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onor como él había de recordarla a las tres de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, tenía el mismo sosiego de sueño natural de otras tantas mujeres inertes que le habían servido sin solicitarlas y que él había hecho suyas en aquel cuarto sin despertarlas siquiera del letargo de luminal y atormentado por un terrible sentimiento de desamparo y de derrota, sólo que a Leticia Nazareno no la tocó, la contempló dormida con una especie de asombro infantil sorprendido de cuánto había cambiado su desnudez desde que la vio en los galpones del puerto, le habían rizado el cabello, la habían afeitado por completo hasta los resquicios más íntimos y le habían barnizado de rojo las uñas de las manos y los pies y le habían puesto carmín en los labios y colorete en las mejillas y almizcle en los párpados y exhalaba una fragancia dulce que acabó con tu rastro escondido de animal de monte, qué vaina, la habían echado a perder tratando de componerla, la habían vuelto tan distinta que él no conseguía verla desnuda debajo de los afeites torpes mientras la contemplaba sumergida en el éxtasis de luminal, la vio salir a flote, la vio despertar, la vio verlo, madre, era ella, Leticia Nazareno de mi desconcierto petrificada de terror ante el anciano pétreo que la contemplaba sin clemencia a través de los vapores tenues del mosquitero, asustada de los propósitos imprevisibles de su silencio porque no podía imaginarse que a pesar de sus años incontables y su poder sin medidas él estaba más asustado que ella, más solo, más sin saber qué hacer, tan aturdido e inerme como estuvo la primera vez en que fue hombre con una mujer de soldados a quien sorprendió a medianoche bañándose desnuda en un río y cuya fuerza y tamaño había imaginado por sus resuellos de yegua después de cada zambullida, oía su risa oscura y solitaria en la oscuridad, sentía el regocijo de su cuerpo en la oscuridad pero estaba paralizado de miedo porque seguía siendo virgen aunque ya era teniente de artillería en la tercera guerra civil, hasta que el miedo de perder la ocasión fue más decisivo que el miedo del asalto, y entonces se metió en el agua con todo lo que llevaba encima, las polainas, el morral, la correa de municiones, el machete, la escopeta de fisto, ofuscado por tantos estorbos de guerra y tantos terrores secretos que la mujer creyó al principio que era alguien que se había metido a caballo en el agua, pero en seguida se dio cuenta de que no era más que un pobre hombre asustado y lo acogió en el remanso de su misericordia, lo llevó de la mano en la oscuridad de su aturdimiento porque él no lograba encontrar los caminos en la oscuridad del remanso, le indicaba con voz de madre en la oscuridad que te agarres fuerte de mis hombros para que no te tumbe la corriente, que no se acuclillara dentro del agua sino que te arrodilles con fuerza en el fondo respirando despacio para que te alcance el aliento, y él hacia lo que ella le indicaba con una obediencia pueril pensando madre mía Bendición Alvarado cómo carajo harán las mujeres para hacer las cosas como si las estuvieran inventando, cómo harán para ser tan hombres, pensaba, a medida que ella lo iba despojando de la parafernalia inútil de otras guerras menos temibles y desoladas que aquella guerra solitaria con el agua al cuello, había muerto de terror al amparo de aquel cuerpo oloroso a jabón de pino cuando ella acabó de quitarle las hebillas de las dos correas y le solté los botones de la bragueta y me quedé crispada de horror porque no encontré lo que buscaba sino el testículo enorme nadando como un sapo en la oscuridad, lo soltó asustada, se apartó, anda con tu mamá que te cambie por otro, le dijo, tú no sirves, pues lo había derrotado el mismo miedo ancestral que lo mantuvo inmóvil ante la desnudez de Leticia Nazareno en cuyo río de aguas imprevisibles no se había de meter ni con todo lo que llevaba encima mientras ella no le prestara el auxilio de su misericordia, él mismo la cubrió con una sábana, le tocaba en el gramófono hasta que se gastó el cilindro la canción de la pobre Delgadina perjudicada por el amor de su padre, le hizo poner flores de fieltro en los floreros para que no se marchitaran como las naturales con la mala virtud de sus manos, hizo todo lo que se le ocurría para hacerla feliz pero mantuvo intacto el rigor del cautiverio y el castigo de la desnudez para que ella