supo necesitado, requerido, pero no había hecho un gesto mínimo que permitiera vislumbrar el rumbo de su voluntad cuando acabó de repetir los actos de rutina de una jornada más en su vida y se despidió del oficial de servicio que había de permanecer en vela frente al dormitorio para llevar el recado de su decisión a cualquier hora en que él la tomara antes de los primeros gallos, se despidió al pasar sin mirarlo, buenas noches, capitán, colgó la lámpara en el dintel, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sumergió bocabajo en un sueño alerta a través de cuyos tabiques frágiles siguió oyendo los ladridos ansiosos de los perros en el patio, las sirenas de las ambulancias, los petardos, las ráfagas de música de alguna fiesta equívoca en la noche intensa de la ciudad sobrecogida por el rigor de la sentencia, despertó con las campanas de las doce en la catedral, volvió a despertar a las dos, volvió a despertar antes de las tres con la crepitación de la llovizna en las alambreras de las ventanas, y entonces se levantó del suelo con aquella enorme y ardua maniobra de buey de primero las ancas y después las patas delanteras y por último la cabeza aturdida con un hilo de baba en los belfos y ordenó en primer término al oficial de guardia que se llevaran esos perros donde yo no pueda oírlos bajo el amparo del gobierno hasta su extinción natural, ordenó en segundo término la libertad sin condiciones de los soldados de la escolta de Leticia Nazareno y el niño, y ordenó por último que los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León fueran ejecutados tan pronto como se conozca esta mi decisión suprema e inapelable, pero no en el paredón de fusilamiento, como estaba previsto, sino que fueron sometidos al castigo en desuso del descuartizamiento con caballos y sus miembros fueron expuestos a la indignación pública y al horror en los lugares más visibles de su desmesurado reino de pesadumbre, pobres muchachos, mientras él arrastraba sus grandes patas de elefante mal herido suplicando de rabia madre mía Bendición Alvarado, asísteme, no me dejes de tu mano, madre, permíteme encontrar el hombre que me ayude a vengar esta sangre inocente, un hombre providencial que él había imaginado en los desvaríos del rencor y que buscaba con una ansiedad irresistible en el trasfondo de los ojos que encontraba a su paso, trataba de descubrirlo agazapado en los registros más sutiles de las voces, en los impulsos del corazón, en las rendijas menos usadas de la memoria, y había perdido la ilusión de encontrarlo cuando se descubrió a sí mismo fascinado por el hombre más deslumbrante y altivo que habían visto mis ojos, madre, vestido como los godos de antes con una chaqueta de Henry Pool y una gardenia en el ojal, con unos pantalones de Pecover y un chaleco de brocados con visos de plata que había lucido con su elegancia natural en los salones más difíciles de Europa cabestreando con una trailla un dobermann taciturno del tamaño de un novillo con ojos humanos, José Ignacio Sáenz de la Barra para servir a su excelencia, se presentó, el último vástago suelto de nuestra aristocracia demolida por el viento arrasador de los caudillos federales, barrida de la faz de la patria con sus áridos sueños de grandeza y sus mansiones vastas y melancólicas y su acento francés, un espléndido cabo de raza sin más fortuna que sus 32 años, siete idiomas, cuatro marcas de tiro al pichón en Dauville, sólido, esbelto, color de hierro, cabello mestizo con la raya en el medio y un mechón blanco pintado, los labios lineales de la voluntad eterna, la mirada resuelta del hombre providencial que fingía jugar al cricket con el bastón de cerezo para que le tomaran un retrato de colores con el fondo de primaveras idílicas de los gobelinos de la sala de fiestas, y en el instante en que él lo vio exhaló un suspiro de alivio y se dijo éste es, y ése era. Se puso a su servicio con el compromiso simple de que usted me entrega un presupuesto de ochocientos cincuenta millones sin tener que rendirle cuentas a nadie y sin más autoridad por encima de