ralizada de que él había sucumbido a una crisis de misticismo senil, que había renunciado a los fastos y vanidades del poder y se había impuesto a sí mismo la penitencia de vivir el resto de sus años en un tremendo estado de postración con cilicios de privaciones en el alma y toda clase de hierros de mortificación en el cuerpo, sin nada más que pan de centeno para comer y agua de pozo para beber, ni nada más para dormir que las losas del suelo pelado de una celda de clausura del convento de las vizcaínas hasta expiar el horror de haber poseído contra su voluntad y haber fecundado de varón a una mujer prohibida que sólo porque Dios es grande no había recibido todavía las órdenes mayores, y sin embargo nada había cambiado en su vasto reino de pesadumbre porque Leticia Nazareno tenía las claves de su poder y le bastaba con decir que él mandaba a decir que le pasen la cuenta al gobierno, una fórmula antigua que al principio parecía muy fácil de sortear pero que se fue haciendo cada vez más temible, hasta que un grupo de acreedores decididos se atrevió a presentarse al cabo de muchos años con una maleta de facturas pendientes en el retén de la casa presidencial y nos encontramos con el asombro de que nadie nos dijo que sí ni que no sino que nos mandaron con un soldado de servicio a una discreta sala de espera donde nos recibió un oficial de marina muy amable, muy joven, de voz reposada y ademanes sonrientes que nos brindó una taza del café tenue y fragante de las cosechas presidenciales, nos mostró las oficinas blancas y bien iluminadas con redes metálicas en las ventanas y ventiladores de aspas en el cielo raso, y todo era tan diáfano y humano que uno se preguntaba perplejo dónde estaba el poder de aquel aire oloroso a medicina perfumada, dónde estaba la mezquindad y la inclemencia del poder en la conciencia de aquellos escribientes de camisas de seda que gobernaban sin prisa y en silencio, nos mostró el patiecito interior cuyos rosales habían sido podados por Leticia Nazareno para purificar el sereno de la madrugada del mal recuerdo de los leprosos y los ciegos y los paralíticos que fueron mandados a morir de olvido en asilos de caridad, nos mostró el antiguo galpón de las concubinas, las máquinas de coser herrumbrosas, los catres de cuartel donde las esclavas del serrallo habían dormido hasta en grupos de tres en celdas de oprobio que iban a ser demolidas para construir en su lugar la capilla privada, nos mostró desde una ventana interior la galería más intima de la casa civil, el cobertizo de trinitarias doradas por el sol de las cuatro en el cancel de alfajores de listones verdes donde él acababa de almorzar con Leticia Nazareno y el niño que eran las únicas personas con franquicia para sentarse a su mesa, nos mostró la ceiba legendaria a cuya sombra colgaban la hamaca de lino con los colores de la bandera donde él hacía la siesta en las tardes de más calor, nos mostró los establos de ordeño, las queseras, los panales, y al regresar por el sendero que él recorría al amanecer para asistir al ordeño pareció fulminado por la centella de la revelación y nos señaló con el dedo la huella de una bota en el barro, miren, dijo, es la huella de él, nos quedamos petrificados contemplando aquella impronta de una suela grande y basta que tenia el esplendor y el dominio en reposo y el tufo de sarna vieja del rastro de un tigre acostumbrado a la soledad, y en esa huella vimos el poder, sentimos el contacto de su misterio con mucha más fuerza reveladora que cuando uno de nosotros fue escogido para verlo a él de cuerpo presente porque los grandes del ejército empezaban a rebelarse contra la advenediza que había logrado acumular más poder que el mando supremo, más que el gobierno, más que él, pues Leticia Nazareno había llegado tan lejos con sus ínfulas de reina que el propio estado mayor presidencial asumió el riesgo de franquearle el paso a uno de ustedes, sólo a uno, para tratar de que él tuviera al menos una idea ínfima de cómo andaba la patria a espaldas suyas mi general, y así fue cómo lo vi, estaba solo en la calurosa oficina de paredes blancas con grabados de caballos ingleses, estaba echado hacia atrás en la poltrona de resortes, debajo del ventilador de aspas, con el uniforme de dril blanco y arrugado con botones de cobre y sin insignias de ninguna clase, tenía la mano derecha con el guante de raso sobre el escritorio de madera donde no había nada más que tres pares iguales de espejuelos muy pequeños con monturas de oro, tenía a sus espaldas una vidriera de libros polvorientos