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s llanuras de Abisinia a buscar la verdad donde no había estado nunca, porque no encontró nada mi general, lo que se dice nada, qué vaina. Sin embargo, monseñor Demetrio Aldous no se conformó con el escrutinio de la ciudad sino que se trepó a lomo de mula por los limbos glaciales del páramo tratando de encontrar las semillas de la santidad de Bendición Alvarado donde su imagen no estuviera todavía pervertida por el resplandor del poder, surgía de entre la niebla envuelto en una manta de salteador y con unas botas de siete leguas como una aparición satánica que al principio suscitaba el miedo y después el asombro y por último la curiosidad de los cachacos que nunca habían visto un ser humano de aquel color, pero el astuto eritreno los incitaba a que lo tocaran pana convencerlos de que no soltaba alquitrán, les mostraba los dientes en las tinieblas, se emborrachaba con ellos comiendo queso de mano y bebiendo chicha en la misma totuma para ganarse su confianza en las tiendas lúgubres de las veredas donde en los albores de otros siglos habían conocido una pajarera de solemnidad agobiada por la carga de disparate de los huacales de pollitos pintados de ruiseñores, tucanes de oro, guacharacas disfrazadas de pavorreales para engañar montunos en los domingos fúnebres de las ferias del páramo, se sentaba ahí, padre, en la resolana de los fogones, esperando que alguien le hiciera la caridad de acostarse con ella en los pellejos de melaza de la trastienda, para comer, padre, no más que para comer, porque nadie era tan montuno para comprarle aquellos mamarrachos de pacotilla que se desteñían con las primeras lluvias y se desbarataban al caminar, sólo ella era tan cándida, padre, santa bendición de los pájaros, o de los páramos, como uno quiera, pues nadie sabía a ciencia cierta cuál era su nombre de entonces ni cuándo empezó a llamarse Bendición Alvarado que no debía de ser su nombre de origen porque no es nombre de estos rumbos sino de gente de mar, qué vaina, hasta eso lo había averiguado el resbaladizo fiscal de Satanás que todo lo descubría y lo desentrañaba a pesar de los sicarios de la seguridad presidencial que le enredaban los hilos de la verdad y le ponían estorbos invisibles, cómo le parece, mi general, habrá que venadearlo en un despeñadero, habrá que resbalarle la mula, pero él lo impidió con la orden personal de vigilarlo pero preservando su integridad física repito preservando integridad física permitiendo absoluta libertad todas facilidades cumplimiento su misión por mandato inapelable desta autoridad máxima obedézcase cúmplase, firmado, yo, e insistió, yo mismo, consciente de que con aquella determinación asumía el riesgo terrible de conocer la imagen verídica de su madre Bendición Alvarado en los tiempos prohibidos en que todavía era joven, era lánguida, andaba envuelta en harapos, descalza, y tenía que comer por el bajo vientre, pero era bella, padre, y era tan cándida que completaba los loros más baratos con colas de gallos finos para hacerlos pasar por guacamayas, reparaba gallinas baldadas con plumas de abanicos de pavos para venderlas como aves del paraíso, nadie se lo creía, por supuesto, nadie caía por inocente en los orzuelos de la pajarera solitaria que susurraba entre la niebla de los mercados dominicales a ver quién dijo uno y se la lleva gratis, pues todo el mundo la recordaba en el páramo por su ingenuidad y su pobreza, y sin embargo parecía imposible demostrar su identidad porque en los archivos del monasterio donde la habían bautizado no se encontró la hoja de su acta de nacimiento y en cambio se encontraron tres distintas del hijo y en todas era él tres veces distinto, tres veces concebido en tres ocasiones distintas, tres veces parido mal por la gracia de los artífices de la historia patria que habían embrollado los hilos de la realidad para que nadie pudiera descifrar el secreto de su origen, el misterio oculto que sólo el eritreno consiguió rastrear apartando los numerosos engaños superpuestos, pues lo había vislumbrado, mi general, lo tenía al alcance de la mano cuando sonó el disparo