había vuelto a nombrar por conveniencia y a quienes oía discutir asuntos de estado entre el escándalo de los gallos que correteaban a las gallinas en el patio, y el pito continuo de las chicharras y el gramófono insomne que cantaba en el vecindario la canción de Susana ven Susana, se callaban de pronto, silencio, el general se había dormido, pero él bramaba sin abrir los ojos, sin dejar de roncar, no estoy dormido pendejos, continúen, continuaban, hasta que él salía tamaleando de entre las telarañas de la siesta y sentenció que entre tantas pendejadas el único que tiene la razón es mi compadre el ministro de la salud, qué carajo, se acabó la vaina, se acababa, conversaba con sus ayudantes personales llevándolos de un lado para otro mientras comía caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra, los despachaba en la escalera con una displicencia de hagan ustedes lo que quieran que al fin y al cabo yo soy el que manda, qué carajo, se le pasó la ventolera de preguntar si lo querían o si no lo querían, qué carajo, cortaba cintas inaugurales, se mostraba en público de cuerpo entero asumiendo los riesgos del poder como no lo había hecho en épocas más plácidas, qué carajo, jugaba partidas interminables de dominó con mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar y mi compadre el ministro de la salud que eran los únicos que tenían bastante confianza con él para pedirle la libertad de un preso o el perdón de un condenado a muerte, y los únicos que se atrevieron a pedirle que recibiera en audiencia especial a la reina de la belleza de los pobres, una criatura increíble de ese charco de miserias que llamábamos el barrio de las peleas de perro porque todos los perros del barrio estaban peleando en la calle desde hacía muchos años sin un instante de tregua, un reducto mortífero donde no entraban las patrullas de la guardia nacional porque las dejaban en cueros y desarmaban los coches en sus piezas originales con un solo pase de manos, donde los pobres burros perdidos entraban caminando por un extremo de la calle y salían por el otro en un saco de huesos, se comían asados a los hijos de los ricos mi general, los vendían en el mercado convertidos en longanizas, imagínese, pues allí había nacido y allí vivía Manuela Sánchez de mi mala suerte, una caléndula de muladar cuya belleza inverosímil era el asombro de la patria mi general, y él se sintió tan intrigado con la revelación que si todo eso es verdad como ustedes dicen no sólo la recibo en audiencia especial sino que bailo con ella el primer vals, qué carajo, que lo escriban en los periódicos, ordenó, esas vainas les encantan a los pobres. Sin embargo, la noche después de la audiencia, mientras jugaban al dominó, le comentó con una amargura cierta al general Rodrigo de Aguilar que la reina de los pobres no valía ni el trabajo de bailar con ella, que era tan ordinaria como tantas Manuelas Sánchez de barriada con su traje de ninfa de volantes de muselina y la corona dorada con joyas de artificio y una rosa en la mano bajo la vigilancia de una madre que la cuidaba como si fuera de oro, así que él le había concedido todo cuanto quería que no era más que la luz eléctrica y el agua corriente para su barrio de las peleas de perro, pero advirtió que era la última vez que recibo una misión de súplicas, qué carajo, no vuelvo a hablar con pobres, dijo, sin terminar la partida, dio un portazo, se fue, oyó los golpes de metal de las ocho, les puso el pienso a las vacas en los establos, hizo subir las bostas de boñiga, revisó la casa completa mientras comía caminando con el plato en la mano, comía carne guisada con frijoles, arroz blanco y tajadas de plátano verde, contó los centinelas desde el portón de entrada hasta los dormitorios, estaban completos y en su puesto, catorce, vio el resto de su guardia personal jugando dominó en el retén del primer patio, vio los leprosos acostados entre los rosales, los paralíticos en las escaleras, eran las nueve, puso en una ventana el plato de comida sin terminar y se encontró manoteando en la atmósfera de fango de las barracas de las concubinas que