«Perdí el niño. Quiero decir que hube de perderlo. El padre ya había muerto. Estábamos en guerra.»
«¿Estabas en Italia?»
«En Sicilia, más o menos cuando sucedió eso. No dejé de pensar en ello durante todo el período en que subimos Adriático arriba detrás de las tropas. Conversaba sin cesar con el niño. Trabajaba denodadamente en los hospitales y me aparté de todos los que me rodeaban, excepto el niño, con el que lo compartía todo: en mi cabeza. Hablaba con él mientras bañaba y cuidaba a los pacientes. Estaba un poco loca.»
«Y después murió tu padre.»
«Sí. Después murió Patrick. Cuando me enteré, estaba en Pisa.»
Estaba completamente despierta y sentada.
«Lo sabías, ¿eh?»
«Recibí una carta de casa.»
«¿Por eso viniste aquí? ¿Porque lo sabías?»
«No.»
«Mejor. No creo que Patrick creyera en velatorios y demás. Según solía decir, quería que, cuando muriese, dos mujeres interpretaran un dúo con instrumentos musicales (concertina y violín) y nada más. Era tan rematadamente sentimental.»
«Sí. Podías conseguir de él lo que quisieras. Si le ponías delante una mujer en apuros, estaba perdido.»
El viento que se alzó en el valle llegó hasta su colina y agitó los cipreses que bordeaban los treinta y seis escalones contiguos a la capilla. Las primeras gotas de lluvia empezaron a insinuarse con su tictac sobre ellos, sentados en la balaustrada contigua a la escalera. Era bastante después de la medianoche. Ella estaba tumbada en el antepecho de hormigón y él se paseaba o se asomaba al valle. Sólo se oía el sonido de la lluvia que caía.
«¿Cuándo dejaste de hablar con el niño?»
«De repente, anduvimos de cabeza. Las tropas estaban entrando en combate en el puente sobre el Moro y después en Urbino. Tal vez fuera en Urbino donde dejé de hacerlo. Tenías la sensación de que en cualquier momento podía acertarte un disparo, aunque no fueras soldado, aunque fueses sacerdote o enfermera. Aquellas calles estrechas y en pendiente eran como conejeras. No cesaban de llegar soldados con el cuerpo hecho trizas, se enamoraban de mí durante una hora y morían. Era importante recordar sus nombres. Pero yo no dejaba de ver al niño, siempre que morían, siempre que los barrían. Algunos se erguían e intentaban desgarrarse todas las vendas para poder respirar mejor. Algunos, cuando morían, estaban preocupados por pequeños rasguños en los brazos. Y después venía el borboteo en la boca: la burbuja final. Una vez me incliné a cerrar los ojos de un soldado y los abrió y dijo con una mueca de desprecio: "¿Es que no puedes esperar a que me haya muerto? ¡Cacho puta!" Se irguió y tiró al suelo de un manotazo todo lo que llevaba en la bandeja. ¡Lo furioso que estaba! ¿Quién desearía morir así? Morir con esa rabia. ¡Cacho puta! Después, siempre esperaba al borboteo en la boca. Ahora conozco la muerte, David. Conozco todos los olores. Sé cómo hacerles olvidar la agonía, cuándo ponerles una rápida inyección de morfina en una vena grande, o la solución salina para hacerlos evacuar el vientre antes de morir. Todo puñetero general debería haber pasado por mi trabajo. Todo puñetero general. Debería haber sido el requisito previo para dar la orden de cruzar un río. ¿Quién demonios éramos nosotros para que se nos encomendara aquella responsabilidad? ¿Para que se esperase que tuviéramos el saber de sacerdotes ancianos para guiarlos hacia algo que ninguno deseaba y en cierto modo consolarlos? Nunca pude creerme los servicios que se oficiaban por los muertos, su vulgar retórica. ¡Cómo se atrevían! ¡Cómo podían hablar así sobre la muerte de un ser humano.»
No había luz, todas las lámparas estaban apagadas y casi todo el cielo cubierto de nubes. Más valía olvidarse de que existía un mundo civilizado y con casas confortables. Estaban habituados a moverse por la casa a obscuras.