mí que su excelencia y yo le entrego en el curso de dos años las cabezas de los asesinos reales de Leticia Nazareno y el niño, y él aceptó, de acuerdo, convencido de su lealtad y su eficacia al cabo de las muchas pruebas difíciles a que lo había sometido para escrutarle los vericuetos del ánimo y conocer los límites de su voluntad y las grietas de su carácter antes de decidirse a ponerle en las manos las llaves de su poder, lo sometió a la prueba final de las partidas inclementes de dominó en las que José Ignacio Sáenz de la Barra se impuso la temeridad de ganar sin licencia, y ganó, pues era el hombre más valiente que habían visto mis ojos, madre, tenía una paciencia sin esquinas, sabía todo, conocía setenta y dos maneras de preparar el café, distinguía el sexo de los mariscos, sabía leer música y escritura para ciegos, se quedaba mirándome a los ojos, sin hablar, y yo no sabia qué hacer ante aquel rostro indestructible, aquellas manos ociosas apoyadas en el pomo del bastón de cerezo con una piedra de aguas matinales en el anular, aquel perrazo acostado a sus pies vigilante y feroz dentro de la envoltura de terciopelo vivo de su piel dormida, aquella fragancia de sales de baño del cuerpo inmune a la ternura y a la muerte del hombre más hermoso y con mayor dominio que vieron mis ojos cuando tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar sino por conveniencia, porque los militares son todo lo contrario de usted, general, son hombres de ambiciones inmediatas y fáciles, les interesa el mando más que el poder y no están al servicio de algo sino de alguien, y por eso es tan fácil utilizarlos, dijo, sobre todo a los unos contra los otros, y no se me ocurrió nada más que sonreír persuadido de que no habría podido ocultar su pensamiento ante aquel hombre deslumbrante a quien dio más poder del que nadie tuvo bajo su régimen después de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar a quien Dios tenga en su santa diestra, lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio que no sólo carecía de una identidad oficial sino que inclusive era difícil creer en su existencia real, pues nadie respondía de sus actos, ni tenía un nombre, ni un sitio en el mundo, y sin embargo era una verdad pavorosa que se había impuesto por el terror sobre los otros órganos de represión del estado desde mucho antes de que su origen y su naturaleza inasible fueran establecidos a ciencia cierta por el mando supremo, ni usted mismo previo el alcance de aquella máquina de horror mi general, ni yo mismo pude sospechar que en el instante en que aceptó el acuerdo quedé a merced del encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe que me mandó a la casa presidencial un costal de fique que parecía lleno de cocos y él ordenó que lo pongan por ahí donde no estorbe en un armario de papeles de archivo empotrado en el muro, lo olvidó, y al cabo de tres días era imposible vivir por el tufo de mortecina que atravesaba las paredes y empañaba de un vapor pestilente la luna de los espejos, buscábamos el hedor en la cocina y lo encontrábamos en los establos, lo espantaban con sahumerios de las oficinas y les salía al encuentro en la sala de audiencias, saturó con sus efluvios de rosal de podredumbre los resquicios más recónditos a donde no llegaron ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la peste, y estaba en cambio donde menos lo habíamos buscado en el costal que parecía de cocos que José Ignacio Sáenz de la Barra había mandado como primer abono del acuerdo, seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo, la cabeza del patricio ciego de la edad de piedra don Nepomuceno Estrada, 94 años, último veterano de la guerra grande y fundador del partido radical, muerto según certificado adjunto el 14 de mayo a consecuencia de un colapso senil, la cabeza del doctor Nepomuceno Estrada de la Fuente, hijo del anterior, 57 años, médico homeópata, muerto según certificado adjunto en la misma fecha que su padre a consecuencia de una trombosis coronaria, la cabeza de Eliécer Castor, 21 años, estudiante de