dormían hasta tres con sus sietemesinos en una misma cama, se acaballó sobre un montón oloroso a guiso de ayer y apartó para acá dos cabezas y para allá seis piernas y tres brazos sin preguntarse si alguna vez sabría quién era quién ni cuál fue la que al fin lo amamantó sin despertar, sin soñar con él, ni de quién había sido la voz que murmuró dormida desde otra cama que no se apure tanto general que se asustan los niños, regresó al interior de la casa, revisó las fallebas de las veintitrés ventanas, encendió las plastas de boñiga cada cinco metros desde el vestíbulo hasta las habitaciones privadas, sintió el olor del humo, se acordó de una infancia improbable que podía ser la suya que sólo recordaba en aquel instante cuando empezaba el humo y la olvidaba para siempre, regresó apagando las luces al revés desde los dormitorios hasta el vestíbulo y tapando las jaulas de los pájaros dormidos que contaba antes de taparlos con pedazos de lienzo, cuarenta y ocho, otra vez recorrió la casa completa con una lámpara en la mano, se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales caminando con la lámpara encendida en los espejos, eran las diez, todo en orden, volvió a los dormitorios de la guardia presidencial, les apagó la luz, buenas noches señores, registró las oficinas públicas de la planta baja, las antesalas, los retretes, detrás de las cortinas, debajo de las mesas, no había nadie, sacó el mazo de llaves que era capaz de distinguir al tacto una por una, cerró las oficinas, subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y cerrando las puertas con llave, sacó el frasco de miel de abejas de su escondite detrás de un cuadro y tomó las dos cucharadas de antes de acostarse, pensó en su madre dormida en la mansión de los suburbios. Bendición Alvarado en su sopor de adioses entre el toronjil y el orégano con una mano de pajarera exangüe pintora de oropéndolas como una madre muerta de costado, que pase buena noche, madre, dijo, muy buenas noches hijo le contestó dormida Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, colgó frente a su dormitorio la lámpara de gancho que él dejaba colgada en la puerta mientras dormía con la orden terminante de que no la apaguen nunca por que ésa era la luz para salir corriendo, dieron las once, inspeccionó la casa una última vez, a oscuras, por si alguien se hubiera infiltrado creyéndolo dormido, iba dejando el rastro de polvo del reguero de estrellas de la espuela de oro en las albas fugaces de ráfagas verdes de las aspas de luz de las vueltas del faro, vio entre dos instantes de lumbre un leproso sin rumbo que caminaba dormido, le cerró el paso, lo llevó por la sombra sin tocarlo alumbrándole el camino con las luces de su vigilia, lo puso en los rosales, volvió a contar los centinelas en la oscuridad, regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas un mar igual en cada ventana, el Caribe en abril, lo contempló veintitrés veces sin detenerse y era siempre como siempre en abril como una ciénaga dorada, oyó las doce, con el último golpe de los martillos de la catedral sintió la torcedura de los silbidos tenues del horror de la hernia, no había más ruido en el mundo, él solo era la patria, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio, orinó sentado en la letrina portátil, orinó dos gotas, cuatro gotas, siete gotas arduas, se tumbó bocabajo en el suelo, se durmió en el acto, no soñó, eran las tres menos cuarto cuando se despertó empapado en sudor, estremecido por la certidumbre de que alguien lo había mirado mientras dormía, alguien que había tenido la virtud de meterse sin quitar las aldabas, quién vive, preguntó, no era nadie, cerró los ojos, volvió a sentir que lo miraban, abrió los ojos para ver, asustado, y entonces vio, carajo, era Manuela Sánchez que andaba por el cuarto sin quitar los cerrojos porque entraba y salía según su voluntad atravesando las paredes, Manuela Sánchez de mi mala hora con el vestido de muselina y la brasa de la rosa en la mano y el olor natural de regaliz de su respiración, dime que no es de verdad este delirio, decía, dime que no eres