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claridad radiante del mediodía, pues su madre de mi alma Bendición Alvarado regresaba a la ciudad de sus antiguos terrores como había llegado la primera vez con la marabunta de la guerra, con el olor a carne cruda de la guerra, pero liberada para siempre de los riesgos del mundo porque él había hecho arrancar de las cartillas de las escuelas las páginas sobre los virreyes para que no existieran en la historia, había prohibido las estatuas que te perturbaban el sueño, madre, de modo que ahora regresaba sin sus miedos congénitos en hombros de una muchedumbre de paz, regresaba sin ataúd, a cielo abierto, en un aire vedado a las mariposas, abrumada por el peso del oro de los exvotos que le habían colgado en el viaje interminable desde los confines de la selva a través de su vasto y convulsionado reino de pesadumbre, escondida bajo el montón de muletitas de oro que le colgaban los paralíticos restaurados, las estrellas de oro de los náufragos, los niños de oro de las estériles incrédulas que habían tenido que parir de urgencia detrás de los matorrales, como en la guerra, mi general, navegando al garete en el centro del torrente arrasador de la mudanza" bíblica de toda una nación que no encontraba dónde poner sus chécheres de cocina, sus animales, los restos de una vida sin más esperanzas de redención que las mismas oraciones secretas que Bendición Alvarado rezaba durante los combates para torcer el rumbo de las balas que disparaban contra su hijo, como había venido él en el tumulto de la guerra con un trapo colorado en la cabeza gritando en las treguas de los delirios de las calenturas que viva el partido liberal carajo, viva el federalismo triunfante, godos de mierda, aunque arrastrado en realidad por la curiosidad atávica de conocer el mar, sólo que la muchedumbre de miseria que había invadido la ciudad con el cuerpo de su madre era mucho más turbulenta y frenética que cuantas devastaron el país en la aventura de la guerra federal, más voraz que la marabunta, más terrible que el pánico, la más tremenda que habían visto mis ojos en todos los días de los años innumerables de su poder, el mundo entero mi general, mire, qué maravilla. Convencido por la evidencia, él salió al fin de las brumas de su duelo, salió pálido, duro, con una banda negra en el brazo, resuelto a utilizar todos los recursos de su autoridad para conseguir la canonización de su madre Bendición Alvarado con base en las pruebas abrumadoras de sus virtudes de santa, mandó a Roma a sus ministros de letras, volvió a invitar al nuncio apostólico a tomar chocolate con galletitas en los pozos de luz de cobertizo de trinitarias, lo recibió en familia, él acostado en la hamaca, sin camisa, abanicándose con el sombrero blanco, y el nuncio sentado frente a él con la taza de chocolate ardiente, inmune al calor y al polvo dentro del aura de espliego de la sotana dominical, inmune al desaliento del trópico, inmune a las cagadas de los pájaros de la madre muerta que volaban sueltos en los pozos dé agua solar del cobertizo, tomaba a sorbos contados el chocolate de vainilla, masticaba las galletitas con un pudor de novia tratando de demorar el veneno ineludible del último sorbo, rígido en la poltrona de mimbre que él no le concedía a nadie, sólo a usted, padre, como en aquellas tardes malvas de los tiempos de gloria en que otro nuncio viejo y candido trataba de convertirlo a la fe de Cristo con acertijos escolásticos de Tomás de Aquino, no más que ahora soy yo el que lo llama a usted para convertirlo, padre, las vueltas que da el mundo, porque ahora creo, dijo, y lo repitió sin pestañear, ahora creo, aunque en realidad no creía nada de este mundo ni de ningún otro salvo que su madre de mi vida tenía derecho a la gloria de los altares por los méritos propios de su vocación de sacrificio y su modestia ejemplar, tanto que él no fundaba su solicitud en los aspavientos públicos de que la estrella polar se movía en el sentido del cortejo fúnebre y los instrumentos de cuerda se tocaban solos dentro de los armarios cuando sentían pasar el cadáver sino que la fundaba en la virtud de esta sábana que desplegó a toda vela en el esplendor de agosto para que el nuncio viera lo que en efecto vio impreso en la textura del lino, vio la imagen de su madre Bendición Alvarado sin trazas de vejez ni estragos de peste acostada de perfil con la mano en el corazón, sintió en los dedos la humedad del sudor eterno, aspiró la fragancia de flores vivas en medio del escándalo de los pájaros alborotados por el soplo del prodigio, ya ve qué