letras, muerto según certificado adjunto a consecuencia de diversas heridas de arma punzante en un pleito de cantina, la cabeza de Lídice Santiago, 32 años, activista clandestina, muerta según certificado adjunto a consecuencia de un aborto provocado, la cabeza de Roque Pinzón, alias Jacinto el invisible, 38 años, fabricante de globos de colores, muerto en la misma fecha que la anterior a consecuencia de una intoxicación etílica, la cabeza de Natalicio Ruiz, secretario del movimiento clandestino 17 de octubre, 30 años, muerto según certificado adjunto a consecuencia de un tiro de pistola que se disparó en el paladar por desilusión en amores, seis en total, y el correspondiente recibo que él firmó con la bilis revuelta por el olor y el horror pensando madre mía Bendición Alvarado este hombre es una bestia, quién lo hubiera imaginado con sus ademanes místicos y su flor en el ojal, le ordenó que no me mande más tasajo, Nacho, me basta con su palabra, pero Sáenz de la Barra le replicó que aquél era un negocio de hombres, general, si usted no tiene hígados para verle la cara a la verdad aquí tiene su oro y tan amigos como siempre, qué vaina, por mucho menos que eso él hubiera hecho fusilar a su madre, pero se mordió la lengua, no es para tanto, Nacho, dijo, cumpla con su deber, así que las cabezas siguieron llegando en aquellos tenebrosos costales de fique que parecían de cocos y él ordenaba con las tripas torcidas que se los lleven lejos de aquí mientras se hacía leer los pormenores de los certificados de defunción para firmar los recibos, de acuerdo, había firmado por novecientas dieciocho cabezas de sus opositores más encarnizados la noche en que soñó que se veía a si mismo convertido en un animal de un solo dedo que iba dejando un rastro de huellas digitales en una llanura de cemento fresco, despertaba con un relente de hiel, sorteaba la desazón del alba sacando cuentas de cabezas en el estercolero de recuerdos agrios de las cuadras de ordeño, tan abstraído en sus cavilaciones de viejo que confundía el zumbido de los tímpanos con el rumor de los insectos en la hierba podrida pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible que sean tantas y todavía no llegaban las de los verdaderos culpables, pero Sáenz de la Barra le había hecho notar que por cada seis cabezas se producen sesenta enemigos y por cada sesenta se producen seiscientos y después seis mil y después seis millones, todo el país, carajo, no acabaremos nunca, y Sáenz de la Barra le replicó impasible que durmiera tranquilo general, acabaremos cuando ellos se acaben, qué bárbaro. Nunca tuvo un instante de incertidumbre, nunca dejó un resquicio para una alternativa, se apoyaba en la fuerza oculta del dobermann en eterno acecho que era el único testigo de las audiencias a pesar de que él trató de impedirlo desde la primera vez en que vio llegar a José Ignacio Sáenz de la Barra cabestreando el animal de nervios azogados que sólo obedecía a la maestranza imperceptible del hombre más gallardo pero también el menos complaciente que habían visto mis ojos, deje ese perro fuera, le ordenó, pero Sáenz de la Barra le contestó que no, general, no hay un lugar del mundo donde yo pueda entrar que no entre Lord Kóchel, de modo que entró, permanecía dormido a los pies del amo mientras sacaban cuentas de rutina de cabezas cortadas pero se incorporaba con un palpito anhelante cuando las cuentas se volvían ásperas, sus ojos femeninos me estorbaban para pensar, me estremecía su aliento humano, lo vi alzarse de pronto con el hocico humeante con un borboriteo de marmita cuando él dio un golpe de rabia en la mesa porque encontró en el saco de cabezas la de uno de sus antiguos edecanes que además fue su compinche de dominó durante muchos años, carajo, se acabó la vaina, pero Sáenz de la Barra lo convencía siempre, no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones, se reprochaba a si mismo la sumisión al único mortal que se atrevió a tratarlo como a un vasallo, se rebelaba a solas contra su imperio, decidía sacudirse de aquella servidumbre que iba