de las entrañas una criatura humeante con el cordón umbilical enrollado en el cuello, era un varón, qué nombre le ponemos mi general, el que les dé la gana, contestó, eran las once, como todas las noches de su régimen contó los centinelas, revisó las cerraduras, tapó las jaulas de los pájaros, apagó las luces, eran las doce, la patria estaba en paz, el mundo dormía, se dirigió al dormitorio por la casa en tinieblas a través de las aspas de luz de los amaneceres fugaces de las vueltas del faro, colgó la lámpara de salir corriendo, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sentó en la letrina portátil y mientras exprimía su orina exigua acariciaba al niño inclemente del testículo herniado hasta que se le enderezó la torcedura, se le durmió en la mano, cesó el dolor, pero volvió al instante con un relámpago de pánico cuando entró por la ventana el ramalazo de un viento de más allá de los confines de los desiertos de salitre y esparció en el dormitorio el aserrín de una canción de muchedumbres tiernas que preguntaban por un caballero que se fue a la guerra que suspiraban qué dolor qué pena que se subieron a una torre para ver que viniera que lo vieron volver que ya volvió que bueno en una caja de terciopelo qué dolor qué duelo, y era un coro de voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión de que estaban cantando las estrellas, pero se incorporó iracundo, ya no más, carajo, gritó, o ellos o yo, gritó, y fueron ellos, pues antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas. Experiencias tan duras como ésa confirmaban su muy antigua certidumbre de que el enemigo más temible estaba dentro de uno mismo en la confianza del corazón, que los propios hombres que él armaba y engrandecía para que sustentaran su régimen acaban tarde o temprano por escupir la mano que les daba de comer, él los aniquilaba de un zarpazo, sacaba a otros de la nada, los ascendía a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, tú a capitán, tú a coronel, tú a general, y todos los demás a tenientes, qué carajo, los veía crecer dentro del uniforme hasta reventar las costuras, los perdía de vista, y una casualidad como el descubrimiento de dos mil niños secuestrados le permitía descubrir que no era sólo un hombre el que le había fallado sino todo el mando supremo de unas fuerzas armadas que nada más me sirven para aumentar el gasto de leche y a la hora de las vainas se cagan en el plato en que acaban de comer, yo que los parí a todos, carajo, me los saqué de las costillas, había conquistado para ellos el respeto y el pan, y sin embargo no tenía un instante de sosiego tratando de ponerse a salvo de su ambición, a los más peligrosos los mantenía más cerca para vigilarlos mejor, a los menos audaces los mandaba a guarniciones de frontera, por ellos había aceptado la ocupación de los infantes de marina, madre, y no para combatir la fiebre amarilla como había escrito el embajador Thompson en el comunicado oficial, ni para que lo protegieran de la inconformidad pública, como decían los políticos desterrados, sino para que enseñaran a ser gente decente a nuestros militares, y así fue, madre, a cada quien lo suyo, ellos los enseñaron a caminar con zapatos, a limpiarse con papel, a usar preservativos, fueron ellos quienes me enseñaron el secreto de mantener servicios paralelos para fomentar rivalidades de distracción entre la gente de armas, me inventaron la oficina de seguridad del estado, la agencia general de investigación, el departamento nacional de orden público y tantas otras vainas que ni yo mismo las recordaba, organismos iguales que él hacía aparecer como distintos para reinar con mayor sosiego en medio de la tormenta haciéndoles creer a unos que estaban vigilados por los otros, revolviéndoles con arena de playa la pólvora de los cuarteles y embrollando la verdad de sus intenciones con simulacros de la verdad contraria, y sin embargo se alzaban, él irrumpía en los cuarteles masticando espumarajos de bilis, gritando que se aparten cabrones que aquí viene el que manda ante el espanto de los oficiales que hacían pruebas de puntería con mis retratos, que los desarmen, ordenó sin detenerse pero con tanta autoridad de rabia en la voz que ellos mismos se desarmaron, que se quiten esa ropa de hombres, ordenó, se la quitaron, se alzó la base de San Jerónimo mi general, él entró por la puerta grande arrastrando sus grandes patas de anciano dolorido a través de una doble fila de guardias insurrectos que le rindieron honores de general jefe supremo, apareció en la sala del comando rebelde, sin escolta, sin un arma, pero gritando con una deflagración de poder que se tiren bocabajo en el suelo que aquí llegó el que todo lo puede, a tierra, malparidos, diecinueve oficiales de estado mayor se tiraron en el suelo, bocabajo, los pasearon comiendo tierra por los pueblos del litoral para que vean cuánto vale un militar sin uniforme, hijos de puta, oyó por encima de los otros gritos del cuartel alborotado sus propias órdenes inapelables de que fusilen por la espalda a los promotores de la rebelión, exhibieron los cadáveres colgados por los tobillos a sol y sereno para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que escupen a Dios, matreros, pero la vaina no se acababa con esas purgas