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materia hirviente se le escurrió por las narices, es la muerte, pensó, con la guerrera empapada de sangre, antes de tomar conciencia de que no mi general, era el ciclón, el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe, una catástrofe tan sigilosa que sólo él la había detectado con su instinto premonitorio mucho antes de que empezara el pánico de los perros y las gallinas, y tan intempestiva que apenas si hubo tiempo de encontrarle un nombre de mujer en el desorden de oficiales aterrorizados que me vinieron con la novedad de que ahora sí fue cierto mi general, a este país se lo llevó el carajo, pero él ordenó que afirmaran puertas y ventanas con cuadernas de altura, amarraron a los centinelas en los corredores, encerraron las gallinas y las vacas en las oficinas del primer piso, clavaron cada cosa en su lugar desde la Plaza de Armas hasta el último lindero de su aterrorizado reino de pesadumbre, la patria entera quedó anclada en su sitio con la orden inapelable de que al primer síntoma de pánico disparen dos veces al aire y a la tercera tiren a matar, y sin embargo nada resistió al paso de la tremenda cuchilla de vientos giratorios que cortó de un tajo limpio los portones de acero blindado de la entrada principal y se llevó mis vacas por los aires, pero él no se dio cuenta en el hechizo del impacto de dónde vino aquel estruendo de lluvias horizontales que dispersaban en su ámbito una granizada volcánica de escombros de balcones y bestias de las selvas del fondo del mar, ni tuvo bastante lucidez para pensar en las proporciones tremendas del cataclismo sino que andaba en medio del diluvio preguntándose con el sabor de almizcle del rencor dónde estarás Manuela Sánchez de mi mala saliva, carajo, dónde te habrás metido que no te alcance este desastre de mi venganza. En la rebalsa de placidez que sucedió al huracán se encontró solo con sus ayudantes más próximos navegando en una barcaza de remos en la sopa de destrozos de la sala de audiencias, salieron por la puerta de la cochera remando sin tropiezos por entre los cabos de las palmeras y los faroles arrasados de la Plaza de Armas, entraron en la laguna muerta de la catedral y él volvió a padecer por un instante el destello clarividente de que no había sido nunca ni sería nunca el dueño de todo su poder, siguió mortificado por el relente de aquella certidumbre amarga mientras la barcaza tropezaba con espacios de densidad distinta según los cambios de color de la luz de los vitrales en la fronda de oro macizo y los racimos de esmeraldas del altar mayor y las losas funerarias de virreyes enterrados vivos y arzobispos muertos de desencanto y el promontorio de granito del mausoleo vacío del almirante de la mar océana con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros, salimos por el canal del presbiterio hacia un patio interior convertido en un acuario luminoso en cuyo fondo de azulejos erraban los cardúmenes de mojarras entre las varas de nardos y los girasoles, surcamos los cauces tenebrosos de la clausura del convento de las vizcaínas, vimos las celdas abandonadas, vimos el clavicordio a la deriva en la alberca íntima de la sala de canto, vimos en el fondo de las aguas dormidas del refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida, y vio al salir por los balcones el extenso espacio lacustre bajo el cielo radiante donde había estado la ciudad y sólo entonces creyó que era cierta la novedad mi general de que este desastre había ocurrido en el mundo entero sólo para librarme del tormento de Manuela Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido, contemplando la ciénaga turbia donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas y no sobresalían sino las torres de la catedral, el foco del faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto del barrio de los virreyes, las islas dispersas de las colinas del antiguo puerto negrero donde estaban acampados los náufragos del huracán, los últimos sobrevivientes incrédulos que contemplamos el paso silencioso de la barcaza pintada con los colores de la bandera por entre los sargazos de los cuerpos inertes de las gallinas, vimos los ojos tristes, los labios mustios, la mano pensativa que hacía señales de cruces de bendición para que cesaran las lluvias y brillara el sol, y devolvió la vida a las gallinas ahogadas, y ordenó que bajaran las aguas y las aguas bajaron. En medio de las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria con que se celebró la primera piedra de la reconstrucción, y en medio de los gritos de la muchedumbre que se concentró en la Plaza de Armas para glorificar al benemérito que puso en fuga al dragón del huracán, alguien lo agarró por el brazo para sacarlo al balcón pues ahora más que nunca el pueblo necesita su palabra de aliento, y antes de que pudiera evadirse sintió el clamor unánime que se le metió en las entrañas como un viento de mala mar, que viva el macho, pues desde el primer día de su régimen conoció el desamparo de ser visto por toda una ciudad al mismo tiempo, se le petrificaron las palabras, comprendió en un destello de lucidez mortal que no tenía valor ni lo tendría jamás para asomarse de cuerpo