idad y diligencia y mejor salud que nunca a pesar de que hacía muchos años que habíamos perdido la cuenta de sus años, volvía a inaugurar en los retratos de siempre los monumentos conocidos o instalaciones de servicio público que nadie conocía en la vida real, presidía actos solemnes que se decían de ayer y que en realidad se habían celebrado en el siglo anterior, aunque sabíamos que no era cierto, que nadie lo había visto en público desde la muerte atroz de Leticia Nazareno cuando se quedó solo en aquella casa de nadie mientras los asuntos del gobierno cotidiano seguían andando solos y sólo por la inercia de su poder inmenso de tantos años, se encerró hasta la muerte en el palacio destartalado desde cuyas ventanas más altas contemplábamos. con el corazón oprimido el mismo anochecer lúgubre que él debió ver tantas veces desde su trono de ilusiones, veíamos la luz intermitente del faro que inundaba de sus aguas verdes y lánguidas los salones en ruinas, veíamos las lámparas de pobres dentro del cascarón de los que fueron antes los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que habían sido invadidos por hordas de pobres cuando las barracas de colores de las colinas del puerto fueron desbaratadas por otro de nuestros tantos ciclones, veíamos abajo la ciudad dispersa y humeante, el horizonte instantáneo de relámpagos pálidos del cráter de ceniza del mar vendido, la primera noche sin él, su vasto imperio lacustre de anémonas de paludismo, sus pueblos de calor en los deltas de los afluentes de lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que nacían con la marca hereditaria del hierro presidencial. No sólo habíamos terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los elefantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja, ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera estado muy seguro él mismo de si aquel chiste callejero era cierto o falso, pues entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la memoria unas cuantas piltrafas sueltas de los vestigios del pasado, estaba solo en el mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas por oficinas sombrías donde alguien de levita y cuello de almidón le había hecho una seña enigmática con un pañuelo blanco, adiós, le dijo él, el equívoco se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de pie con un pañuelo blanco cuando él pasaba, los centinelas en los corredores, los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañuelo blanco, adiós mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad. Las pocas personas que entonces tenían acceso a la casa civil lo veían en el mecedor de mimbre sobrellevando el bochorno de las dos de la tarde bajo el cobertizo de trinitarias, se había desabotonado la guerrera, se había quitado el sable con el cinturón de los colores de la patria, se había quitado las botas pero se dejaba puestas las medias de púrpura de las doce docenas que le mandó el Sumo Pontífice de sus calceteros privados, las niñas de un colegio vecino que se encaramaban por las tapias traseras donde la guardia era menos rígida lo habían sorprendido muchas veces en aquel sopor insomne, pálido, con hojas de medicina pegadas en las sienes, atigrado por los charcos de luz del cobertizo en un éxtasis de mantarraya bocarriba en el fondo de un estanque, viejo guanábano, le gritaban, él las veía distorsionadas por la bruma de la reverberación del calor, les sonreía, las saludaba con la mano sin el guante de raso, pero no las oía, sentía el tufo de lodo de camarones de la brisa del mar, sentía el picoteo de las gallinas en los dedos de los pies, pero no sentía el trueno luminoso de las chicharras, no oía a las niñas, no oía nada. Sus únicos contactos con la realidad de este mundo eran entonces unas cuantas piltrafas sueltas de sus recuerdos más grandes, sólo ellos lo mantuvieron vivo después de que se despojó de los asuntos del gobierno y se quedó nadando en el estado de inocencia del limbo del poder, sólo con ellos se enfrentaba al soplo devastador de sus años excesivos cuando deambulaba al anochecer por la casa desierta, se escondía en las oficinas apagadas, arrancaba los márgenes de los memoriales y en ellos escribía con su letra florida los residuos sobrantes de los últimos recuerdos que lo preservaban de la muerte, una noche había escrito que me llamo Zacarías, lo había vuelto a leer bajo el resplandor fugitivo del faro, lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas la tira de papel, yo soy yo, se dijo, y escribió en otra tira que había cumplido cien años por los tiempos en que volvió a pasar el cometa aunque entonces no estaba seguro de cuántas veces lo había visto pasar, y escribió de memoria en otra tira más larga honor al herido y honor a los fieles soldados que muerte encontraron por mano extranjera, pues hubo épocas en que escribía todo lo que