tú, dime que este vahído de muerte no es el marasmo de regaliz de tu respiración, pero era ella, era su rosa, era su aliento cálido que perfumaba el clima del dormitorio como un bajo obstinado con más dominio y más antigüedad que el resuello del mar, Manuela Sánchez de mi desastre que no estabas escrita en la palma de mi mano, ni en el asiento de mi café, ni siquiera en las aguas de mi muerte de los lebrillos, no te gastes mi aire de respirar, mi sueño de dormir, el ámbito de la oscuridad de este cuarto donde nunca había entrado ni había de entrar una mujer, apágame esa rosa, gemía, mientras gateaba en busca de la llave de la luz y encontraba a Manuela Sánchez de mi locura en lugar de la luz, carajo, por qué te tengo que encontrar si no te me has perdido, si quieres llévate mi casa, la patria entera con su dragón, pero déjame encender la luz, alacrán de mis noches, Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta, gritó, creyendo que la luz lo liberaba del hechizo, gritando que la saquen, que la dejen sin mí, que la echen en los cantiles con un ancla en el cuello para que nadie vuelva a padecer el fulgor de su rosa, se iba desgañitando de pavor por los corredores, chapaleando en las tortas de boñiga de la oscuridad, preguntándose aturdido qué pasaba en el mundo que van a ser las ocho y todos duermen en esta casa de malandrines, levántense, cabrones, gritaba, se encendieron las luces, tocaron diana a las tres, la repitieron en la fortaleza del puerto, en la guarnición de San Jerónimo, en los cuarteles del país, y había un estrépito de armas asustadas, de rosas que se abrieron cuando aún faltaban dos horas para el sereno, de concubinas sonámbulas que sacudían alfombras bajo las estrellas y destapaban las jaulas de los pájaros dormidos y cambiaban por flores de anoche las flores trasnochadas de los floreros, y había un tropel de albañiles que construían paredes de emergencia y desorientaban a los girasoles pegando soles de papel dorado en los vidrios de las ventanas para que no se viera que todavía era noche en el cielo y era domingo veinticinco en la casa y era abril en el mar, y había un escándalo de chinos lavanderos que echaban de las camas a los últimos dormidos para llevarse las sábanas, ciegos premonitorios que anunciaban amor donde no estaba, funcionarios viciosos que encontraban gallinas poniendo los huevos del lunes cuando estaban todavía los de ayer en las gavetas de los archivos, y había un bullicio de muchedumbres aturdidas y peleas de perros en los consejos de gobierno convocados de urgencia mientras él se abría paso deslumbrado por el día repentino entre los aduladores impávidos que lo proclamaban descompositor de la madrugada, comandante del tiempo y depositario de la luz, hasta que un oficial del mando supremo se atrevió a detenerlo en el vestíbulo y se cuadró frente a él con la novedad mi general de que apenas son las dos y cinco, otra voz, las tres y cinco de la madrugada mi general, y él le cruzó la cara con el revés feroz de la mano y aulló con todo el pecho asustado para que lo escucharan en el mundo entero, son las ocho, carajo, las ocho, dije, orden de Dios. Bendición Alvarado le preguntó al verlo entrar en la mansión de los suburbios de dónde vienes con ese semblante que pareces picado de tarántula, qué haces con esa mano en el corazón, le dijo, pero él se derrumbó en la poltrona de mimbre sin contestarle, cambió la mano de lugar, había vuelto a olvidarla cuando su madre lo apuntó con el pincel de pintar oropéndolas y preguntó asombrada si de veras se creía el Corazón de Jesús con esos ojos lánguidos y esa mano en el pecho, y él la escondió ofuscado, mierda madre, dio un portazo, se fue, se quedó dando vueltas en la casa con las manos en los bolsillos para que no se le pusieran por su cuenta donde no debían, contemplaba la lluvia por la ventana, vio resbalar el agua por las estrellas de papel de galletitas y las lunas de metal plateado que habían puesto en los cristales para que parecieran las ocho de la noche a las tres de la tarde, vio los soldados de la guardia ateridos en el patio, vio el mar triste, la