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uerpo, pues Leticia Nazareno se lo había puesto desde antes de la primera dentición cuando lo llevaba en la cuna de ruedas a presidir los actos oficiales en representación de su padre, lo llevaba en brazos cuando pasaba revista a sus ejércitos, lo levantaba por encima de su cabeza para que recibiera la ovación de las muchedumbres en el estadio de pelota, lo amamantaba en el automóvil descubierto durante los desfiles de las fiestas patrias sin pensar en las burlas íntimas que suscitaba el espectáculo público de un general de cinco soles prendido con un éxtasis de ternero huérfano en el pezón de su madre, asistió a las recepciones diplomáticas desde que estuvo en condiciones de valerse de si mismo, y entonces llevaba además del uniforme las medallas de guerra que escogía a su gusto en el estuche de condecoraciones que su padre le prestaba para jugar, y era un niño serio, raro, sabía tenerse en público desde los seis años sosteniendo en la mano la copa de jugo de frutas en vez de champaña mientras hablaba de asuntos de persona mayor con una propiedad y una gracia naturales que no había heredado de nadie, aunque más de una vez ocurrió que un nubarrón oscuro atravesó la sala de fiestas, se detuvo el tiempo, el delfín pálido investido de los más altos poderes había sucumbido en el sopor, silencio, susurraban, el general chiquito está dormido, lo sacaron en brazos de sus edecanes a través de los diálogos truncos y los gestos petrificados de la audiencia de sicarios de lujo y señoras púdicas que apenas se atrevían a murmurar reprimiendo la risa del bochorno detrás de los abanicos de plumas, qué horror, si el general lo supiera, porque él dejaba prosperar la creencia que él mismo había inventado de que era ajeno a todo cuanto ocurría en el mundo que no estuviera a la altura de su grandeza así fueran los desplantes públicos del único hijo que había aceptado como suyo entre los incontables que había engendrado, o las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que llegaba al mercado los miércoles al amanecer llevando de la mano a su general de juguete en medio de la escolta bulliciosa de sirvientas de cuartel y ordenanzas de asalto transfigurados por ese raro resplandor visible de la conciencia que precede a la salida inminente del sol en el Caribe, se hundían hasta la cintura en el agua pestilente de la bahía para entrar a saco en los veleros de parches remendados que fondeaban en el antiguo puerto negrero estibados con flores de la Martinica y rizones de jengibre de Paramaribo, arrasaban a su paso con la pesca viva en una rebatina de guerra, se la disputaban a los cerdos con culatazos de rifle en torno de la antigua báscula de esclavos todavía en servicio donde otro miércoles de otra época de la patria antes de él habían rematado en subasta pública a una senegalesa cautiva que costó más que su propio peso en oro por su hermosura de pesadilla, acabaron con todo mi general, fue peor que la langosta, peor que el ciclón, pero él permanecía impasible ante el escándalo creciente de que Leticia Nazareno irrumpía como no se hubiera atrevido él mismo en la galería abigarrada del mercado de pájaros y legumbres perseguida por el alboroto de los perros callejeros que les ladraban asustados a los ojos de vidrios atónitos de los zorros azules, se movía con un dominio procaz de su autoridad entre las esbeltas columnas de hierro bordado bajo las ramazones de hierro con grandes hojas de vidrios amarillos, con manzanas de vidrios rosados, con cornucopias de riquezas fabulosas de la flora de vidrios azules de la gigantesca bóveda de luces donde escogía las frutas más apetitosas y las legumbres más tiernas que sin embargo se marchitaban en el instante en que ella las tocaba, inconsciente de la mala virtud de sus manos que hacían crecer el musgo en el pan todavía tibio y había renegrido el oro de su anillo matrimonial, así que se soltaba en improperios contra las vivanderas por haber escondido el mejor bastimento y sólo habían dejado para la casa del poder esta miseria de mangos de puerco, rateras, esta