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dición Alvarado protégelos, haz que las balas reboten en su corpiño, amansa el láudano, madre, endereza los pensamientos torcidos, sin un instante de sosiego mientras no volviera a sentir las sirenas de la escolta de la Plaza de Armas y veía a Leticia Nazareno y al niño atravesando el patio con las primeras luces del faro, ella volvía agitada, feliz en medio de la custodia de guerreros cargados de pavos vivos, orquídeas de Envigado, ristras de foquitos de colores para las noches de Navidad que ya se anunciaban en la calle con letreros de estrellas luminosas ordenados por él para disimular su ansiedad, la recibía en la escalera para sentirte todavía viva en el relente de naftalina de las colas de zorros azules, en el sudor agrio de tus mechones de inválida, te ayudaba a llevar los regalos al dormitorio con la rara certidumbre de estar consumiendo las últimas migajas de un alborozo condenado que hubiera preferido no conocer, tanto más desolado cuanto más convencido estaba de que cada recurso que concebía para aliviar aquella ansiedad insoportable, cada paso que daba para conjurarla lo acercaba sin piedad al pavoroso miércoles de mi desgracia en que tomó la decisión tremenda de que ya no más, carajo, lo que ha de ser que sea pronto, decidió, y fue como una orden fulminante que no había acabado de concebir cuando dos de sus edecanes irrumpieron en la oficina con la novedad terrible de que a Leticia Nazareno y al niño los habían descuartizado y se los habían comido a pedazos los perros cimarrones del mercado público, se los comieron vivos mi general, pero no eran los mismos perros callejeros de siempre sino unos animales de presa con unos ojos amarillos atónitos y una piel lisa de tiburón que alguien había cebado contra los zorros azules, sesenta perros iguales que nadie supo cuándo saltaron de entre los mesones de legumbres y cayeron encima de Leticia Nazareno y el niño sin darnos tiempo de disparar por miedo de matarlos a ellos que parecía como si estuvieran ahogándose junto con los perros en un torbellino de infierno, sólo veíamos los celajes instantáneos de unas manos efímeras tendidas hacia nosotros mientras el resto del cuerpo iba desapareciendo a pedazos, veíamos unas expresiones fugaces e inasibles que a veces eran de terror, a veces eran de lástima, a veces de júbilo, hasta que acabaron de hundirse en el remolino de la rebatiña y sólo quedó flotando el sombrero de violetas de fieltro de Leticia Nazareno ante el horror impasible de las verduleras totémicas salpicadas de sangre caliente que rezaban Dios mío, esto no sería posible si el general no lo quisiera, o por lo menos si no lo supiera, para deshonra eterna de la guardia presidencial que sólo pudo rescatar sin disparar un tiro los puros huesos dispersos entre las legumbres ensangrentadas, nada más mi general, lo único que encontramos fueron estas medallas del niño, el sable sin las borlas, los zapatos de cordobán de Leticia Nazareno que nadie sabe por qué aparecieron flotando en la bahía como a una legua del mercado, el collar de vidrios de colores, el monedero de malla de almófar que aquí le entregamos en su propia mano mi general, junto con estas tres llaves, el anillo matrimonial de oro renegrido y estos cincuenta centavos en monedas de a diez que pusieron sobre el escritorio para que él las contara, y nada más mi general, era todo cuanto quedaba de ellos. A él le habría dado igual que quedara más, o que quedara menos, si hubiera sabido entonces que no eran muchos ni muy difíciles los años que le harían falta para exterminar hasta el último vestigio del recuerdo de aquel miércoles inevitable, lloró de rabia, despertó gritando de rabia atormentado por los ladridos de los perros que pasaron la noche en las cadenas del patio mientras él decidía qué hacemos con ellos mi general, preguntándose aturdido si matar a los perros no seria otra manera de matar de nuevo en sus entrañas a Leticia Nazareno y al niño, ordenó derribar la cúpula de hierro del mercado de legumbres y construir en su lugar un jardín de magnolias y codornices con una cruz de mármol con una luz más alta y más intensa que la del faro para perpetuar en la memoria de las generaciones futuras hasta el fin de los siglos el recuerdo de una mujer histórica que él mismo había olvidado mucho antes de que el monumento fuera demolido por una explosión nocturna que nadie reivindicó, y a las magnolias se las comieron los cerdos y el jardín memorable quedó convertido en un muladar de cieno pestilente que él no conoció, no sólo porque había ordenado al chófer presidencial que eludiera el paso por el antiguo mercado de legumbres aunque tengas que darle la vuelta al mundo, sino porque no volvió a salir a la calle desde que mandó las oficinas para los edificios de vidrios solares de los ministerios y se quedó sólo con el personal mínimo para vivir en la casa desmantelada donde no quedaba entonces por orden suya ni el vestigio menos visible de tus urgencias de reina, Leticia, se quedó vagando en la casa vacía sin más oficio conocido que las consultas eventuales de los altos mandos o la decisión final de un consejo de ministros difícil o las visitas perniciosas del embajador Wilson que solía acompañarlo hasta bien entrada la tarde bajo la fronda de la ceiba y le llevaba caramelos de Baltimore