entero al abismo de las muchedumbres, de modo que en la Plaza de Armas sólo percibimos la imagen efímera de siempre, el celaje de un anciano inasible vestido de lienzo que impartió una bendición silenciosa desde el balcón presidencial y desapareció al instante, pero aquella visión fugaz nos bastaba para sustentar la confianza de que él estaba ahí, velando nuestra vigilia y nuestro sueño bajo los tamarindos históricos de la mansión de los suburbios, estaba absorto en el mecedor de mimbre, con el vaso de limonada intacto en la mano oyendo el ruido de los granos de maíz que su madre Bendición Alvarado venteaba en la totuma, viéndola a través de la reverberación del calor de las tres cuando agarró una gallina cenicienta y se la metió debajo del trazo y le torcía el pescuezo con una cierta ternura mientras me decía con una voz de madre mirándome a los ojos que te estás volviendo tísico de tanto pensar sin alimentarte bien, quédate a comer esta noche, le suplicó, tratando de seducirlo con la tentación de la gallina estrangulada que sostenía con ambas manos para que no se le escapara en los estertores de la agonía, y él dijo que está bien, madre, me quedo, se quedaba hasta el anochecer con los ojos cerrados en el mecedor de mimbre, sin dormir, arrullado por el suave olor de la gallina hirviendo en la olla, pendiente del curso de nuestras vidas, pues lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable a la peste y al ciclón, invulnerable a la burla de Manuela Sánchez, invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros, sabiendo que nosotros sabíamos que él no había de tomar por nosotros ninguna de terminación que no tuviera nuestra medida, pues él no había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia sino porque era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino, y hasta ahí había llegado, madre, se había sentado a descansar al término de un arduo viaje en la última piedra histórica de la remota frontera oriental donde estaban esculpidos el nombre y las fechas del último soldado muerto en defensa de la integridad de la patria, había visto la ciudad lúgubre y glacial de la nación contigua, vio la llovizna eterna, la bruma matinal con olor de hollín, los hombres vestidos de etiqueta en los tranvías eléctricos, los entierros de alcurnia en las carrozas góticas de percherones blancos con morriones de plumas, los niños durmiendo envueltos en periódicos en el atrio de la catedral, carajo, qué gente tan rara, exclamó, parecen poetas, pero no lo eran, mi general, son los godos en el poder, le dijeron, y había vuelto de aquel viaje exaltado por la revelación de que no hay nada igual a este viento de guayabas podridas y este fragor de mercado y este hondo sentimiento de pesadumbre al atardecer de esta patria de miseria cuyos linderos no había de trasponer jamás, y no porque tuviera miedo de moverse de la silla en que estaba sentado, según decían sus enemigos, sino porque un hombre es como un árbol del monte, madre, como los animales del monte que no salen de la guarida sino para comer, decía, evocando con la lucidez mortal del duermevela de la siesta el soporífero jueves de agosto de hacía tantos años en que se atrevió a confesar que conocía los límites de su ambición, se lo había revelado a un guerrero de otras tierras y otra época a quien recibió a solas en la penumbra ardiente de la oficina, era un joven tímido, aturdido por la soberbia y señalado desde siempre por el estigma de la soledad, que había permanecido inmóvil en la puerta sin decidirse a franquearla hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra perfumada por un brasero de glicinas en el calor y pudo distinguirlo a él sentado en la poltrona giratoria con el puño inmóvil en la mesa desnuda, tan cotidiano y descolorido que no tenía nada que ver con su imagen pública, sin escolta y sin armas, con la camisa empapada por un sudor de hombre mortal y con hojas de salvia pegadas en las sienes para el dolor de cabeza, y sólo cuando me convencí de la verdad increíble de que aquel anciano herrumbroso era el mismo ídolo de nuestra niñez, la encarnación más pura de nuestros sueños de gloria, sólo entonces entró en el despacho y se presentó con su nombre hablando con la voz clara y firme de quien espera ser reconocido por sus actos, y él me estrechó la mano con una mano dulce y mezquina, una mano de obispo, y le prestó una atención asombrada a los sueños fabulosos del forastero que quería armas y solidaridad para una causa que es también la suya, excelencia, quería asistencia logística y sustento político para una guerra sin cuartel que barriera de una vez por todas con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia, y él se sintió tan conmovido con su vehemencia que le había preguntado por qué andas en esta vaina, carajo, por qué te quieres morir, y el forastero le había respondido sin un vestigio de pudor que no hay gloria más alta que morir por la patria, excelencia, y él le replicó sonriendo de lástima que no seas pendejo, muchacho, la patria es estar vivo, le dijo, es esto, le dijo, y abrió el puño que tenía apoyado en la mesa y le mostró en la palma de la mano esta bolita de vidrio que es algo que se tiene o no se tiene, pero que sólo el que la tiene la tiene, muchacho, esto es la patria, dijo, mientras lo despedía con palmaditas en la espalda sin darle nada, ni siquiera el consuelo de una promesa, y al edecán que le cerró la puerta le ordenó que no volvieran a molestar a ese hombre que acaba de salir, ni siquiera pierdan el tiempo vigilándolo, dijo, tiene fiebre en los cañones, no sirve. Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos, para que nadie se quedara sin comprobar que él era otra vez el dueño de todo su poder con el apoyo feroz de unas fuerzas armadas que habían vuelto a ser las de antes desde que él repartió entre los miembros del mando supremo los cargamentos de vituallas y medicinas y los materiales de asistencia pública de la ayuda exterior, desde que las familias de sus ministros hacían domingos de playa en los hospitales desarmables y las tiendas de campaña de la Cruz Roja, le vendían al ministerio de la salud los cargamentos de plasma sanguíneo, las toneladas de leche en polvo que el ministerio de salud le volvía a vender por segunda vez a los hospitales de pobres, los oficiales del estado mayor cambiaron sus ambiciones por los contratos de las obras públicas y los programas de rehabilitación emprendidos con el empréstito de emergencia que concedió el embajador Warren a cambio del derecho de pesca sin límites de las naves de su país en nuestras aguas territoriales, qué carajo, sólo el que la tiene la tiene, se decía, acordándose de la canica de colores que le mostró a aquel pobre soñador de quien nunca se volvió a saber, tan exaltado con la empresa de la reconstrucción que se ocupaba de viva voz y de cuerpo presente hasta de los detalles más Ínfimos como en los tiempos originales del poder, chapaleaba en los pantanos de las calles con un sombrero y unas botas de cazador de patos para que no se hiciera una ciudad distinta de la que él había concebido para su gloria en sus sueños de ahogado solita rio, ordenaba a los ingenieros que me quiten esas casas de aquí y me las pongan allá donde no estorben, las quitaban, que levanten esa torre dos metros más para que puedan verse los barcos de altamar, la levantaban, que me volteen al revés el curso de este río, lo volteaban, sin un tropiezo, sin un vestigio de desaliento, y andaba tan aturdido con aquella restauración febril, tan absorto en su empeño y tan desentendido de otros asuntos menores del estado que se dio de bruces contra la realidad cuando un edecán distraído le comentó por error el problema de los niños y él preguntó desde las nebulosas que cuáles niños, los niños mi general, pero cuáles carajo, porque hasta entonces le habían ocultado que el ejército mantenía bajo custodia secreta a los niños que sacaban los números de la lotería por temor de que contaran por qué ganaba siempre el billete presidencial, a los padres que reclamaban les contestaron que no era cierto mientras concebían una respuesta mejor, les decían que eran infundios de apátridas, calumnias de la oposición; y a los que se amotinaron frente a un cuartel los rechazaron con cargas de mortero y hubo una matanza pública que también le habíamos ocultado para no molestarlo mi general, pues la verdad es que los niños estaban encerrados en las bóvedas de la fortaleza del puerto, en las mejores condiciones, con un ánimo excelente y muy buena salud, pero la vaina es que ahora no sabemos qué hacer con ellos mi general, y eran como dos mil. El método infalible para ganar se la lotería se le había ocurrido a él sin buscarlo, observando los números damasquinados de las bolas de billar, y había sido una idea tan sencilla y deslumbrante que él mismo no podía creerlo cuando vio la muchedumbre ansiosa que desbordaba la Plaza de Armas desde el mediodía sacando las cuentas anticipadas del milagro bajo el sol abrasante con clamores de gratitud y letreros pintados de gloria eterna al magnánimo que reparte la felicidad, vinieron músicos y maromeros, cantinas y fritangas, ruletas anacrónicas y descoloridas loterías de animales, escombros de otros mundo y otros tiempos que merodeaban en los contornos de la fortuna tratando de medrar con las migajas de tantas ilusiones, abrieron el balcón a las tres, hicieron subir tres niños menores de siete años escogidos al azar por la propia muchedumbre para que no hubiera dudas de la honradez del método, le entregaban a cada niño un talego de un color distinto después de comprobar ante testigos calificados que había diez bolas de billar numeradas del uno al cero dentro de cada talego, atención, señoras y señores, la multitud no respiraba, cada niño con los ojos vendados va a sacar una bola de cada talego, primero el niño del talego azul, luego el del rojo y por último el del amarillo, uno después del otro los tres niños metían la mano en su talego, sentían en el fondo nueve bolas iguales y una bola helada, y cumpliendo la orden que les habíamos dado en secreto cogían la bola helada, se la mostraban a la muchedumbre, la cantaban, y así sacaban las tres bolas mantenidas en hielo durante varios días con los tres números del billete que él se había reservado, pero nunca pensamos que los niños podían contarlo mi general, se nos había ocurrido tan tarde que no tuvieron otro recurso que es