ahuyama que suena por dentro como un calabazo de músico, malparidas, esta mierda de costillar con la sangraza agusanada que se conoce a leguas que no es de buey sino de burro muerto de peste, hijas de mala madre, se desgañitaba, mientras las sirvientas con sus canastos y los ordenanzas con sus artesas de abrevadero arrasaban con cuanta cosa de comer encontraban a la vista, sus gritos de corsaria eran más estridentes que el fragor de los perros enloquecidos por el relente de escondrijos nevados de las colas de los zorros azules que ella se hacía llevar vivos de la isla del príncipe Eduardo, más hirientes que la réplica sangrienta de las guacamayas deslenguadas cuyas dueñas les enseñaban en secreto lo que ellas mismas no se podían dar el gusto de gritar Leticia ladrona, monja puta, lo chillaban encaramadas en las ramazones de hierro del follaje de vidrios de colores polvorientos del dombo del mercado donde se sabían a salvo del soplo de devastación de aquel zambapalo de bucaneros que se repitió todos los miércoles al amanecer durante la infancia bulliciosa del minúsculo general de embuste cuya voz se volvía más afectuosa y sus ademanes más dulces cuanto más hombre trataba de parecer con el sable de rey de la baraja que todavía le arrastraba al caminar, se mantenía imperturbable en medio de la rapiña, se mantenía sereno, altivo, con el decoro inflexible que su madre le había inculcado para que mereciera la flor de la estirpe que ella misma despilfarraba en el mercado con sus ímpetus de perra furiosa y sus improperios de turca bajo la mirada incólume de las ancianas negras de turbantes de trapos de colores radiantes que soportaban los insultos y contemplaban el saqueo abanicándose sin parpadear con una quietud abismal de ídolos sentados, sin respirar, rumiando bolas de tabaco, bolas de coca, medicinas de parsimonia que les permitían sobrevivir a tanta ignominia mientras pasaba el asalto feroz de la marabunta y Leticia Nazareno se abría paso con su militar de pacotilla a través de los espinazos erizados de los perros frenéticos y gritaba desde la puerta que le pasen la cuenta al gobierno, como siempre, y ellas apenas suspiraban, Dios mío, si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo, engañadas con la ilusión de que él siguió ignorando hasta la hora de su muerte lo que todo el mundo sabia para mayor escándalo de su memoria que mi única y legítima esposa Leticia Nazareno había desguarnecido los bazares de los hindúes de sus terribles cisnes de vidrio y espejos con marcos de caracoles y ceniceros de coral, desvalijaba de tafetanes mortuorios las tiendas de los sirios y se llevaba a puñados los sartales de pescaditos de oro y las higas de protección de los plateros ambulantes de la calle del comercio que le gritaban en su cara que eres más zorra que las leticias azules que llevaba colgadas del cuello, cargaba con todo cuanto encontraba a su paso para satisfacer lo único que le quedaba de su antigua condición de novicia que era su mal gusto pueril y el vicio de pedir sin necesidad, sólo que entonces no tenia que mendigar por el amor de Dios en los zaguanes perfumados de jazmines del barrio de los virreyes sino que cargaba en furgones militares cuanto le complacía a su voluntad sin más sacrificios de su parte que la orden perentoria de que le pasen la cuenta al gobierno. Era tanto como decir que le cobraran a Dios, porque nadie sabía desde entonces si él existía a ciencia cierta, se había vuelto invisible, veíamos los muros fortificados en la colina de la Plaza de Armas, la casa del poder con el balcón de los discursos legendarios y las ventanas de visillos de encajes y macetas de flores en las cornisas que de noche parecía un buque de vapor navegando en el cielo, no sólo desde cualquier sitio de la ciudad sino también desde siete leguas en el mar después de que la pintaron de blanco y la iluminaron con globos de vidrio para celebrar la visita del conocido poeta Rubén Darío, aunque ninguno de esos signos demostraba a ciencia cierta que él estuviera ahí, al contrario, pensábamos con buenas razones que aquellos alardes de vida eran artificios