sangrientas porque al menor descuido se volvía a encontrar con la amenaza de aquella parásita tentacular que creía haber arrancado de raíz y que volvía a proliferar en las galernas de su poder, a la sombra de los privilegios forzosos y las migajas de autoridad y la confianza de interés que debía acordarles a los oficiales más bravos aun contra su propia voluntad porque le era imposible mantenerse sin ellos pero también con ellos, condenado para siempre a vivir respirando el mismo aire que lo asfixiaba, carajo, no era justo, como tampoco era posible vivir con el sobresalto perpetuo de la pureza de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar que había entrado en mi oficina con una cara de muerto ansioso de saber qué pasó con aquellos dos mil niños de mi premio mayor que todo el mundo dice que los hemos ahogado en el mar, y él dijo sin inmutarse que no creyera en infundios de apátridas, compadre, los niños están creciendo en paz de Dios, le dijo, todas las noches los oigo cantar por ahí, dijo, señalando con un círculo amplio de la mano un lugar indefinido del universo, y al propio embajador Evans lo dejó envuelto en un aura de incertidumbre cuando le contestó impasible que no sé de qué niños me está hablando si el propio delegado de su país ante la Sociedad de Naciones había dado fe pública de que estaban completos y sanos los niños en las escuelas, qué carajo, se acabó la vaina, y sin embargo no pudo impedir que los despertaran a medianoche con la novedad mi general de que se habían alzado las dos guarniciones más grandes del país y además el cuartel del Conde a dos cuadras de la casa presidencial, una insurrección de las más temibles encabezada por el general Bonivento Barboza que se había atrincherado con mil quinientos hombres de tropa muy bien armados y bien abastecidos con pertrechos comprados de contrabando a través de cónsules adictos a los políticos de oposición, de modo que las cosas no están para chuparse el dedo mi general, ahora sí nos llevó el carajo. En otra época, aquella subversión volcánica habría sido un estímulo para su pasión por el riesgo, pero él sabía mejor que nadie cuál era el peso verdadero de su edad, que apenas si le alcanzaba la voluntad para resistir a los estragos de su mundo secreto, que en las noches de invierno no conseguía dormir sin antes aplacar en el cuenco de la mano con un arrullo de ternura de duérmete mi cielo al niño de silbidos de dolor del testículo herniado, que se le iban los ánimos sentado en el retrete empujando su alma gota a gota como a través de un filtro entorpecido por el verdín de tantas noches de orinar solitario, que se le descosían los recuerdos, que no acertaba a ciencia cierta a conocer quién era quién, ni de parte de quién, a merced de un destino ineludible en aquella casa de lástima que hace tiempo hubiera cambiado por otra, lejos de aquí, en cualquier moridero de indios donde nadie supiera que había sido presidente único de la patria durante tantos y tan largos años que ni él mismo los había contado, y sin embargo, cuando el general Rodrigo de Aguilar se ofreció como mediador para negociar un compromiso decoroso con la subversión no se encontró con el anciano lelo que se quedaba dormido en las audiencias sino con el antiguo carácter de bisonte que sin pensarlo un instante contestó que ni de vainas, que no se iba, aunque no era cuestión de irse o de no irse sino que todo está contra nosotros mi general, hasta la iglesia, pero él dijo que no, la iglesia está con el que manda, dijo, los generales del mando supremo reunidos desde hacía 48 horas no habían logrado ponerse de acuerdo, no importa dijo él, ya verás cómo se deciden cuando sepan quién les paga más, los dirigentes de la oposición civil habían dado por fin la cara y conspiraban en plena calle, mejor, dijo él, cuelga uno en cada farol de la Plaza de Armas para que sepan quién es el que todo lo puede, no hay caso mi general, la gente está con ellos, mentira, dijo él, la gente está conmigo, de modo que de aquí no me sacan sino muerto, decidió, golpeando la mesa con su ruda mano de doncella como sólo lo hacía en las decisiones finales, y se durmió hasta la hora del ordeño en que encontró la sala de audiencia convertida en un muladar, pues los insurrectos del cuartel del Conde habían catapultado piedras que no dejaron un vidrio intacto en la galería oriental y pelotas de candela que se metían por las ventanas rotas y mantuvieron la población de la casa en situación de pánico durante la noche entera, si usted lo hubiera visto mi general, no hemos pegado el ojo corriendo de un lado para otro con mantas y galones de agua para sofocar los pozos de fuego que se prendían en los rincones menos pensados, pero él apenas si ponía atención, ya les dije que no les hagan caso, decía, arrastrando sus patas de tumba por los corredores de cenizas y piltrafas de alfombras y gobelinos chamuscados, pero van a seguir, le decían, habían mandado a decir que las bolas en llamas eran sólo una advertencia, que después vendrán las explosiones mi general, pero él atravesó el jardín sin hacer caso de nadie, aspiró en las últimas sombras el rumor de las rosas acabadas de nacer, el desorden de los gallos en el viento del mar, qué hacemos general, ya les dije que no les hagan