saturando poco a poco el espacio de su autoridad, ahora mismo se acaba esta vaina, carajo, decía, que al fin y al cabo Bendición Alvarado no me parió para recibir órdenes sino para mandar, pero sus determinaciones nocturnas fracasaban en el instante en que Sáenz de la Barra entraba en la oficina y él sucumbía al deslumbramiento de los modales tenues de la gardenia natural de la voz pura de las sales aromáticas de las mancuernas de esmeralda de los puños de par afina del bastón sereno de la hermosura seria del hombre más apetecible y más insoportable que habían visto mis ojos, no es para tanto, Nacho, le reiteraba, cumpla con su deber, y seguía recibiendo los costales de cabezas, firmaba los recibos sin mirarlos, se hundía sin asideros en las arenas movedizas de su poder preguntándose a cada paso de cada amanecer de cada mar qué sucede en el mundo que van a ser las once y no hay un alma en esta casa de cementerio, quién vive, preguntaba, sólo él, dónde estoy que no me encuentro, decía, dónde están las recuas de ordenanzas descalzos que descargaban los burros de hortalizas y los huacales de gallinas en los corredores, dónde están los charcos de agua sucia de mis mujeres lenguaraces que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y lavaban las jaulas y sacudían alfombras en los balcones cantando al compás de las escobas de ramas secas la canción de Susana ven Susana tu amor quiero gozar, dónde están mis sietemesinos escuálidos que se cagaban detrás de las puertas y pintaban dromedarios de orín en las paredes de la sala de audiencias, qué se hizo mi escándalo de funcionarios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, mi tráfico de putas y soldados en los retretes, el despelote de mis perros callejeros que correteaban ladrando a los diplomáticos, quién me ha vuelto a quitar mis paralíticos de las escaleras, mis leprosos de los rosales, mis aduladores impávidos de todas partes, apenas si atisbaba a sus últimos compadres del mando supremo detrás del cerco compacto de los nuevos responsables de su seguridad personal, apenas si le daban ocasión de intervenir en los consejos de los nuevos ministros nombrados a instancias de alguien que no era él, seis doctores de letras de levitas fúnebres y cuellos de paloma que se anticipaban a su pensamiento y decidían los asuntos del gobierno sin consultarlos conmigo si al fin y al cabo el gobierno soy yo, pero Sáenz de la Barra le explicaba impasible que usted no es el gobierno, general, usted es el poder, se aburría en las veladas de dominó hasta cuando se enfrentaba con los cuartos más diestros pues no lograba perder una partida por mucho que intentaba las trampas más sabias contra sí mismo, tenía que someterse a los designios de los probadores que sopeteaban su comida una hora antes de que él la comiera, no encontraba la miel de abeja en sus escondites, carajo, éste no es el poder que yo quería, protestó, y Sáenz de la Barra le replicó que no hay otro, general, era el único poder posible en el letargo de muerte del que había sido en otro tiempo su paraíso de mercado dominical y en el que entonces no tenía más oficio que esperar a que fueran las cuatro para escuchar en la radiola el episodio diario de la novela de amores estériles de la emisora local, lo escuchaba en la hamaca con el vaso de jugo de frutas intacto en la mano, se quedaba flotando en el vacío del suspenso con los ojos húmedos de lágrimas por la ansiedad de saber si aquella niña tan joven se iba a morir y Sáenz de la Barra averiguaba que sí general, la niña se muere, pues que no se muera, carajo, ordenó él, que siga viva hasta el final y se case y tenga hijos y se vuelva vieja como toda la gente, y Sáenz de la Barra hacía modificar el libreto para complacerlo con la ilusión de que mandaba, así que nadie volvió a morirse por orden suya, se casaban novios que no se amaban, se resucitaban personajes enterrados en episodios anteriores y se sacrificaba a los villanos antes de tiempo para complacer a mi general, todo el mundo era feliz por orden suya para que la vida le pareciera menos inútil