pensaba, todo lo que sabia, escribió en un cartón y lo clavó con alfileres en la puerta de un retrete que estaba prohibido hacer porquerías en los excusados porque había abierto esa puerta por error y había sorprendido a un oficial de alto rango masturbándose en cuclillas sobre la letrina, escribía las pocas cosas que recordaba para estar seguro de no olvidarlas nunca, Leticia Nazareno, escribía, mi única y legítima esposa que lo había enseñado a leer y escribir en la plenitud de la vejez, hacía esfuerzos por evocar su imagen pública, quería volver a verla con la sombrilla de tafetán con los colores de la bandera y su cuello de colas de zorros plateados de primera dama, pero sólo conseguía recordarla desnuda a las dos de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, se acordaba del lento reposo de tu cuerpo manso y lívido en el zumbido del ventilador eléctrico, sentía tus tetas vivas, tu olor de perra, el rumor corrosivo de tus manos feroces de novicia que cortaban la leche y oxidaban el oro y marchitaban las flores, pero eran buenas manos para el amor, porque sólo ella había alcanzado el triunfo inconcebible de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante, y el se las quitaba, que te quites los arneses que me lastimas el corazón con las hebillas, y él se los quitaba, que te quites el sable, y el braguero, y las polainas, que te quites todo mi vida que no te siento, y él se quitaba todo para ti como no lo había hecho antes ni había de hacerlo nunca con ninguna mujer después de Leticia Nazareno, mi único y legítimo amor, suspiraba, escribía los suspiros en las tiras de memoriales amarillentos que enrollaba como cigarrillos para esconderlos en los resquicios menos pensados de la casa donde sólo él pudiera encontrarlos para acordarse de quién era él mismo cuando ya no pudiera acordarse de nada, donde nadie los encontró jamás cuando inclusive la imagen de Leticia Nazareno acabó de escurrirse por los desaguaderos de la memoria y sólo quedó el recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado en las tardes de adioses de la mansión de los suburbios, su madre moribunda que convocaba a las gallinas haciendo sonar los granos de maíz en una totuma para que él no advirtiera que se estaba muriendo, que le seguía llevando las aguas de frutas a la hamaca colgada entre los tamarindos para que él no sospechara que apenas si podía respirar de dolor, su madre que lo había concebido sola, que lo había parido sola, que se estuvo pudriendo sola hasta que el sufrimiento solitario se hizo tan intenso que fue más fuerte que el orgullo y tuvo que pedirle al hijo que me mires la espalda para ver por qué siento este fulgor de brasas que no me deja vivir, y se quitó la camisola, se volvió, y él contempló con un horror callado las espaldas maceradas por las úlceras humeantes en cuya pestilencia de pulpa de guayaba se reventaban las burbujas minúsculas de las primeras larvas de los gusanos. Malos tiempos aquellos mi general, no había secretos de estado que no fueran de dominio público, no había orden que se cumpliera a ciencia cierta desde que fue servido en mesa de gala el cadáver exquisito del general Rodrigo de Aguilar, pero a él no le importaba, no le importaron los tropiezos del poder durante los meses amargos en que su madre se pudrió a fuego lento en un dormitorio contiguo al suyo después de que los médicos más entendidos en flagelos asiáticos dictaminaron que su enfermedad no era la peste, ni la sarna, ni el pian, ni ninguna otra plaga de Oriente sino algún maleficio de indios que sólo podía ser curado por quien lo hubiera infundido, y él comprendió que era la muerte y se encerró a ocuparse de su madre con una abnegación de madre, se quedó a pudrirse con ella para que nadie la viera cocinándose en su caldo de larvas, ordenó que le llevaran sus gallinas a la casa civil, le llevaron los pavorreales, los pájaros pintados que andaban a su antojo por salones y oficinas para que su madre no fuera a extrañar los trajines campestres de la mansión de los suburbios, él mismo quemaba los troncos de bija en el dormitorio para que nadie percibiera el tufo de mortecina de la madre moribunda, él mismo consolaba con mantecas germicidas el cuerpo colorado del mercurio cromo, amarillo del pícrico, azul del metileno, él mismo embadurnaba de bálsamos turcos las úlceras humeantes contra el criterio del ministro de la salud que tenía horror de los maleficios, qué carajo, madre, mejor si nos morimos juntos, decía, pero Bendición Alvarado era consciente de ser la única que se estaba muriendo y trataba de revelarle al hijo los secretos de familia que no quería llevarse a la tumba, le contaba cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, como fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre, trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie y sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina, lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio, lo había reconocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios y tenía el testículo derecho del tamaño de un higo y se vaciaba como un fuelle y exhalaba un suspiro de gaita con la respiración, lo desenvolvía de los trapos que le regalaron las novicias y lo mostraba en las plazas de feria por si acaso encontraba alguien que conociera algún remedio mejor y sobre todo más barato que la miel de abejas que era lo único que le recomendaban para su mala formación, la entretenían con fórmulas de consuelo, que no hay que anticiparse al destino, le decían, que al fin y al cabo el niño era bueno para todo menos para tocar instrumentos de viento, le decían, y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para rey, y así era, pero él no le ponía atención, le suplicaba que se durmiera sin escarbar en el pasado porque le resultaba más cómodo creer que aquellos tropiezos de la historia patria eran delirios de la fiebre, duérmase, madre, le suplicaba, la envolvía de pies a cabeza con una sábana de lino de las muchas que había hecho fabricar a propósito para no lastimar sus llagas, la ponía a dormir de costado con la mano en el corazón, la consolaba con que no se acuerde de vainas tristes, madre, de todos modos yo soy yo, duerma despacio. Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida, divulgaban cédulas médicas inventadas, pero los propios estafetas de los bandos confirmaban que era cierto lo que ellos mismos desmentían, que los vapores de la corrupción eran tan intensos en el dormitorio de la moribunda que habían espantado hasta a los leprosos, que degollaban carneros para bañarla con la sangre viva, que sacaban sábanas ensopadas de una materia tornasol que fluía de sus llagas y por mucho que las lavaran no conseguían devolverles su esplendor original, que nadie había vuelto a verlo a él en los establos de ordeño ni en los cuartos de las concubinas donde siempre lo habían visto al amanecer aun en los tiempos peores, el propio arzobispo primado se había ofrecido para administrar los últimos sacramentos a la moribunda pero él lo había plantado en la puerta, nadie se está muriendo, padre, no crea en rumores, le dijo, compartía la comida con su madre en el mismo plato con la misma cuchara a pesar del aire de dispensario de peste que se respiraba en el cuarto, la bañaba antes de acostarla con el jabón del perro agradecido mientras el corazón se le paraba de lástima por las instrucciones que ella impartía con sus últimas hilachas de voz sobre el cuidado de los animales después de su muerte, que no desplumaran a los pavorreales para hacer sombreros, sí madre, decía él, y le daba una mano de creolina por todo el cuerpo, que no obliguen a cantar a los pájaros en las fiestas, sí madre, y la envolvía en la sábana de dormir, que saquen las gallinas de los nidos cuando esté tronando para que no empollen basiliscos, sí madre, y la acostaba con la mano en el corazón, sí madre, duerma despacio, la besaba en la frente, dormía las pocas horas que le quedaban tirado bocabajo junto a la cama, pendiente de las derivas de su sueño, pendiente de los delirios interminables que se iban haciendo más lúcidos a medida que se acercaban a la muerte, aprendiendo con sus rabias acumuladas de cada noche a soportar la rabia inmensa del lunes de dolor en que lo despertó el silencio terrible del mundo al amanecer y era que su madre de mi vida Bendición Alvarado había acabado de respirar, y entonces desenvolvió el cuerpo nauseabundo y vio en el resplandor tenue de los primeros gallos que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana, y vio que el cuerpo pintado no tenía grietas de peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario y exhalaba una fragancia natural de flores tiernas que purificó el ámbito de hospital del dormitorio y por mucho que lo restregaron con caliche y lo hirvieron en lejía no consiguieron borrarlo de la sábana porque estaba integrado por el derecho y por el revés con la propia materia del lino, y era lino eterno, pero él no había tenido serenidad para medir el tamaño de aquel prodigio sino que abandonó el dormitorio con un portazo de rabia que sonó como un disparo en el ámbito de la casa, y entonces empezaron las campanas de duelo en la catedral y después las de todas las iglesias y después las de toda la nación que doblaron sin pausas durante cien días, y quienes despertaron por las campanas comprendieron sin ilusiones que él era otra vez el dueño de todo su poder y que el enigma de su corazón oprimido por la rabia de la muerte se levantaba con más fuerza que nunca contra las veleidades de la razón y la dignidad y la indulgencia, porque su madre de mi vida Bendición Alvarado había muerto en aquella madrugada del lunes veintitrés de febrero y un nuevo sig