militares para tratar de desmentir la versión generalizada de que él había sucumbido a una crisis de misticismo senil, que había renunciado a los fastos y vanidades del poder y se había impuesto a sí mismo la penitencia de vivir el resto de sus años en un tremendo estado de postración con cilicios de privaciones en el alma y toda clase de hierros de mortificación en el cuerpo, sin nada más que pan de centeno para comer y agua de pozo para beber, ni nada más para dormir que las losas del suelo pelado de una celda de clausura del convento de las vizcaínas hasta expiar el horror de haber poseído contra su voluntad y haber fecundado de varón a una mujer prohibida que sólo porque Dios es grande no había recibido todavía las órdenes mayores, y sin embargo nada había cambiado en su vasto reino de pesadumbre porque Leticia Nazareno tenía las claves de su poder y le bastaba con decir que él mandaba a decir que le pasen la cuenta al gobierno, una fórmula antigua que al principio parecía muy fácil de sortear pero que se fue haciendo cada vez más temible, hasta que un grupo de acreedores decididos se atrevió a presentarse al cabo de muchos años con una maleta de facturas pendientes en el retén de la casa presidencial y nos encontramos con el asombro de que nadie nos dijo que sí ni que no sino que nos mandaron con un soldado de servicio a una discreta sala de espera donde nos recibió un oficial de marina muy amable, muy joven, de voz reposada y ademanes sonrientes que nos brindó una taza del café tenue y fragante de las cosechas presidenciales, nos mostró las oficinas blancas y bien iluminadas con redes metálicas en las ventanas y ventiladores de aspas en el cielo raso, y todo era tan diáfano y humano que uno se preguntaba perplejo dónde estaba el poder de aquel aire oloroso a medicina perfumada, dónde estaba la mezquindad y la inclemencia del poder en la conciencia de aquellos escribientes de camisas de seda que gobernaban sin prisa y en silencio, nos mostró el patiecito interior cuyos rosales habían sido podados por Leticia Nazareno para purificar el sereno de la madrugada del mal recuerdo de los leprosos y los ciegos y los paralíticos que fueron mandados a morir de olvido en asilos de caridad, nos mostró el antiguo galpón de las concubinas, las máquinas de coser herrumbrosas, los catres de cuartel donde las esclavas del serrallo habían dormido hasta en grupos de tres en celdas de oprobio que iban a ser demolidas para construir en su lugar la capilla privada, nos mostró desde una ventana interior la galería más intima de la casa civil, el cobertizo de trinitarias doradas por el sol de las cuatro en el cancel de alfajores de listones verdes donde él acababa de almorzar con Leticia Nazareno y el niño que eran las únicas personas con franquicia para sentarse a su mesa, nos mostró la ceiba legendaria a cuya sombra colgaban la hamaca de lino con los colores de la bandera donde él hacía la siesta en las tardes de más calor, nos mostró los establos de ordeño, las queseras, los panales, y al regresar por el sendero que él recorría al amanecer para asistir al ordeño pareció fulminado por la centella de la revelación y nos señaló con el dedo la huella de una bota en el barro, miren, dijo, es la huella de él, nos quedamos petrificados contemplando aquella impronta de una suela grande y basta que tenia el esplendor y el dominio en reposo y el tufo de sarna vieja del rastro de un tigre acostumbrado a la soledad, y en esa huella vimos el poder, sentimos el contacto de su misterio con mucha más fuerza reveladora que cuando uno de nosotros fue escogido para verlo a él de cuerpo presente porque los grandes del ejército empezaban a rebelarse contra la advenediza que había logrado acumular más poder que el mando supremo, más que el gobierno, más que él, pues Leticia Nazareno había llegado tan lejos con sus ínfulas de reina que el propio estado mayor presidencial asumió el riesgo de franquearle el paso a uno de ustedes, sólo a uno, para tratar de que él tuviera al menos una idea ínfima de cómo andaba la patria a espaldas suyas mi general, y así fue cómo lo vi, estaba