que más bien parecían libros mayores de contabilidad empastados en cuero humano, tenía a la derecha una ventana grande y abierta, también con mallas metálicas, a través de la cual se veía la ciudad entera y todo el cielo sin nubes ni pájaros hasta el otro lado del mar, y yo sentí un grande alivio porque él se mostraba menos consciente de su poder que cualquiera de sus partidarios y era más doméstico que en sus fotografías y también más digno de compasión pues todo en él era viejo y arduo y parecía minado por una enfermedad insaciable, tanto que no tuvo aliento para decirme que me sentara sino que me lo indicó con un gesto triste del guante de raso, escuchó mis razones sin mirarme, respirando con un silbido tenue y difícil, un silbido recóndito que dejaba en la habitación un relente de creosota, concentrado a fondo en el examen de las cuentas que yo representaba con ejemplos de escuela porque él no lograba concebir nociones abstractas, de modo que empecé por demostrarle que Leticia Nazareno nos estaba debiendo una cantidad de tafetán igual a dos veces la distancia marítima de Santa María del Altar, es decir, 190 leguas, y él dijo ajá como para sí mismo, y terminé por demostrarle que el total de la deuda con el descuento especial para su excelencia era igual a seis veces el premio mayor de la lotería en diez años, y él volvió a decir ajá y sólo entonces me miró de frente sin los espejuelos y pude ver que sus ojos eran tímidos e indulgentes, y sólo entonces me dijo con una rara voz de armonio que nuestras razones eran claras y justas, a cada quién lo suyo, dijo, que le pasen la cuenta al gobierno. Así era, en realidad, por la época en que Leticia Nazareno lo había vuelto a hacer desde el principio sin los escollos montaraces de su madre Bendición Alvarado, le quitó la costumbre de comer caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra y comían los tres en una mesita de playa bajo el cobertizo de trinitarias, él frente al niño y Leticia Nazareno entre los dos enseñándoles las normas de urbanidad y de ¡a buena salud en el comer, les enseñó a mantenerse con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, masticando cada bocado quince veces de un lado y quince veces del otro con la boca cerrada y la cabeza recta sin hacer caso de sus protestas de que tantos requisitos parecían cosas de cuartel, le enseñó a leer después del almuerzo el periódico oficial en el que figuraba él mismo como patrono y director honorario, se lo ponía en las manos cuando lo veía acostado en la hamaca a la sombra de la ceiba gigantesca del patio familiar diciéndole que no era concebible que todo un jefe de estado no estuviera al corriente de lo que pasaba en el mundo, le ponía los espejuelos de oro y lo dejaba chapaleando en la lectura de sus propias noticias mientras ella adiestraba al niño en el deporte de novicias de lanzarse y devolverse una pelota de caucho, mientras él se encontraba a sí mismo en fotografías tan antiguas que muchas de ellas no eran suyas sino de un antiguo doble que había muerto por él y cuyo nombre no recordaba, se encontraba presidiendo los consejos de ministros del martes a los cuales no asistía desde los tiempos del cometa, se enteraba de frases históricas que le atribuían sus ministros de letras, leía cabeceando en el bochorno de los nubarrones errantes de las tardes de agosto, se sumergía poco a poco en la mazmorra de sudor de la siesta murmurando qué mierda de periódico, carajo, no entiendo cómo se lo aguanta la gente, murmuraba, pero algo debía quedarle de aquellas lecturas sin gracia porque despertaba del sueño corto y tenue con alguna idea nueva inspirada en las noticias, mandaba órdenes a sus ministros con Leticia Nazareno, le contestaban con ella tratando de vislumbrar su pensamiento por el pensamiento de ella, porque tú eras lo que yo había querido que fueras la intérprete de mis más altos designios, tú eras mi voz, eras mi razón y mi fuerza, era su oído más fiel y más atento en el rumor de lavas perpetuas del mundo inaccesible que lo asediaba, aunque en realidad los últimos oráculos que regían su destino eran los letreros anónimos escritos en las paredes de los excusados del personal de servicio, en los cuales descifraba las verdades recónditas que nadie se hubiera atrevido a revelarle, ni siquiera tú, Leticia, los leía al amanecer de regreso del ordeño antes de que los borraran los ordenanzas de la limpieza y había ordenado encalar a diario los muros de los retretes para que nadie resistiera a la tentación de desahogarse de sus rencores ocultos, allí