Llegó a su casa feliz esa noche. Llamó a sus amigas. Celebró en la cena con Consuelo y Celeste.
– ¿Sabés? -le dijo su madre cuando ya Celeste terminó sus tareas, se lavó los dientes y se fue a dormir-, una vez en mi vida me leí las cartas. Estaba desolada después de que tu papá desapareció y una amiga me llevó a la casa de una famosa quiromántica. Su hija está destinada para grandes cosas, me dijo la señora.
– ¿Y por qué nunca me lo habías contado? -sonrió Viviana.
– No sé. No le di mucho crédito, pero últimamente he recordado esa frase. Creo que es verdad. Alguien como vos debe tomar la vida de frente, sin miedo. El miedo es un mal consejero.
Viviana retornó el reloj a la repisa y pensó en la suerte de tener una madre como la suya.
Petronio Calero
Tenía hambre pero se resistía a ir a la cocina. Sentado en la sala de la pequeña casa, acalorado, miraba el atardecer colarse rojizo por la ventana. Tras la puerta abierta, el pequeño jardín se quejaba doblado sobre sí mismo. Tendría que regar las plantas. Hacía dos días que no les echaba agua. Se les notaba sedientas. Hasta las plantas le hacían reclamos en esa su maldita casa. Había que ver al perro. No bien cambiaba él de posición, el animal alzaba las orejas o se montaba sobre sus rodillas, suplicante. Se miró los pies metidos en las chinelas de hule negras. Qué asco. Él tampoco se había bañado en dos días. No tardaría en llegar su mujer del trabajo y lo encontraría igual como lo dejó, la misma expresión de aburrimiento, la pereza, la desidia. Se enojaría y le mentaría la madre por las plantas y el perro. ¿Cómo se las ingeniaría ella para mantenerse ocupada los años que permaneció en la casa sin ir a trabajar? Porque no tuvieron hijos. La naturaleza no les hizo el favor. Olga no se lo tomó a mal. Tenía espíritu de monja: sacrificada, silenciosa. Hasta en la cama era así. Hacerla echar un suspiro era una proeza. Pero era inteligente. Más inteligente que él. Ahora ganaba más de lo que él nunca había ganado. Vivían mejor. Vivirían mejor, se corrigió, si él se ocupara de la casa, pero lo consumía la pereza. Después de la siesta se iba de ronda por el vecindario. Se le caían encima las paredes, lo agobiaba el silencio. Ni los celos lo entretenían ya. Cuando eran jóvenes nunca dejó que Olga trabajara. ¿Qué iban a decir sus amigos, la gente, si él no podía mantenerla? ¿Pero mis estudios? Soy ingeniera industrial y el país necesita gente preparada como yo. Más te necesito yo. Eso le respondió. Ella lloró unos días pero después se acomodó. Mantenía la casa nítida. Aprendió a cocinar. Ahora le recetaba lo mismo a éclass="underline" ya ves lo que yo hice. ¿Por qué no aprendés vos a cocinar? Algo aprendió los primeros meses. No era ninguna ciencia, la verdad. No le agarró gusto al oficio, pero aprendió a cocer el arroz, los frijoles, freír plátanos, asar carne. No fue tan difícil al principio. Se ocupó en el barrio. Construyeron aulas, limpiaron los patios, instalaron los techos y los pisos para las guarderías que administraban las madres vocacionales que, en cada cuadra, cuidaban los niños de las que salían a trabajar y no tenían marido. Dos veces a la semana él daba clase en una de las guarderías. Enseñaba el abecé, leía cuentos. Mientras tuvo con quién platicar -y eran incesantes los comentarios sobre los cambios en el país- no le fue mal. Pero últimamente le tocaba estar demasiado tiempo en la casa y no lo soportaba. La soledad, pensar sin ton ni son. No tenía mucho en la cabeza, la verdad. O lo que tenía no le interesaba revisarlo, darle vueltas. Las mujeres al menos, como eran sentimentales, podían pasar horas pensando en sus problemas y en los ajenos, pero a él el silencio lo deprimía. Se levantó. De mala gana salió al jardín, desenrolló la manguera y se puso a regar. En eso estaba cuando escuchó la campana del raspado y vio a José de la Aritmética en lo alto de la calle caminando en su dirección.