inmenso que seguía repercutiendo en los espinazos grises y las cañadas profundas de la cordillera y se oyó el interminable aullido de pavor de la mula desbarrancada que iba cayendo en un vértigo sin fondo desde la cumbre de las nieves perpetuas a través de los climas sucesivos e instantáneos de los cromos de ciencias naturales del precipicio y el nacimiento exiguo de las grandes aguas navegables y las cornisas escarpadas por donde se trepaban a lomo de indio con sus herbarios secretos los doctores sabios de la expedición botánica, y las mesetas de magnolias silvestres donde pacían las ovejas de tibia lana que nos proporcionaban sustento generoso y abrigo y buen ejemplo y las mansiones de los cafetales con sus guirnaldas de papel en los balcones solitarios y sus enfermos interminables y el fragor perpetuo de los ríos turbulentos de los límites arcifinios donde empezaba el calor y había al atardecer unas ráfagas pestilentes de muerto viejo muerto a traición muerto solo en las plantaciones de cacao de grandes hojas persistentes y flores encarnadas y frutos de baya cuyas semillas se usaban como principal ingrediente del chocolate y el sol inmóvil y el polvo ardiente y la cucúrbita pepo y la cucúrbita melo y las vacas flacas y tristes del departamento del atlántico en la única escuela de caridad a doscientas leguas a la redonda y la exhalación de la mula todavía viva que se despanzurró con una explosión de guanábana suculenta entre las matas de guineo y las gallinitas espantadas del fondo del abismo, carajo, lo venadearon, mi general, lo habían cazado con un rifle de tigre en el desfiladero del Ánima Sola a pesar del amparo de mi autoridad, hijos de puta, a pesar de mis telegramas terminantes, carajo, pero ahora van a saber quién es quién, roncaba, masticaba espuma de hiel no tanto por la rabia de la desobediencia como por la certeza de que algo grande le ocultaban si se habían atrevido a contrariar las centellas de su poder, vigilaba el aliento de quienes lo informaban porque sabía que sólo quien conociera la verdad tendría valor para mentirle, escudriñaba las intenciones secretas del alto mando para ver cuál de ellos era el traidor, tú a quien saqué de la nada, tú a quien puse a dormir en cama de oro después de haberte encontrado por los suelos, tú a quien salvé la vida, tú a quien compré por más dinero que a cualquiera, todos ustedes, hijos de mala madre, pues sólo uno de ellos podía atreverse a deshonrar un telegrama firmado con mi nombre y refrendado con el lacre del anillo de su poder, de modo que asumió el mando personal de la operación de rescate con la orden irrepetible de que en un plazo máximo de cuarentiocho horas lo encuentren vivo y me lo traen y si lo encuentran muerto me lo traen vivo y si no lo encuentran me lo traen, una orden tan inequívoca y temible que antes del plazo previsto le vinieron con la novedad mi general de que lo habían encontrado en los matorrales del precipicio con las heridas cauterizadas por las flores de oro de los frailejones, más vivo que nosotros, mi general, sano y salvo por la virtud de su madre Bendición Alvarado que una vez más daba muestras de su clemencia y su poder en la propia persona de quien había tratado de perjudicar su memoria, lo bajaron por trochas de indios en una hamaca colgada de un palo con una escolta de granaderos y precedido por un alguacil de a caballo que tocaba un cencerro de misa mayor para que todo el mundo supiera que esto es asunto del que manda, lo pusieron en el dormitorio de invitados de honor de la casa presidencial bajo la responsabilidad inmediata del ministro de la salud hasta que pudo dar término final al terrible expediente escrito de su puño y letra y refrendado con sus iniciales en la margen derecha de cada uno de los trescientos cincuenta folios de cada uno de los estos siete volúmenes que firmo con mi nombre y mi rúbrica y garantizo con mi sello a los catorce días del mes de abril de este año de gracia de Nuestro Señor, yo, Demetrio Aldous, auditor de la Sagrada Congregación del Rito, postulador y promotor de la fe, por mandato de la Constitución Inmensa y para esplendor de la justicia