lluvia de Manuela Sánchez en tu ciudad sin ella, el terrible salón vacío, las sillas puestas al revés sobre las mesas, la soledad irreparable de las primeras sombras de otro sábado efímero de otra noche sin ella, carajo, si al menos me quitaran lo bailado que es lo que más me duele, suspiró, sintió vergüenza de su estado, repasó los sitios del cuerpo donde poner la mano errante que no fuera en el corazón, se la puso por fin en la potra apaciguada por la lluvia, era igual, tenía la misma forma, el mismo peso, dolía lo mismo, pero era todavía más atroz como tener el propio corazón en carne viva en la palma de la mano, y sólo entonces entendió lo que tantas gentes de otros tiempos le habían dicho que el corazón es el tercer cojón mi general, carajo, se apartó de la ventana, dio vueltas en la sala de audiencias con la ansiedad sin recursos de un presidente eterno con una espina de pescado atravesada en el alma, se encontró en la sala del consejo de ministros oyendo como siempre sin entender, sin oír, padeciendo un informe soporífero sobre la situación fiscal, de pronto algo ocurrió en el aire, se calló el ministro de hacienda, los otros lo miraban a él por las rendijas de una coraza agrietada por el dolor, se vio a sí mismo inerme y solo en el extremo de la mesa de nogal con el semblante trémulo por haber sido descubierto a plena luz en su estado de lástima de presidente vitalicio con la mano en el pecho, se le quemó la vida en las brasas glaciales de los minuciosos ojos de orfebre de mi compadre el ministro de la salud que parecían examinarlo por dentro mientras le daba vueltas a la leontina del relojito de oro del chaleco, cuidado, dijo alguien, debe ser una punzada, pero ya él había puesto su mano de sirena endurecida de rabia en la mesa de nogal, recobró el color, escupió con las palabras una ráfaga mortífera de autoridad, ya quisieran ustedes que fuera una punzada, cabrones, continúen, continuaron, pero hablaban sin oírse pensando que algo grave debía pasarle a él si tenia tanta rabia, lo cuchichearon, corrió el rumor, lo señalaban, mírenlo cómo está de acontecido que tiene que agarrarse el corazón, se le rompieron las costuras, murmuraban, se propaló la versión de que había hecho llamar de urgencia al ministro de la salud y que éste lo encontró con el brazo derecho puesto como una pata de cordero sobre la mesa de nogal y le ordenó que me lo corte, compadre, humillado por su triste condición de presidente bañado en lágrimas, pero el ministro le contestó que no, general, esa orden no la cumplo aunque me fusile, le dijo, es un asunto de justicia, general, yo valgo menos que su brazo. Estas y muchas otras versiones de su estado se iban haciendo cada vez más intensas mientras él media en los establos la leche para los cuarteles viendo cómo se alzaba en el cielo el martes de ceniza de Manuela Sánchez, hacia sacar a los leprosos de los rosales para que no apestaran las rosas de tu rosa, buscaba los lugares solitarios de la casa para cantar sin ser oído tu primer vals de reina, para que no me olvides, cantaba, para que sientas que te mueres si me olvidas, cantaba, se sumergía en el cieno de los cuartos de las concubinas tratando de encontrar alivio para su tormento, y por primera vez en su larga vida de amante fugaz se le desenfrenaban los instintos, se demoraba en pormenores, les desentrañaba los suspiros a las mujeres más mezquinas, una vez y otra vez, y las hacía reír de asombro en las tinieblas no le da pena general, a sus años, pero él sabía de sobra que aquella voluntad de resistir eran engaños que se hacía a sí mismo para perder el tiempo, que cada tranco de su soledad, cada tropiezo de su respiración lo acercaban sin remedio a la canícula de las dos de la tarde ineludible en que se fue a suplicar por el amor de Dios el amor de Manuela Sánchez en el palacio del muladar de tu reino feroz de tu barrio dejas peleas de perro, se fue vestido de civil, sin escolta, en un automóvil de servicio público que se escabulló petardeando por el vapor de gasolina rancia de la ciudad postrada en el letargo de la siesta, eludió el fragor asiá