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José de la Aritmética, taciturno, caminaba arrastrando los pies. Él, que rara vez se cansaba, iba muerto de cansancio. No recordaba un día tan largo como aquel en su vida, y todavía no terminaba. Oscurecía detrás del perfil de los volcanes que circundaban la ciudad y en el cielo las grandes nubes lucían ahora desgreñadas, sus redondeces convertidas en extensas cintas difusas, grises. Divisó a Mercedes, su esposa, en la puerta de su casa con sus hijas. Debía ser algo de familia eso de producir mujeres porque las de él eran cinco. Todas con nombres de flores: Violeta, Daisy, Azucena, Rosa y Petunia. La última, la más pequeña, lo señaló con el dedo no bien lo divisó y llegó corriendo, ofreciéndose a empujar el carretoncito de los raspados para que él adelantara camino ya sin aquel estorbo. La cara de Mercedes se iluminó al verlo. Buena era su mujer. Se había casado con ella porque la dejó embarazada, pero nunca se arrepintió. Era comelona, gorda, pero tenía una cara linda y un carácter alegre, plácido y práctico. José le pasó el carrito a Petunia, dándole unas palmaditas cariñosas en la cabeza para agradecérselo. Hombres y mujeres del vecindario estaban en las calles y las aceras, en grupos, comentando lo sucedido. Seguro que ya se había corrido la noticia de que él era quien había saltado a la tarima. Más de alguno lo vería mientras intentaba socorrer a la Presidenta. Sus hijas, menos Azucena, la que era policía, estaban todas allí. Lo rodeó la familia y los vecinos. ¿Qué se sabe, don José? ¿Qué le dijeron? ¿Cómo está la Presidenta, está confirmado que la mataron?

– No se sabe nada todavía -dijo-. Ustedes me perdonan pero tengo que sentarme.

Se dejó caer sobre el butaco de madera que Rosa le alcanzó. Sacó un cigarrillo y expelió una larga cinta de humo. Mercedes le pasó un vaso de agua. A ella se le notaba en los ojos que había llorado.

– Es grave esto -dijo-. Grave que le disparen a una mujer, es como si nos hubieran disparado a todas. ¿Agarraron al que le disparó?

– No -dijo José-, se les salió de las manos.

– Nada tenía que ver que fuera mujer -dijo un vecino de camisa holgada y chinelas amarillas-, a los presidentes alguien siempre quería matarlos. Tenían que haberlo pensado mejor antes de poner solo mujeres a cuidarla. Los hombres tenían más experiencia en esas cosas.

– ¡Mire usted, como que solo mujeres presidentes mataran! -saltó Daisy molesta por el comentario-. ¿Y a los hombres que han matado, quién los cuidaba? Acuérdese del presidente Kennedy.

– Habrá que ver qué pasa ahora -dijo Violeta, la hija mayor de José y Mercedes, huesuda, adusta, llevaba un vestido de rayas verdes y amarillas y el pelo largo amarrado en una cola con una tira deshilachada-. Espero yo que el gobierno que venga mantenga por lo menos los comedores comunales y las guarderías.

– ¿Por qué crees que va venir otro gobierno? -dijo Daisy-. Tienen que volver a ganar las mismas. Eso va a depender de nosotros.

Yo creo que se están adelantando a los acontecimientos -dijo José de la Aritmética, sorprendido de la rapidez con que cada quién se preocupaba por lo suyo.

– ¿Y si no ganan? ¿Vos crees que los hombres van a volver a votar por ellas?

– Yo volvería a votar por ellas para que ustedes sigan trabajando -dijo José, con una media sonrisa.

– Pues yo no sé -dijo el hombre de las chinelas amarillas-. Algunas cosas las han hecho bien, pero a los hombres nos han puesto la vida patas arriba. Antes a uno no le cambiaba la vida cuando cambiaban los gobiernos, pero este se ha metido en la vida privada de uno.