de los hombres en la tierra y mayor gloria de Dios en los cielos afirmo y demuestro que ésta es la única verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, excelencia, aquí la tiene. Allí estaba, en efecto, cautiva en siete biblias lacradas, tan ineludible y brutal que sólo un hombre inmune a los hechizos de la gloria y ajeno a los intereses de su poder se atrevió a exponerla en carne viva ante el anciano impasible que lo escuchó sin parpadear abanicándose en el mecedor de mimbre, que apenas suspiraba después de cada revelación mortal, que apenas decía ajá cada vez que veía encenderse la luz de la verdad, ajá, repetía, espantando con el sombrero las moscas de abril alborotadas por las sobras del almuerzo, tragando verdades enteras, amargas, verdades como brasas que le quedaban ardiendo en las tinieblas del corazón, pues todo había sido una farsa, excelencia, un aparato de farándula que él mismo montó sin proponérselo cuando decidió que el cadáver de su madre fuera expuesto a la veneración pública en un catafalco de hielo mucho antes de que nadie pensara en los méritos de tu santidad y sólo por desmentir la maledicencia de que estabas podrida antes de morir, un engaño de circo en el cual él mismo había incurrido sin saberlo desde que le vinieron con la novedad mi general de que su madre Bendición Alvarado estaba haciendo milagros y había ordenado que llevaran el cuerpo en procesión magnifica hasta los rincones más ignotos de su vasto país sin estatuas para que nadie se quedara sin conocer el premio a tus virtudes después de tantos años de mortificaciones estériles, después de tantos pájaros pintados sin ningún beneficio, madre, después de tanto amor sin gracia, aunque nunca se me hubiera ocurrido pensar que aquella orden se había de convertir en la patraña de los falsos hidrópicos a quienes les pagaban para que se desaguaran en público, le habían pagado doscientos pesos a un falso muerto que se salió de la sepultura y apareció caminando de rodillas entre la muchedumbre espantada con el sudario en piltrafas y la boca llena de tierra, le habían pagado ochenta pesos a una gitana que fingió parir en plena calle un engendro de dos cabezas como castigo por haber dicho que los milagros eran un negocio del gobierno, y eso eran, no había un solo testimonio que no fuera pagado con dinero, una confabulación de ignominia que sin embargo no había sido tramada por sus aduladores con el propósito inocente de complacerlo como lo supuso monseñor Demetrio Aldous en sus primeros escrutinios, no, excelencia, era un sucio negocio de sus prosélitos, el más escandaloso y sacrílego de cuantos había proliferado a la sombra de su poder, pues quienes inventaban los milagros y compraban los testimonios de mentiras eran los mismos secuaces de su régimen que fabricaban y vendían las reliquias del vestido de novia muerta de su madre Bendición Alvarado, ajá, los mismos que imprimían las estampitas y acuñaban las medallas con su retrato de reina, ajá, los que se habían enriquecido con los rizos de su cabello, ajá, con los frasquitos de agua de su costado, ajá, con los sudarios de diagonal donde pintaban con sapolín de puertas el tierno cuerpo de doncella dormida de perfil con la mano en el corazón y que eran despachados por yardas en las trastiendas de los bazares de los hindúes, un infundio descomunal sustentado en el supuesto de que el cadáver continuaba incorrupto ante los ojos ávidos de la muchedumbre interminable que desfilaba por la nave mayor de la catedral, cuando la verdad era bien distinta, excelencia, era que el cuerpo de su madre no estaba conservado por sus virtudes ni por los remiendos de parafina y los engaños de cosméticos que él había decidido por simple soberbia filial sino que estaba disecado mediante las peores artes de taxidermia igual que los animales póstumos de los museos de ciencias como él lo comprobó con mis propias manos, madre, destapé la urna de cristal cuyos emblemas funerarios se desbarataban con el aliento, te quité la corona de azahares del cráneo enmohecido cuyos duros cabellos de crines de potranca habían sido arrancados de raíz hebra por hebra para