entendiera que sería bien atendida y bien amada pero que no tenía ninguna posibilidad de escaparse de aquel destino, y ella lo comprendió tan bien que en la primera tregua del miedo le había ordenado sin pedirle por favor general que me abra la ventana para que entre un poco de fresco, y él la abrió, que la volviera a cerrar porque me da la luna en la cara, la cerró, cumplía sus órdenes como si fueran de amor tanto más obediente y seguro de sí mismo cuanto más cerca se sabía de la tarde de lluvias radiantes en que se deslizó dentro del mosquitero y se acostó vestido junto a ella sin despertarla, participó a solas durante noches enteras de los efluvios secretos de su cuerpo, respiraba su tufo de perra montuna que se fue haciendo más cálido con el paso de los meses, retoñó el musgo de su vientre, despertó sobresaltada gritando que se quite de aquí, general, y él se levantó con su parsimonia densa pero volvió a acostarse junto a ella mientras dormía y así la disfrutó sin tocarla durante el primer año de cautiverio hasta que ella se acostumbró a despertar a su lado sin entender hacia dónde corrían los cauces ocultos de aquel anciano indescifrable que había abandonado los halagos del poder y los encantos del mundo para consagrarse a su contemplación y su servicio, tanto más desconcertada cuanto más cerca se sabia él de la tarde de lluvias radiantes en que se acostó sobre ella mientras dormía como se había metido en el agua con todo lo que llevaba puesto, el uniforme sin insignias, las correas del sable, el mazo de llaves, las polainas, las botas de montar con la espuela de oro, un asalto de pesadilla que la despertó aterrorizada tratando de quitarse de encima aquel caballo guarnecido de recados de guerra, pero él estaba tan resuelto que ella decidió ganar tiempo con el recurso último de que se quite los arneses general que me lastima el corazón con las argollas, y él se los quitó, que se quitara la espuela general que me está maltratando los tobillos con la estrella de oro, que se sacara el mazo de llaves de la pretina que me tropieza con el hueso de la cadera, y él terminaba por hacer lo que ella le ordenaba aunque necesitó tres meses para hacerle quitar las correas del sable que me estorban para respirar y otro mes para las polainas que me rompen el alma con las hebillas, era una lucha lenta y difícil en que ella lo demoraba sin exasperarlo y él terminaba por ceder para complacerla, de modo que ninguno de los dos supo nunca cómo fue que ocurrió el cataclismo final poco después del segundo aniversario del secuestro cuando sus tibias y tiernas manos sin destino tropezaron por casualidad con las piedras ocultas de la novicia dormida que despertó conmocionada por un sudor pálido y un temblor de muerte y no trató de quitarse ni por las buenas ni por las malas artes el animal cerrero que tenía encima sino que acabó de conmocionarlo con la súplica de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante y él se las quitó como pudo, que te quites las polainas, y los pantalones, y el braguero, que te quites todo mi vida que no te siento, hasta que él mismo no supo cuándo se quedó como sólo su madre lo había conocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios, liberado del miedo, libre, convertido en un bisonte de lidia que en la primera embestida demolió todo cuanto encontró a su paso y se fue de bruces en un abismo de silencio donde sólo se oía el crujido de maderos de barcos de las muelas apretadas de Nazareno Leticia, presente, se había agarrado de mi cabello con todos los dedos para no morirse sola en el vértigo sin fondo en que yo me moría solicitado al mismo tiempo y con el mismo ímpetu por todas las urgencias del cuerpo, y sin embargo la olvidó, se quedó solo en las tinieblas buscándose a sí mismo en el agua salobre de sus lágrimas general, en el hilo manso de su baba de buey, general, en el asombro de su asombro de madre mía Bendición Alvarado cómo es posible haber vivido tantos años sin conocer este tormento, lloraba, aturdido por las ansias de sus riñones, la ristra de petardos de sus tripas, el desgarramiento de muerte del tentáculo tierno que le arrancó de cuajo las entrañas y lo convirtió en un animal degollado cuyos tumbos agónicos salpicaban las sábanas nevadas con una materia ardiente y agria que pervirtió en su memoria el aire de vidrio líquido de la tarde de lluvias radiantes del mosquitero, pues era mierda, general, su propia mierda.