– Pues para mí eso es lo bueno que han hecho -dijo Violeta-. Es lo que ellas llaman felicismo, empezar porque seamos felices en la casa.

Se armó la discusión en medio de un aire de pesadumbre, hasta que sonó la campana del comedor vecinal. Ya hacía un año que funcionaba en el barrio el sistema de cocina rotativa, nacido de la idea de aliviar el trabajo doméstico. Las familias -hombres y mujeres- se turnaban en preparar la cena que se servía en la casa comunal construida entre todos y que funcionaba también como centro de reuniones y aula para las clases de lectura y escritura. El gobierno había suplido los materiales de construcción luego de que los habitantes del barrio firmaran un contrato que comprometía a los adultos que no sabían leer a asistir a clases para alfabetizarse. Los demás iban una vez a la semana a las sesiones de lectura donde uno de los jóvenes del barrio, de los que ya estaban en secundaria, les leía novelas o el libro que alguno de los participantes propusiera.

Durante la comida hubo rezos y llantos por la Presidenta y la mayoría, en vez de quedarse conversando largo rato después de lavar los platos y asear el local, se retiró temprano a su casa con la esperanza de que las noticias de las diez les informaran sobre el estado de salud de Viviana Sansón.

José de la Aritmética esperó las noticias junto a Mercedes, consolándola porque ella se soltaba en llanto de rato en rato, y repetía que no lo podía creer, que no le pasaba lo que había ocurrido. Ella se durmió al fin y él se quedó despierto sumando y restando conjeturas a falta de información oficial. En el noticiero solo habían pasado escenas del atentado y de la aglomeración de gente que se encontraba a la espera de novedades frente al hospital.

La lava

En el tenso silencio del galerón, Viviana iba de un lado al otro anonadada. No lograba explicarse qué hacía allí. Alguien le había disparado, y sin embargo no sangraba, no sentía dolor ni calor. ¿Estaré muerta? No podía estar muerta y sentirse así, tan lúcida. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo salgo de aquí? Celeste, ¿con quién estará Celeste? Pensó que debía tranquilizarse. Esperaría quietecita. Quizás era un sueño, un desmayo. Se preguntó si habría orden o propósito en la acumulación de objetos perdidos u olvidados. Se acercó a la repisa de la izquierda. Vio un par de gafas de sol, una bufanda de seda con diseño de floripones, un par de botas blancas, un manojo de llaves y una de las rocas de Martina. Sonrió. Era un trozo de lava volcánica. Martina, tan bromista, se había encargado de crear una suerte de trofeo: la roca estaba pegada sobre un recuadro de madera, adosado al cual había una delgada placa metálica con la leyenda: "Muy agradecidas". Es la lava del triunfo, les dijo, mientras entregaba la presea a cada una de las cinco. Viviana tomó en sus manos el souvenir de la explosión del volcán Mitre.

Las ironías de la historia, pensó. Ellas habían anunciado que la misión del pie sería lavar, desmanchar y sacarle brillo al país. Jamás imaginaron que la madre naturaleza les haría el gran servicio de crear un fenómeno que, literalmente, les lavó el camino para pasar del sueño a la realidad.

Al apretar el objeto sintió una ligera cosquilla en los dedos. Súbitamente el recuerdo la envolvió como un holograma que se dejase observar desde dentro y desde fuera. La luz, los olores, el tiempo que evocaba se materializó a su alrededor. De golpe se sintió catapultada al país de su memoria.

Iba mirando sus pies, las sandalias café, la falda amarilla, la camiseta blanca desbocada que llevaba puesta aquel día al entrar a la casa de campaña del partido. La casa que alquilaron era un poco vieja pero acogedora, con un patio donde crecía grama verde enmarcado por arbustos de hojas multicolores. Tenía una fachada colonial y un corredor con arcos. En el piso de arriba, la habitación más grande con balcón era su oficina.