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Había sido un matrimonio feliz. Solo el tiempo, la distancia y el pleno uso de su independencia hicieron que Viviana se percatara de cuánto había cedido como mujer para que esa felicidad fuese posible.

Pasó mes y medio en pijamas o sudaderas, con el pelo lleno de nudos y las uñas quebradas, sin que nada, excepto Celeste, le importara. Su madre, que trabajaba coordinando expediciones de la National Geographic y viajaba mucho (cuando logró saber la noticia, al arribar a Montevideo de un crucero por la Antártica, ya él estaba entregado al viento de sus lugares favoritos), regresó y se espantó de ver que la hija no lograba recuperarse del luto. Consuelo era una mujer enérgica, llena de exuberancia y alegría. A los sesenta y pico lucía joven y, si bien su lema era "vive y deja vivir", cuando le tocaba hacer de madre, sabía hacerlo bien. A Viviana la había criado y educado sola, pues del padre no volvió a saber nada apenas le dijo que estaba embarazada.

– Ah no, mijita, no se me eche a morir. Vamos a ir haciendo las cosas despacio pero lo que hay que hacer, se hace. Y lo primero es la operación clóset, que me la vas a dejar a mí -esa fue su cantinela desde que se dio cuenta de que todo lo de Sebastián seguía intacto en su lugar-. ¿Y el carro, mamita? Es morboso que tengas ese carro destruido en el garaje. Podés decidir no salir de esta, le dijo, pero entonces encerrate a piedra y lodo, pone el carro en la sala y vestite con la ropa de él. Lo importante es que decidás, que hagas algo. Tenés que decidirte por él que está muerto o por vos que estás viva. No hay término medio. Nosotras no somos mujeres de términos medios.

Consuelo se trasladó a la casa de Viviana y se hizo cargo de los seguros y los papeleos con que se borra el vestigio de quien ya no puede ni suscribirse a revistas ni pagar cuentas. Ella también se encargó de convencer a Viviana de que cumpliera su sueño de ser periodista, la profesión para la que se preparó y que solo llegó a ejercer pocos meses antes del nacimiento de Celeste.

Racionalmente, ella sabía que su madre tenía razón, pero con cada trapo y zapato de Sebastián del que se despojó, y especialmente cuando se llevaron el coche al depósito de chatarra (de alguna manera torcida y supersticiosa, ella sentía que en ese amasijo de metal estaba impregnado su último grito, lo que quizás él dijera o pensara en la soledad de su muerte), ella sintió que cercenaba las evidencias tangibles de su existencia y que, al hacerlo, dejaba de ser esa que había sido con el, y renunciaba al amor-refugio-cúpula de cristal donde por tantos años estuvo segura y tibia.

Pero así de dura y definitiva era la muerte, y lo mismo podía decirse de la vida. Ella siguió respirando, levantándose cada mañana, acumulando tiempo, días que la separaban de lo que había sido. Y al fin salió de su casa. Se maquilló, se arregló, se vistió. Más delgada pero guapa, a pesar de la pesadumbre interior, fue a la entrevista de trabajo, hizo la prueba ante las cámaras en el canal de televisión y obtuvo el puesto de presentadora de las noticias de la mañana.

El reloj despertador

¿Qué secuencia era aquella?, se preguntó Viviana. Justo al lado de las gafas de sol se topó con el viejo reloj despertador de su época de trabajo en la televisión. Cuadrado, negro, con la cara blanca y los números grandes, las manecillas rojas, marcaba las cuatro de la tarde. ¿Sería la hora correcta? Lo tomó para llevárselo al oído y cerciorarse de que funcionaba, pero apenas alcanzó a preguntarse si ya habría pasado un día en el galerón porque de nuevo la vorágine de los recuerdos siempre presentes la trasladó a otro tiempo: las cinco de la mañana.

