendición Alvarado, de quien apenas recordábamos la fábula de su canonización por decreto, encontramos algunas jaulas desportilladas con huesesitos de pájaros convertidos en piedra por los años, vimos un sillón de mimbre mordisqueado por las vacas, vimos estuches de pinturas de agua y vasos de pinceles de los que usaban las pajareras de los páramos para vender en las ferias a otros pájaros descoloridos haciéndolos pasar por oropéndolas, vimos una tinaja con una mata de toronjil que había seguido creciendo en el olvido cuyas ramas se trepaban por las paredes y se asomaban por los ojos de los retratos y se salieron por la ventana y habían terminado por embrollarse con la fronda montuna de los patios posteriores, pero no hallamos ni la rastra menos significativa de que él hubiera estado nunca en ese cuarto. En el dormitorio nupcial de Leticia Nazareno, de quien teníamos una imagen más nítida no sólo porque había reinado en una época más reciente sino también por el estruendo de sus actos públicos, vimos una cama buena para desafueros de amor con el toldo de punto convertido en un nidal de gallinas, vimos en los arcones las sobras de las polillas de los cuellos de zorros azules, las armazones de alambres de los miriñaques, el polvo glacial de los pollerines, los corpiños de encajes de Bruselas, los botines de hombre que usaban dentro de la casa y las zapatillas de raso con tacón alto y trabilla que usaba para recibir, los balandranes talares con violetas de fieltro y cintas de tafetán de sus esplendores funerarios de primera dama y el hábito de novicia de un lienzo basto como el cuero de un carnero del color de la ceniza con que la trajeron secuestrada de Jamaica dentro de un cajón de cristalería de fiesta para sentarla en su poltrona de presidenta escondida, pero tampoco en aquel cuarto hallamos ningún vestigio que permitiera establecer al menos si aquel secuestro de corsarios había sido inspirado por el amor. En el dormitorio presidencial, que era el sitio de la casa donde él pasó la mayor parte de sus últimos años, sólo encontramos una cama de cuartel sin usar, una letrina portátil de las que sacaban los anticuarios de las mansiones abandonadas por los infantes de marina, un cofre de hierro con sus noventa y dos condecoraciones y un vestido de lienzo crudo sin insignias igual al que tenía el cadáver, perforado por seis proyectiles de grueso calibre que habían hecho estragos de incendio al entrar por la espalda y salir por el pecho, lo cual nos hizo pensar que era cierta la leyenda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él. Ambos uniformes eran demasiado pequeños para el cadáver, pero no por eso descartamos la posibilidad de que fueran suyos, pues también se dijo en un tiempo que él había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición, aunque en verdad el cuerpo roto por los gallinazos no era más grande que un hombre medio de nuestro tiempo y tenía unos dientes sanos, pequeños y romos que parecían dientes de leche, y tenía un pellejo color de hiel punteado de lunares de decrepitud sin una sola cicatriz y con bolsas vacías por todas partes como si hubiera sido muy gordo en otra época, le quedaban apenas las cuencas desocupadas de los ojos que habían sido taciturnos, y lo único que no parecía de acuerdo con sus proporciones, salvo el testículo herniado, eran los pies enormes, cuadrados y planos con uñas rocallosas y torcidas de gavilán. Al contrario de la ropa, las descripciones de sus historiadores le quedaban grandes, pues los textos oficiales de los parvularios lo referían como un patriarca de tamaño descomunal que nunca salía de su casa porque no cabía por las puertas, que amaba a los niños y a las golondrinas, que conocía el lenguaje de algunos animales, que tenía la virtud de anticiparse a los designios de la naturaleza, que adivinaba el pensamiento con sólo mirar a los ojos y conocía el secreto de una sal de virtud para sanar las lacras de los leprosos y hacer caminar a los paralíticos. Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos, se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuyos crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma. Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella. Esta certidumbre parecía válida inclusive para él, pues se sabía que era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia, que el único pariente que se le conoció y tal vez el único que tuvo fue su madre de mi alma Bendición Alvarado a quien los textos escolares atribuían el prodigio de haberlo concebido sin concurso de varón y de haber recibido en un sueño las claves herméticas de su destino mesiánico, y a quien él proclamó por decreto matriarca de la patria con el argumento simple de que madre no hay sino una, la mía, una rara mujer de origen incierto cuya simpleza de alma había sido el escándalo de los fanáticos de la dignidad presidencial en los orígenes de su régimen, porque no podían admitir que la madre del jefe del estado se colgaba en el cuello una almohadilla de alcanfor para preservarse de todo contagio y trataba de ensartar el caviar con el tenedor y caminaba como una tanga con las zapatillas de charol, ni podían aceptar que tuviera un colmenar en la terraza de la sala de música, o criara pavos y pájaros pintados con aguas de colores en las oficinas públicas o pusiera a secar las sábanas en el balcón de los discursos, ni podían soportar que había dicho en una fiesta diplomática que estoy cansada de rogarle a Dios que tumben a mi hijo, porque esto de vivir en la casa presidencial es como estar a toda hora con la luz prendida, señor, y lo había dicho con la misma verdad natural con que un día de la patria se abrió paso por entre las guardias de honor con una canasta de botellas vacías y alcanzó la limusina presidencial que iniciaba el desfile del jubileo en el estruendo de las ovaciones y los himnos marciales y las tormentas de flores, y metió la canasta por la ventana del coche y le gritó a su hijo que ya que vas a pasar por ahí aprovecha para devolver estas botellas en la tienda de la esquina, pobre madre. Aquella falta de sentido histórico había de tener su noche de esplendor en el banquete de gala con que celebramos el desembarco de los infantes de marina al mando del almirante Higgingson, cuando Bendición Alvarado vio a su hijo en uniforme de etiqueta con las medallas de oro y los guantes de raso que siguió usando por el resto de su vida y no pudo reprimir el impulso de su orgullo materno y exclamó en voz alta ante el cuerpo diplomático en pleno que si yo hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente de la república lo hubiera mandado a la escuela, señor, cómo seria la vergüenza que desde entonces la desterraron en la mansión de los suburbios, un palacio de once cuartos que él se había ganado en una buena noche de dados cuando los caudillos de la guerra federal se repartieron en la mesa de juego el espléndido barrio residencial de los conservadores fugitivos, sólo que Bendición Alvarado despreció los ornamentos imperiales que me hacen sentir como si fuera la esposa del Sumo Pontífice y prefirió las habitaciones de servicio junto a las seis criadas descalzas que le habían asignado, se instaló con su máquina de coser y sus jaulas de pájaros pintorreteados en un camaranchón de olvido a donde nunca llegaba el calor y era más fácil espantar a los mosquitos de las seis, se sentaba a coser frente a la luz ociosa del patio grande y el aire de medicina de los tamarindos mientras las gallinas andaban extraviadas por los salones y los soldados de la guardia acechaban a las camareras en los aposentos vacíos, se sentaba a pintar oropéndolas con aguas de colores y a lamentarse con las sirvientas de la desgracia de mi pobre hijo a quien los infantes de marina tenían traspuesto en la casa presidencial, tan lejos de su madre, señor, sin una esposa solícita que lo asistiera a medianoche si lo despertaba un dolor, y envainado con ese empleo de presidente de la república por un sueldo rastrero de trescientos pesos mensuales, pobre hijo. Ella sabía bien lo que decía, porque él la visitaba a diario mientras la ciudad chapaleaba en el légamo de la siesta, le llevaba las frutas azucaradas que tanto le gustaban y se valía de la ocasión para desahogarse con ella de su condición amarga de calanchín de infantes, le contaba que debía escamotear en las servilletas las naranjas de azúcar y los higos de almíbar porque las autoridades de ocupación tenían contabilistas que anotaban en sus libros hasta las sobras de los almuerzos, se lamentaba de que el otro día vino a la casa presidencial el comandante del acorazado con unos como astrónomos de tierra firme que tomaron medidas de todo y ni siquiera se dignaron saludarme sino que me pasaban la cinta métrica por encima de la cabeza mientras hacían sus cálculos en inglés y me gritaban con el intérprete que te apartes de ahí, y él se apartaba, que se quitara de la claridad, se quitaba, que te pongas donde no estorbes, carajo, y él no sabía dónde ponerse sin estorbar porque había medidores midiendo hasta el tamaño de la luz de los balcones, pero aquello no había sido lo peor, madre, sino que le pusieron en la calle a las dos últimas concubinas raquíticas que le queda