– Qué noticias, maestro -preguntó Petronio.
– Sigue en coma.
– ¿Qué pasará ahora?
– Nadie sabe, Petronio, nadie sabe.
– Las otras se sentirán envalentonadas. La Presidenta era la que las mantenía a raya.
– Eso me gustaba de la Presi. No perdía mucho tiempo queriendo contentarlas a todas.
– Sin ella las cosas cambian
– Está por verse. Yo ya me estaba acostumbrando a que mandaran las mujeres, a dejarme querer… -rió José enseñando una hilera de dientes irregulares.
– Yo ya no puedo con el aburrimiento. Mire que me he estado preguntando cómo aguantó mi mujer encerrada en la casa tantos años.
– Tenia su razón la Presidenta pensando que nadie aprende en zapato ajeno.
– Ya aprendí. Ahora lo que quiero es trabajar.
– Caramba, Petronio, has trabajado toda tu vida. ¿Por qué no te relajás?
Petronio pagó el raspado que José de la Aritmética le entregó bañado en el espeso sirope de caramelo. Empezó a lamerlo.
– No sé relajarme -sonrió con una mueca-. Salúdeme a Mercedes.
– Y a doña Olga.
Eva Salvatierra
Eva casi no podía con la furia contenida que, desde el atentado, la había tornado en un huracán de carne y hueso. Andaba torpe, tumbando los vasos sobre las mesas, los floreros y ceniceros, y tropezándose con las esquinas de los muebles; sus manos y piernas traicionaban su intención de lucir calma, de no perder la compostura.
Que ellas, dueñas de estadísticas puntillosamente actualizadas sobre la violencia contra las mujeres en Faguas y el mundo, no hubiesen tomado extremas precauciones para salvaguardar la vida de su presidenta, era imperdonable. Y sin embargo, la seguridad a su alrededor no había sido menor aquella tarde. El redondel en medio de las masas era un alto riesgo, pero Viviana dispuso que, al igual que en su campaña, ese fuera el símbolo de su presidencia. No hubo manera de hacerla desistir. No cedió ante las presiones de ella ni de otras oficiales con experiencia militar. En áreas abiertas, el cordón policial alrededor del estrado no era suficiente protección, ni tampoco la cantidad de agentes vestidas de civil insertas en medio del montón.
Como supuso, los fuegos artificiales agravaron el asunto. Previendo la dificultad de ejercer control entre tanto petardo y distracción (las jóvenes policías, no le cabía duda, no se habían perdido el espectáculo), Eva intentó mantener en secreto la sorpresa. Pero era el tipo de secreto que quienes tenían que guardarlo no veían la razón de no decírselo a sus amigos y parientes para que no se perdieran del show. Podía haberse filtrado por los operarios de los cohetes, o por los que los llevaron al sitio, o por los que arreglaron la secuencia, o incluso a través de los empleados nacionales de la Embajada china. De cualquier manera, era de suponer que para quienes planearon el atentado, la información tuvo que ser decisiva; tomarían en cuenta el ruido de los cohetes y la distracción de las policías, cuanto ella intuyó sería difícil de controlar. Dio órdenes de revisar los listados de trabajadores y de investigarlos. No era la mejor pista quizás, pero era la única hasta el momento. Las oficinas de la Inteligencia Militar parecían dispensario médico por la aglomeración de gente que esperaba en la antesala para pasar a dar declaraciones, pero hasta ahora no se lograba sacar nada en claro.
Se sintió sola. No tenía familia. Su padre había muerto el año anterior, muy anciano. Había sido combatiente de la revolución, pero murió triste, sus sueños hechos añicos. En su juventud, en los recuerdos de ella, sin embargo, fue un hombre jovial que, tras la muerte de su madre cuando ella era adolescente, le dedicó su amor y su tiempo. No era un hombre letrado, pero sí íntegro. Un poco paranoico quizás. Decía que era siempre importante conservar un cierto grado de paranoia. Por eso, como diversión de los domingos, le transmitió lo que mejor sabía: el arte militar. La entrenó en arme y desarme y en las prácticas de la guerrilla urbana. Nunca se sabe, le decía. Algún día puede que necesites de estos conocimientos. Ciertamente que le fueron útiles. No para lo que él imaginó, pero sí para montar su empresa de servicios de seguridad.