y revistas con cromos de mujeres desnudas para tratar de convencerle de que le diera las aguas territoriales a buena cuenta de los servicios descomunales de la deuda externa, y él lo dejaba hablar, aparentaba oír menos o más de lo que podía oír en realidad según sus conveniencias, se defendía de su labia oyendo el coro de la pajarita pinta paradita en el verde limón en la cercana escuela de niñas, lo acompañaba hasta las escaleras con las primeras sombras tratando de explicarle que podía llevarse todo lo que quisiera menos el mar de mis ventanas, imagínese, qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénaga en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía, lo despedía en la escalera con una palmadita en el hombro, regresaba encendiendo las lámparas de los salones desiertos de las antiguas oficinas donde una de esas tardes encontró una vaca extraviada, la espantó hacia las escaleras y el animal tropezó con los remiendos de las alfombras y se fue de bruces y cayó peloteando y se desnucó en las escaleras para gloria y sustento de los leprosos que se precipitaron a destrozarla, pues los leprosos habían vuelto después de la muerte de Leticia Nazareno y estaban otra vez con los ciegos y los paralíticos esperando de sus manos la sal de la salud en los rosales silvestres del patio, él los oía cantar en noches de estrellas, cantaba con ellos la canción de Susana ven Susana de sus tiempos de gloria, se asomaba por las claraboyas del granero a las cinco de la tarde para ver la salida de las niñas de la escuela y se quedaba extasiado con los delantales azules, las medias tobilleras, las trenzas, madre, corríamos asustadas de los ojos de tísico del fantasma que nos llamaba por entre los barrotes de hierro con los dedos rotos del guante de trapo, niña, niña, nos llamaba, ven que te tiente, las veía escapar despavoridas pensando madre mía Bendición Alvarado qué jóvenes que son las jóvenes de ahora, se reía de sí mismo, pero se volvía a reconciliar consigo mismo cuando su médico personal el ministro de la salud le examinaba la retina con una lupa cada vez que lo invitaba a almorzar, le contaba el pulso, quería obligarlo a tomar cucharadas de ceregén para taparme los sumideros de la memoria, qué vaina, cucharadas a mí que no he tenido más tropiezos en esta vida que las tercianas de la guerra, a la mierda doctor, se quedó comiendo solo en la mesa sola con las espaldas vueltas hacia el mundo como el erudito embajador Maryland le había dicho que comían los reyes de Marruecos, comía con el tenedor y el cuchillo y la cabeza erguida de acuerdo con las normas severas de una maestra olvidada, recorría la casa entera buscando los frascos de miel cuyos escondites se le perdían a las pocas horas y encontraba por equivocación los pitillos de márgenes de memoriales que él escribía en otra época para no olvidar nada cuando ya no pudiera acordarse de nada, leyó en uno que mañana es martes, leyó que había una cifra en tu blanco pañuelo roja cifra de un nombre que no era el tuyo mi dueño, leyó intrigado Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, leía Leticia Nazareno por todas partes sin poder entender que alguien fuera tan desdichado para dejar aquel reguero de suspiros escritos, y sin embargo era mi letra, la única caligrafía de mano izquierda que se encontraba entonces en las paredes de los excusados donde escribía para consolarse que viva el general, que viva, carajo, curado de raíz de la rabia de haber sido el más débil de los militares de tierra mar y aire por una prófuga de clausura de la cual no quedaba sino el nombre escrito a lápiz en tiras de papel como él lo había resuelto cuando ni siquiera quiso tocar las cosas que los edecanes pusieron sobre el escritorio y ordenó sin mirarlas que se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto pudiera evocar la imagen de sus muertos, que pusieran todo lo que fue de ellos dentro del dormitorio de sus siestas desaforadas y tapiaran las puertas y las ventanas con la orden final de no entrar en ese cuarto ni por orden mía, carajo, sobrevivió al escalofrío nocturno de los aullidos de pavor de los perros encadenados en el patio durante muchos meses porque pensaba que cualquier daño que les hiciera podía dolerle a sus muertos, se abandonó en la hamaca, temblando de la rabia de saber quiénes eran los asesinos de su sangre y tener que soportar la humillación de verlos en su propia casa porque en aquel momento carecía de poder contra ellos, se había opuesto a cualquier clase de honores póstumos, había prohibido las visitas de pésame, el luto, esperaba su hora meciéndose de rabia en la hamaca a la sombra de la ceiba tutelar donde mi último compadre le había expresado el orgullo del mando supremo por la serenidad y el orden con que el pueblo sobrellevó la tragedia, y él apenas sonrió, no sea pendejo compadre, qué serenidad ni qué orden, lo que pasa es que a la gente no le ha importado un carajo esta desgracia, repasaba el periódico al derecho y al revés buscando algo más que las noticias inventadas por sus propios servicios de prensa, se hizo poner la radiola al alcance de la mano para escuchar la misma noticia desde Veracruz hasta Riobamba que las fuerzas del orden estaban sobre la pista segura de los autores del atentado, y él murmuraba cómo no, hijos de la tarántula, que los habían identificado