Había sorteado tantos escollos de desórdenes telúricos, tantos eclipses aciagos, tantas bolas de candela en el cielo, que parecía imposible que alguien de nuestro tiempo confiara todavía en pronósticos de barajas referidos a su destino. Sin embargo, mientras se adelantaban los trámites para componer y embalsamar el cuerpo, hasta los menos candidos esperábamos sin confesarlo el cumplimiento de predicciones antiguas, como que el día de su muerte el lodo de los cenegales había de regresar por sus afluentes hasta las cabeceras, que había de llover sangre, que las gallinas pondrían huevos pentagonales, y que el silencio y las tinieblas se volverían a establecer en el universo porque aquél había de ser el término de la creación. Era imposible no creerlo, si los pocos periódicos que aún se publicaban seguían consagrados a proclamar su eternidad y a falsificar su esplendor con materiales de archivo, nos lo mostraban a diario en el tiempo estático de la primera plana con el uniforme tenaz de cinco soles tristes de sus tiempos de gloria, con más autoridad y diligencia y mejor salud que nunca a pesar de que hacía muchos años que habíamos perdido la cuenta de sus años, volvía a inaugurar en los retratos de siempre los monumentos conocidos o instalaciones de servicio público que nadie conocía en la vida real, presidía actos solemnes que se decían de ayer y que en realidad se habían celebrado en el siglo anterior, aunque sabíamos que no era cierto, que nadie lo había visto en público desde la muerte atroz de Leticia Nazareno cuando se quedó solo en aquella casa de nadie mientras los asuntos del gobierno cotidiano seguían andando solos y sólo por la inercia de su poder inmenso de tantos años, se encerró hasta la muerte en el palacio destartalado desde cuyas ventanas más altas contemplábamos. con el corazón oprimido el mismo anochecer lúgubre que él debió ver tantas veces desde su trono de ilusiones, veíamos la luz intermitente del faro que inundaba de sus aguas verdes y lánguidas los salones en ruinas, veíamos las lámparas de pobres dentro del cascarón de los que fueron antes los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que habían sido invadidos por hordas de pobres cuando las barracas de colores de las colinas del puerto fueron desbaratadas por otro de nuestros tantos ciclones, veíamos abajo la ciudad dispersa y humeante, el horizonte instantáneo de relámpagos pálidos del cráter de ceniza del mar vendido, la primera noche sin él, su vasto imperio lacustre de anémonas de paludismo, sus pueblos de calor en los deltas de los afluentes de lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que nacían con la marca hereditaria del hierro presidencial. No sólo habíamos terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los elefantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja, ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera estado muy seguro él mismo de si aquel chiste callejero era cierto o falso, pues entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la memoria unas cuantas piltrafas sueltas de los vestigios del pasado, estaba solo en el mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas por oficinas sombrías donde alguien de levita y cuello de almidón le había hecho una seña enigmática con un pañuelo blanco, adiós, le dijo él, el equívoco se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de pie con un pañuelo blanco cuando él pasaba, los centinelas en los corredores, los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañuelo blanco, adiós mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad. Las pocas personas que entonces tenían acceso a la casa civil lo veían en el mecedor de mimbre sobrellevando el bochorno de las dos de la tarde bajo el cobertizo de trinitarias, se había desabotonado la guerrera, se había quitado el sable con el cinturón de los colores de la patria, se había quitado las botas pero se dejaba puestas las medias de púrpura de las doce docenas que le mandó el Sumo Pontífice de sus calceteros privados, las niñas de un colegio vecino que se encaramaban por las tapias traseras donde la guardia era menos rígida lo habían sorprendido muchas veces en aquel sopor insomne, pálido, con hojas de medicina pegadas en las sienes, atigrado por los charcos de luz del cobertizo en un éxtasis de mantarraya bocarriba en el fondo de un estanque, viejo guanábano, le gritaban, él las veía distorsionadas por la bruma de la reverberación del calor, les sonreía, las saludaba con la mano sin el guante de raso, pero no las oía, sentía el tufo de lodo de camarones de la brisa del mar, sentía el picoteo de las gallinas en los dedos de los pies, pero no sentía el trueno luminoso de las chicharras, no oía a las niñas, no oía nada. Sus únicos contactos con la realidad de este mundo eran entonces unas cuantas piltrafas sueltas de sus recuerdos más grandes, sólo ellos lo mantuvieron vivo después de que se despojó de los asuntos del gobierno y se quedó nadando en el estado de inocencia del limbo del poder, sólo con ellos se enfrentaba al soplo devastador de sus años excesivos cuando deambulaba al anochecer por la casa desierta, se escondía en las oficinas apagadas, arrancaba los márgenes de los memoriales y en ellos escribía con su letra florida los residuos sobrantes de los últimos recuerdos que lo preservaban de la muerte, una noche había escrito que me llamo Zacarías, lo había vuelto a leer bajo el resplandor fugitivo del faro, lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas la tira de papel, yo soy yo, se dijo, y escribió en otra tira que había cumplido cien años por los tiempos en que volvió a pasar el cometa aunque entonces no estaba seguro de cuántas veces lo había visto pasar, y escribió de memoria en otra tira más larga honor al herido y honor a los fieles soldados que muerte encontraron por mano extranjera, pues hubo épocas en que escribía todo lo que pensaba, todo lo que sabia, escribió en un cartón y lo clavó con alfileres en la puerta de un retrete que estaba prohibido hacer porquerías en los excusados porque había abierto esa puerta por error y había sorprendido a un oficial de alto rango masturbándose en cuclillas sobre la letrina, escribía las pocas cosas que recordaba para estar seguro de no olvidarlas nunca, Leticia Nazareno, escribía, mi única y legítima esposa que lo había enseñado a leer y escribir en la plenitud de la vejez, hacía esfuerzos por evocar su imagen pública, quería volver a verla con la sombrilla de tafetán con los colores de la bandera y su cuello de colas de zorros plateados de primera dama, pero sólo conseguía recordarla desnuda a las dos de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, se acordaba del lento reposo de tu cuerpo manso y lívido en el zumbido del ventilador eléctrico, sentía tus tetas vivas, tu olor de perra, el rumor corrosivo de tus manos feroces de novicia que cortaban la leche y oxidaban el oro y marchitaban las flores, pero eran buenas manos para el amor, porque sólo ella había alcanzado el triunfo inconcebible de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante, y el se las quitaba, que te quites los arneses que me lastimas el corazón con las hebillas, y él se los quitaba, que te quites el sable, y el braguero, y las polainas, que te quites todo mi vida que no te siento, y él se quitaba todo para ti como no lo había hecho antes ni había de hacerlo nunca con ninguna mujer después de Leticia Nazareno, mi único y legítimo amor, suspiraba, escribía los suspiros en las tiras de memoriales amarillentos que enrollaba como cigarrillos para esconderlos en los resquicios menos pensados de la casa donde sólo él pudiera encontrarlos para acordarse de quién era él mismo cuando ya no pudiera acordarse de nada, donde nadie los encontró