conoció las amarguras del mando supremo, las intenciones reprimidas de quienes medraban a su sombra y lo repudiaban a sus espaldas, se sentía dueño de todo su poder cuando conseguía penetrar un enigma del corazón humano en el espejo revelador del papel de la canalla, volvió a cantar al cabo de tantos años contemplando a través de las brumas del mosquitero el sueño matinal de ballena varada de su única y legítima esposa Leticia Nazareno, levántate, cantaba, son las seis de mi corazón, el mar está en su puesto, la vida sigue, Leticia, la vida imprevisible de la única de sus tantas mujeres que lo había conseguido todo de él menos el privilegio fácil de que amaneciera con ella en la cama, pues él se iba después del último amor, colgaba la lámpara de salir corriendo en el dintel de su dormitorio de soltero viejo, pasaba las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se tiraba bocabajo en el suelo, solo y vestido, como lo había hecho todas las noches antes de ti, como lo hizo sin ti hasta la última noche de sus sueños de ahogado solitario, regresaba después del ordeño a tu cuarto oloroso a bestia de oscuridad para seguirte dando cuanto quisieras, mucho más que la herencia sin medidas de su madre Bendición Alvarado, mucho más de lo que ningún ser humano había soñado sobre la tierra, no sólo para ella sino también para sus parientes inagotables que llegaban desde los cayos incógnitos de las Antillas sin otra fortuna que el pellejo que llevaban puesto ni más títulos que los de su identidad de Nazarenos, una familia áspera de varones intrépidos y mujeres abrasadas por la fiebre de la codicia que se habían tomado por asalto los estancos de la sal, el tabaco, el agua potable, los antiguos privilegios con que él había favorecido a los comandantes de las distintas armas para mantenerlos apartados de otra clase de ambiciones y que Leticia Nazareno les había ido arrebatando poco a poco por órdenes suyas que él no daba pero aprobó, de acuerdo, había abolido el sistema bárbaro de ejecución por descuartizamiento con caballos y había tratado de poner en su lugar la silla eléctrica que le había regalado el comandante del desembarco para que también nosotros disfrutáramos del método más civilizado de matar, había visitado el laboratorio de horror de la fortaleza del puerto donde escogían a los presos políticos más exhaustos para entrenarse en el manejo del trono de la muerte cuyas descargas absorbían el total de la potencia eléctrica de la ciudad, conocíamos la hora exacta del experimento mortal porque nos quedábamos un instante en las tinieblas con el aliento tronchado de horror, guardábamos un minuto de silencio en los burdeles del puerto y nos tomábamos una copa por el alma del sentenciado, no una vez sino muchas veces, pues la mayoría de las víctimas se quedaban colgadas de las correas de la silla con el cuerpo amorcillado y echando humos de carne asada pero todavía resollando de dolor hasta que alguien tuviera la piedad de acabar de matarlos a tiros después de varias tentativas frustradas, todo por complacerte, Leticia, por ti había desocupado los calabozos y autorizó de nuevo la repatriación de sus enemigos y promulgó un bando de pascua para que nadie fuera castigado por divergencias de opinión ni perseguido por asuntos de su fuero interno, convencido de corazón en la plenitud de su otoño de que aun sus adversarios más encarnizados tenían derecho a compartir la placidez de que él gozaba en las noches absortas de enero con la única mujer que mereció la gloria de verlo sin camisa y con los calzoncillos largos y la enorme potra dorada por la luna en la terraza de la casa civil, contemplaban juntos los sauces misteriosos que por aquellas Navidades les mandaron los reyes de Babilonia para que los sembraran en el jardín de la lluvia, disfrutaban del sol astillado a través de las aguas perpetuas, gozaban de la estrella polar enredada en sus frondas, escudriñaban el universo en los números de la radiola interferida por las rechiflas de burla de los planetas fugitivos, escuchaban juntos el episodio diario de las novelas habladas de Santiago de Cuba que les dejaba en el alma el sentimiento de zozobra de si todavía mañana estaremos vivos para saber cómo se arregla esta desgracia, él jugaba con el niño antes de acostarlo para enseñarle todo lo que era posible saber sobre el uso y mantenimiento de las armas de guerra que era la ciencia humana que él conocía mejor que nadie, pero el único consejo que le dio fue que nunca impartiera una orden si no estás seguro de que la van a cumplir