sin la menor duda, cómo no, que los tenían acorralados con fuego de mortero en una casa de tolerancia de los suburbios, ahí está, suspiró, pobre gente, pero permaneció en la hamaca sin traslucir ni una luz de su malicia rogando madre mía Bendición Alvarado dame vida para este desquite, no me sueltes de tu mano, madre, inspírame, tan seguro de la eficacia de la súplica que lo encontramos repuesto de su dolor cuando los comandantes del estado mayor responsables del orden público y de la seguridad del estado vinimos a comunicarle la novedad de que tres de los autores del crimen habían sido muertos en combate con la fuerza pública y los otros dos estaban a disposición de mi general en los calabozos de San Jerónimo, y él dijo ajá, sentado en la hamaca con la jarra de jugos de fruta de la cual nos sirvió un vaso para cada uno con pulso sereno de buen tirador, más sabio y solícito que nunca, hasta el punto de que adivinó mis ansias de encender un cigarrillo y me concedió la licencia que no había concedido hasta entonces a ningún militar en servicio, bajo este árbol todos somos iguales, dijo, y escuchó sin rencor el informe minucioso del crimen del mercado, cómo habían sido traídos de Escocia en remesas separadas ochenta y dos perros de presa recién nacidos de los cuales habían muerto veintidós en el curso de la crianza y sesenta habían sido mal educados para matar por un maestro escocés que les inculcó un odio criminal no sólo contra los zorros azules sino contra la propia persona de Leticia Nazareno y el niño valiéndose de estas prendas de vestir que habían sustraído poco a poco de los servicios de lavandería de la casa civil, valiéndose de este corpiño de Leticia Nazareno, este pañuelo, estas medias, este uniforme completo del niño que exhibimos ante él para que los reconociera, pero sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos cómo los sesenta perros habían sido entrenados inclusive para no ladrar cuando no debían, los acostumbraron al gusto de la carne humana, los mantuvieron encerrados sin ningún contacto con el mundo durante los años difíciles de la enseñanza en una antigua granja de chinos a siete leguas de esta ciudad capital donde tenían imágenes de bulto de tamaño humano con ropas de Leticia Nazareno y el niño a quienes los perros conocían además por estos retratos originales y estos recortes de periódicos que le mostramos pegados en un álbum para que mi general aprecie mejor la perfección del trabajo que habían hecho esos bastardos, lo que sea de cada quién, pero él sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos por último que los sindicados no actuaban de su cuenta, por supuesto, sino que eran agentes de una hermandad subversiva con base en el exterior cuyo símbolo era esta pluma de ganso cruzada con un cuchillo, ajá, todos ellos fugitivos de la justicia penal militar por otros delitos anteriores contra la seguridad del estado, estos tres que son los muertos cuyos retratos le mostramos en el álbum con el número de la respectiva ficha policial colgada del cuello, y estos dos que son los vivos encarcelados a la espera de la decisión última e inapelable de mi general, los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León, de 28 y 23 años, el primero desertor del ejército sin empleo ni domicilio conocidos y el segundo maestro de cerámica en la escuela de artes y oficios, y ante los cuales dieron los perros tales muestras de familiaridad y alborozo que eso hubiera bastado como prueba de culpa mi general, y él sólo dijo ajá, pero citó con honores en el orden del día a los tres oficiales que llevaron a término la investigación del crimen y les impuso la medalla del mérito militar por servicios a la patria en el curso de una ceremonia solemne en la cual constituyó el consejo de guerra sumario que juzgó a los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León y los condenó a morir fusilados dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, a menos de obtener el beneficio de su clemencia mi general, usted manda. Permaneció absorto y solo en la hamaca, insensible a las súplicas de gracia del mundo entero, oyó en la radiola el debate estéril de la Sociedad de Naciones, oyó insultos de los países vecinos y algunas adhesiones distantes, oyó con igual atención las razones tímidas de los ministros partidarios de la piedad y los motivos estridentes de los partidarios del castigo, se negó a recibir al nuncio apostólico con un mensaje personal del papa en el cual expresaba su inquietud pastoral por la suerte de las dos ovejas descarriadas, oyó los partes de orden público de todo el país alterado por su silencio, oyó tiros remotos, sintió el temblor de tierra de la explosión sin origen de un barco de guerra fondeado en la bahía, once muertos mi general, ochenta y dos heridos y la nave fuera de servicio, de acuerdo, dijo él, contemplando desde la ventana del dormitorio la hoguera nocturna en la ensenada del puerto mientras los dos condenados a muerte empezaban a vivir la noche de sus vísperas en la capilla ardiente de la base de San Jerónimo, él los recordó a esa hora como los había visto en los retratos con las cejas erizadas de la madre común, los recordó trémulos, solos, con las tablillas de los números sucesivos colgadas del cuello bajo el foco siempre encendido de la celda de agonía, se sintió pensado por ellos, se