maravilla, padre, decía él, mostrando la sábana al derecho y al revés, hasta los pájaros la conocen, pero el nuncio estaba absorto en el lienzo con una atención incisiva que había sido capaz de descubrir impurezas de ceniza volcánica en la materia trabajada por los grandes maestros de la cristiandad, había conocido las grietas de un carácter y hasta las dudas de una fe por la intensidad de un color, había padecido el éxtasis de la redondez de la tierra tendido bocarriba bajo la cúpula de una capilla solitaria de una ciudad irreal donde el tiempo no transcurría sino que flotaba, hasta que tuvo valor para apartar los ojos de la sábana al cabo de una contemplación profunda y dictaminó con un tono dulce pero irreparable que el cuerpo estampado en el lino no era un recurso de la Divina Providencia para darnos una prueba más de su misericordia infinita, ni eso ni mucho menos, excelencia, era la obra de un pintor muy diestro en las buenas y en las malas artes que había abusado de la grandeza de corazón de su excelencia, porque aquello no era óleo sino pintura doméstica de la más indigna, sapolín de pintar ventanas, excelencia, debajo del aroma de las resinas naturales que habían disuelto en la pintura quedaba todavía el relente bastardo de la trementina, quedaban costras de yeso, quedaba una humedad persistente que no era el sudor del último escalofrío de la muerte como le habían hecho creer a él sino la humedad de artificio del lino saturado de aceite de linaza y escondido en lugares oscuros, créame que lo lamento, concluyó el nuncio con un pesar legítimo, pero no acertó a decir más ante el anciano granítico que lo observaba sin parpadear desde la amaca, que lo había escuchado desde el limo de sus lúgubres silencios asiáticos sin mover siquiera la boca para contradecirlo a pesar de que nadie conocía mejor que él la verdad del prodigio secreto de la sábana en que yo mismo te envolví con mis propias manos, madre, yo me asusté con el primer silencio de tu muerte que fue como si el mundo hubiera amanecido en el fondo del mar, yo vi el milagro, carajo, pero a pesar de su certidumbre no interrumpió el veredicto del nuncio, apenas parpadeó dos veces sin cerrar los ojos como las iguanas, apenas sonrió, está bien, padre, suspiró al fin, será como usted dice, pero le advierto que usted carga con el peso de sus palabras, se lo repito letra por letra para que no lo olvide en el resto de su larga vida que usted carga con el peso de sus palabras, padre, yo no respondo. El mundo permaneció en un sopor durante aquella semana de malos presagios en que él no se levantó de la hamaca ni para comer, se espantaba con el abanico a los pájaros amaestrados que se le paraban en el cuerpo, se espantaba los lamparones de luz de las trinitarias creyendo que eran pájaros amaestrados, no recibió a nadie, no dio una orden, pero la fuerza pública se mantuvo impasible cuando las turbas de fanáticos a sueldo asaltaron el palacio de la Nunciatura Apostólica, saquearon el museo de reliquias históricas, sorprendieron al nuncio haciendo la siesta a la intemperie en el remanso del jardín interior, lo sacaron desnudo a la calle, se le cagaron encima mi general, imagínese, pero él no se movió de la hamaca, ni siquiera parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que al nuncio lo estaban paseando en un burro por las calles del comercio bajo un chaparrón de lavazas de cocina que le vaciaban desde los balcones, le gritaban mano pancha, miss vaticano, dejad que los niños vengan a mí, y sólo cuando lo abandonaron medio muerto en el muladar del mercado público él se incorporó de la hamaca apartándose los pájaros a manotadas, apareció en la sala de audiencias apartando a manotadas las telarañas del duelo con el brazal de luto y los ojos abotagados de mal dormir, y entonces dio la orden de que pusieran al nuncio en una balsa de náufrago con provisiones para tres días y lo dejaran al garete en la ruta de los cruceros de Europa para que todo el mundo sepa cómo terminan los forasteros que levantan la mano contra la majestad de la patria, y que hasta el papa aprenda desde ahora y para siempre que podrá ser muy papa en Roma con su anillo al dedo en su poltrona de oro, pero que aquí yo soy el que soy yo, carajo, pollerones de mierda. Fue un recurso eficaz, pues antes del fin de aquel año se instauró el proceso de canonización de su madre Bendición Alvarado cuyo cuerpo incorrupto fue expuesto a la veneración pública en la nave mayor de la basílica primada, cantaron gloria en los altares, se derogó el estado de guerra que él había proclamado contra la Santa Sede