solo en la calurosa oficina de paredes blancas con grabados de caballos ingleses, estaba echado hacia atrás en la poltrona de resortes, debajo del ventilador de aspas, con el uniforme de dril blanco y arrugado con botones de cobre y sin insignias de ninguna clase, tenía la mano derecha con el guante de raso sobre el escritorio de madera donde no había nada más que tres pares iguales de espejuelos muy pequeños con monturas de oro, tenía a sus espaldas una vidriera de libros polvorientos que más bien parecían libros mayores de contabilidad empastados en cuero humano, tenía a la derecha una ventana grande y abierta, también con mallas metálicas, a través de la cual se veía la ciudad entera y todo el cielo sin nubes ni pájaros hasta el otro lado del mar, y yo sentí un grande alivio porque él se mostraba menos consciente de su poder que cualquiera de sus partidarios y era más doméstico que en sus fotografías y también más digno de compasión pues todo en él era viejo y arduo y parecía minado por una enfermedad insaciable, tanto que no tuvo aliento para decirme que me sentara sino que me lo indicó con un gesto triste del guante de raso, escuchó mis razones sin mirarme, respirando con un silbido tenue y difícil, un silbido recóndito que dejaba en la habitación un relente de creosota, concentrado a fondo en el examen de las cuentas que yo representaba con ejemplos de escuela porque él no lograba concebir nociones abstractas, de modo que empecé por demostrarle que Leticia Nazareno nos estaba debiendo una cantidad de tafetán igual a dos veces la distancia marítima de Santa María del Altar, es decir, 190 leguas, y él dijo ajá como para sí mismo, y terminé por demostrarle que el total de la deuda con el descuento especial para su excelencia era igual a seis veces el premio mayor de la lotería en diez años, y él volvió a decir ajá y sólo entonces me miró de frente sin los espejuelos y pude ver que sus ojos eran tímidos e indulgentes, y sólo entonces me dijo con una rara voz de armonio que nuestras razones eran claras y justas, a cada quién lo suyo, dijo, que le pasen la cuenta al gobierno. Así era, en realidad, por la época en que Leticia Nazareno lo había vuelto a hacer desde el principio sin los escollos montaraces de su madre Bendición Alvarado, le quitó la costumbre de comer caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra y comían los tres en una mesita de playa bajo el cobertizo de trinitarias, él frente al niño y Leticia Nazareno entre los dos enseñándoles las normas de urbanidad y de ¡a buena salud en el comer, les enseñó a mantenerse con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, masticando cada bocado quince veces de un lado y quince veces del otro con la boca cerrada y la cabeza recta sin hacer caso de sus protestas de que tantos requisitos parecían cosas de cuartel, le enseñó a leer después del almuerzo el periódico oficial en el que figuraba él mismo como patrono y director honorario, se lo ponía en las manos cuando lo veía acostado en la hamaca a la sombra de la ceiba gigantesca del patio familiar diciéndole que no era concebible que todo un jefe de estado no estuviera al corriente de lo que pasaba en el mundo, le ponía los espejuelos de oro y lo dejaba chapaleando en la lectura de sus propias noticias mientras ella adiestraba al niño en el deporte de novicias de lanzarse y devolverse una pelota de caucho, mientras él se encontraba a sí mismo en fotografías tan antiguas que muchas de ellas no eran suyas sino de un antiguo doble que había muerto por él y cuyo nombre no recordaba, se encontraba presidiendo los consejos de ministros del martes a los cuales no asistía desde los tiempos del cometa, se enteraba de frases históricas que le atribuían sus ministros de letras, leía cabeceando en el bochorno de los nubarrones errantes de las tardes de agosto, se sumergía poco a poco en la mazmorra de sudor de la siesta murmurando qué mierda de periódico, carajo, no entiendo cómo se lo aguanta la gente, murmuraba, pero algo debía quedarle de aquellas lecturas sin gracia porque despertaba del sueño corto y tenue con alguna idea