caso, carajo, y se fue como todos los días a esa hora a vigilar el ordeño, de modo que los insurrectos del cuartel del Conde vieron aparecer como todos los días a esa hora la carreta de mulas con los seis toneles de leche del establo presidencial, y estaba en el pescante el mismo carretero de toda la vida con el mensaje hablado de que aquí les manda esta leche mi general aunque sigan escupiendo la mano que les da de comer, lo gritó con tanta inocencia que el general Bonivento Barboza ordenó recibir la leche con la condición de que antes la probara el carretero para estar seguros de que no estaba envenenada, y entonces se abrieron los portones de hierro y los mil quinientos rebeldes asomados a los balcones interiores vieron entrar la carreta hasta el centro del patio empedrado, vieron el ordenanza que subió al pescante con un jarro y un cucharón para darle a probar la leche al carretero, lo vieron destapar el primer tonel, lo vieron flotando en el remanso efímero de una deflagración deslumbrante, y no vieron nada más por los siglos de los siglos en el calor volcánico del lúgubre edificio de argamasa amarilla en el que no hubo jamás una flor, cuyos escombros quedaron suspendidos un instante en el aire por la explosión tremenda de los seis toneles de dinamita. Ya está, suspiró él en la casa presidencial, estremecido por el aliento sísmico que desbarató cuatro casas más alrededor del cuartel y rompió la cristalería nupcial de las alacenas hasta en los extramuros de la ciudad, ya está, suspiró, cuando los furgones de la basura sacaron de los patios de la fortaleza del puerto los cadáveres de dieciocho oficiales que fueron fusilados de dos en fondo para economizar munición, ya está, suspiró, cuando el comandante Rodrigo de Aguilar se cuadró frente a él con la novedad mi general de que no quedaba otra vez en las cárceles un espacio más para presos políticos, ya está, suspiró, cuando empezaron las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria que anunciaron el advenimiento de otros cien años de paz, ya está, carajo, se acabó la vaina, dijo, y se quedó tan convencido, tan descuidado de sí mismo, tan negligente de su seguridad personal que una mañana atravesaba el patio de regreso del ordeño y le falló el instinto para ver a tiempo al falso leproso de aparición que se alzó de entre los rosales para cerrarle el paso en la lenta llovizna de octubre y sólo vio demasiado tarde el destello instantáneo del revólver pavonado, el índice trémulo que empezó a apretar el gatillo cuando él gritó con los brazos abiertos ofreciéndole el pecho, atrévete cabrón, atrévete, deslumbrado por el asombro de que su hora había llegado contra las premoniciones más lúcidas de los lebrillos, dispara si es que tienes cojones, gritó, en el instante imperceptible de vacilación en que se encendió una estrella lívida en el cielo de los ojos del agresor, se marchitaron sus labios, le tembló la voluntad, y entonces él le descargó los dos puños de mazos en los tímpanos, lo tumbó en seco, lo aturdió en el suelo con una patada de mano de pilón en la mandíbula, oyó desde otro mundo el alboroto de la guardia que acudió a sus gritos, pasó a través de la deflagración azul del trueno continuo de las cinco explosiones del falso leproso retorcido en un charco de sangre que se había disparado en el vientre las cinco balas del revólver para que no lo agarraran vivo los interrogadores temibles de la guardia presidencial, oyó sobre los otros gritos de la casa alborotada sus propias órdenes inapelables de que descuartizaran el cadáver para escarmiento, lo hicieron tasajo, exhibieron la cabeza macerada con sal de piedra en la Plaza de Armas, la pierna derecha en el confín oriental de Santa María del Altar, la izquierda en el occidente sin límites de los desiertos de salitre, un brazo en los páramos, el otro en la selva, los pedazos del tronco fritos en manteca de cerdo y expuestos a sol y sereno hasta que se quedaron en el hueso pelado a todo lo ancho y a todo lo azaroso y difícil de este burdel de negros para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, y todavía verde de rabia se fue por entre los rosales que la guardia presidencial expulgaba de leprosos a punta de bayoneta para ver si por fin dan la cara, matreros, subió a la planta principal apartando a patadas a los paralíticos a ver si al fin aprenden quién fue el que les puso a parir sus madres, hijos de puta, atravesó los corredores gritando que se quiten carajo que aquí viene el que manda por entre el pánico de los oficinistas y los aduladores impávidos que lo proclamaban el eterno, dejó a lo largo de la casa el rastro del reguero de piedras de su resuello de horno, desapareció en la sala de audiencias como un relámpago fugitivo hacia los aposentos privados, entró en el dormitorio, cerró las tres aldabas, los tres pestillos, los tres cerrojos, y se quitó con la punta de los dedos los pantalones que llevaba puestos ensopados de mierda. No conoció un instante de descanso husmeando en su contorno para encontrar al enemigo oculto que había armado al falso leproso, pues sentía que era alguien al alcance de su mano, alguien tan próximo a su vida que conocía los escondrijos de su miel de abejas, que tenía ojos en las cerraduras y oídos en las paredes a t