A esa hora entraba al trabajo. Odiaba levantarse de madrugada. Leer las noticias con cara de buenos días era un esfuerzo sólo comparable a las desveladas de su maternidad. La mujer es un animal de costumbres; me acostumbraré, se decía, al apagar el agudo sonido del reloj inmisericorde. El sol aún no alumbraba cuando dejaba la casa tras darle un beso en la frente a Celeste, su bella durmiente.

A medida que se adentraba en la ciudad asistía al despertar del día, los cielos que se aclaraban, los repartidores de pan llevando grandes canastas al frente de sus bicicletas, los camiones dejando leche en las pulperías con las dueñas recién bañadas colgando vituallas de las puertas. La ciudad era pobre, pero colorida, con casas antiguas, coloniales, de techos de tejas y pequeños jardines, al lado de barrios pobres de casas hechas de ripios, latas, hojas de zinc traslapadas en vez de paredes. Lo más triste y lo que borraba el contraste entre barrios ricos y barrios pobres era, sin embargo, la basura: papeles, bolsas plásticas, envoltorios de cualquier cosa flotaban sobre las cunetas, las aceras, afeándolo todo. Hacía un esfuerzo para no mirarla. Levantaba la vista para ver el gran volcán Mitre pálido y azul en la alborada, las nubes, pero no podía evitar preguntarse cómo era que ese estado de cosas -la miseria, la basura- existía sin nadie que lo enmendara. Al llegar a la estación de televisión, cerraba los ojos y soñaba con arreglar el país mientras la maquillista le echaba polvos y le realzaba los ojos, los labios, el pelo y le borraba las ojeras. De leer las noticias en la mañana, pasó a leerlas en el noticiero principal de la noche y, ya con más confianza en lo que hacía, empezó a intervenir en la redacción de las notas y a sugerir historias. Faguas era un país descalabrado donde la realidad constantemente desafiaba la imaginación. La nota roja se había puesto de moda. Abundaban las historias de pandillas y narcotraficantes, a la par de trifulcas domésticas y abusos a menores. Las niñas de diez años que el padrastro embarazaba eran tan frecuentes como los robos y desfalcos al Estado de parte de funcionarios públicos que, en vez de ser despedidos, eran trasladados de una a otra dependencia. Ese partido es como la Iglesia, le decía su jefe, a los curas pedófilos no los echan, los trasladan para que hagan sus fechorías en otra parte. Viviana tenía la ventaja de una memoria de elefante. No le costó nada identificar y conocer quién era quién en aquel gobierno desgobernado, cuyo presidente jamás daba la cara a los periodistas ni se sometía a las preguntas incómodas de una rueda de prensa. Cuando quería decir algo se echaba un largo discurso y despotricaba desde las alturas de una tarima. El gobierno daba asco por mafioso y mentiroso, pero en el país la vacuna contra el asco era la risa, el cinismo y la ironía. No había nada que les gustara más a los jefes de noticias que las historias y reportajes divertidos. Uno de estos aterrizó por casualidad en la vida de Viviana.

– No sabe usted lo que vi en la casa de un magistrado, doña Viviana -le dijo Julio-; usted debería sacarlo en la televisión.

Julio era el jardinero meticuloso que llegaba cada mes a atender su jardín. Trabajaba el resto del tiempo en otras casas y llevaba y traía chismes.

– ¿Qué viste?

– No me va a creer, pero tiene un pingüino, un pingüino de verdad, no le miento. Así como otra gente tiene peceras, él lo que tiene es un cuarto con hielo con una gran puerta de vidrio por la que se ve el pingüino caminando todo afeminado, como caminan esos animales.

– ¿Estás seguro, Julio? -preguntó atónita.

– Se lo juro. Lo vi con estos ojos que se va a comer la tierra.

Viviana había escuchado rumores sobre las excentricidades del Magistrado. Era relativamente fácil en Faguas corroborar sospechas, sobre todo cuando se trataba de algo así, un asunto que, por desmesurado, tendrían que conocer otras personas. Costaba creerlo, pero en Latinoamérica cosas así eran el pan de cada día. Se propuso averiguar la verdad.