venderlos como reliquias, te saqué de entre los filamentos de revenidas piltrafas de novia y los residuos áridos y los atardeceres difíciles del salitre de la muerte y apenas si pesaba más que un calabazo en el sol y tenías un olor antiguo de fondo de baúl y se sentía dentro de ti un desasosiego febril que parecía el rumor de tu alma y era el tijereteo de las polillas que te carcomieron por dentro, tus miembros se desbarataban solos cuando quise sostenerte en mis brazos porque te habían desocupado las entrañas de todo lo que sostuvo tu cuerpo vivo de madre feliz dormida con la mano en el corazón y te habían vuelto a rellenar con estropajos de modo que no quedaba de cuanto fue tuyo nada más que un cascarón de hojaldres polvorientas que se desmigajó con sólo levantarlo en el aire fosforescente de las luciérnagas de tus huesos y apenas se oyó el ruido de saltos de pulga de los ojos de vidrio en las losas de la iglesia crepuscular, se volvió nada, era un reguero de escombros de madre demolida que los alguaciles recogieron del suelo con una pala para echarlo otra vez de cualquier modo dentro del cajón ante la impavidez monolítica del sátrapa indescifrable cuyos ojos de iguana no dejaron traslucir la menor emoción ni siquiera cuando se quedó a solas en la berlina sin insignias con el único hombre de este mundo que se había atrevido a ponerlo frente al espejo de la verdad, ambos contemplaban a través de la bruma de los visillos las hordas de menesterosos que se reposaban de la tarde cálida en el relente de los portales donde antes se vendían folletines de crímenes atroces y amores sin fortuna y flores carnívoras y frutos inconcebibles que comprometían la voluntad y donde ahora sólo se sentía la bullaranga ensordecedora del baratillo de reliquias falsas de las ropas y el cuerpo de su madre Bendición Alvarado, mientras él padecía la impresión nítida de que monseñor Demetrio Aldous había interferido su pensamiento cuando apartó la vista de las turbas de inválidos y murmuró que a fin de cuentas algo bueno quedaba del rigor de su escrutinio y era la certidumbre de que esta pobre gente quiere a su excelencia como a su propia vida, pues monseñor Demetrio Aldous había vislumbrado la perfidia dentro de la propia casa presidencial, había visto la codicia en la adulación y el servilismo matrero entre quienes medraban al amparo del poder, y había conocido en cambio una nueva forma de amor en las recuas de menesterosos que no esperaban nada de él porque no esperaban nada de nadie y le profesaban una devoción terrestre que se podía coger con las manos y una fidelidad sin ilusiones que ya quisiéramos nosotros para Dios, excelencia, pero él ni siquiera parpadeó ante el asombro de aquella revelación que en otro tiempo le habría fruncido las entrañas, ni siquiera suspiró sino que meditó para sí mismo con una inquietud recóndita que no más eso faltaba, padre, sólo faltaba que nadie me quisiera ahora que usted se va a disfrutar de la gloria de mi infortunio bajo las cúpulas de oro de su mundo falaz mientras él se quedaba con la carga inmerecida de la verdad sin una madre solícita que lo ayudara a sobrellevarla, más solo que la mano izquierda en esta patria que no escogí por mi voluntad sino que me la dieron hecha como usted la ha visto que es como ha sido desde siempre con este sentimiento de irrealidad, con este olor a mierda, con esta gente sin historia que no cree en nada más que en la vida, ésta es la patria que me impusieron sin preguntarme, padre, con cuarenta grados de calor y noventa y ocho de humedad en la sombra capitonada de la berlina presidencial, respirando polvo, atormentado por la perfidia de la potra que hacía un tenue silbido de cafetera en las audiencias, sin nadie con quien perder una partida de dominó, ni nadie a quien creerle la verdad, padre, métase en mi pellejo, pero no lo dijo, apenas suspiró, apenas hizo un parpadeo instantáneo y le suplicó a monseñor Demetrio Aldous que la conversación brutal de aquella tarde se quedara entre nosotros, usted no me ha dicho nada, padre, yo no sé la verdad, prométamelo, y monseñor Demetrio Aldous le prometió que por supuesto s