«¿Sabes por qué el ejército no quería que te quedaras aquí, con el paciente inglés?»
«¿Un matrimonio desconcertante? ¿Mi complejo de Electra?» Le sonrió.
«¿Cómo está ese hombre?»
«Sigue nervioso por lo del perro.»
«Dile que lo traje yo.»
«Tampoco está seguro de que tú vayas a quedarte aquí. Cree que podrías marcharte con la vajilla.»
«¿Crees que le gustaría tomar un poco de vino? Hoy he conseguido agenciarme una botella.»
«¿Dónde?»
«¿La quieres o no?»
«Vamos a tomárnosla ahora. Olvidémonos de él.»
«¡Ah, el gran paso!»
«Nada de gran paso. Me hace mucha falta una bebida de verdad.»
«Veinte años de edad. Cuando yo tenía veinte años…»
«Sí, sí, ¿por qué no te agencias un gramófono un día? Por cierto, creo que eso se llama saqueo.»
«Mi país me enseñó todo eso. Es lo que hice por él durante la guerra.»
Entró en la casa por la capilla bombardeada.
Hana se irguió, un poco mareada, le costaba conservar el equilibrio. «Y mira lo que te hizo», se dijo.
Durante la guerra apenas hablaba, ni siquiera con aquellos con los que trabajaba más estrechamente. Necesitaba a un tío, a un miembro de la familia. Necesitaba al padre del niño, mientras esperaba a emborracharse por primera vez en varios años, mientras en el piso superior un hombre quemado se había sumido en sus cuatro horas de sueño y un antiguo amigo de su padre estaba ahora desvalijándole el botiquín, rompiendo la punta de la ampolla de cristal, ciñéndose un cordón al brazo e inyectándose la morfina rápidamente, en el tiempo que tardaba en darse la vuelta.
Por la noche, en las montañas que los rodeaban, incluso a las diez, sólo la tierra estaba obscura. Un cielo gris claro y colinas verdes.
«Estaba harta de pasar hambre, de no inspirar otra cosa que deseo carnal. Conque me retiré: de las citas, los paseos en jeep, los amoríos. Los últimos bailes antes de que murieran… me consideraban una esnob. Trabajaba más que los demás. Turnos dobles y bajo el fuego: hacía lo que fuera por ellos, vaciaba todos los orinales. Me volví una esnob porque no quería salir a gastar su dinero. Quería volver a mi tierra y ya no tenía a nadie en ella. Y estaba harta de Europa, harta de que me trataran como a un objeto precioso por ser mujer. Salí con un hombre que murió y el niño murió. La verdad es que el niño no murió precisamente, sino que acabé yo con él. Después de aquello, me retraje tanto, que nadie podía acercárseme. Y menos con charlas de esnobs. Ni con la muerte de alguien. Entonces lo conocí, al hombre quemado y con la piel renegrida, que, visto de cerca, resultó ser inglés.
»Hace mucho tiempo, David, que no he pensado en el contacto con un hombre.»
Cuando el zapador llevaba una semana por los alrededores de la villa, se adaptaron a sus hábitos alimentarios. Estuviera donde estuviese -en la colina o en el pueblo-, hacia las doce y media regresaba y se reunía con Hana y Caravaggio, sacaba de la bolsa el hatillo hecho con su pañuelo azul y lo extendía sobre la mesa junto a la comida de ellos: sus cebollas y sus hierbas, que fue cogiendo -sospechaba Caravaggio- en el huerto de los franciscanos, cuando estuvo rastreándolo en busca de minas. Pelaba las cebollas con el mismo cuchillo que utilizaba para pelar el revestimiento de una mecha. Después venía la fruta. Caravaggio sospechaba que, desde que habían desembarcado, no había probado ni una sola vez el rancho de las cantinas.
En realidad, siempre había hecho cola, como Dios manda, al amanecer, con la taza en la mano para recoger el té inglés, que le encantaba y al que añadía leche condensada de sus provisiones particulares. Se lo bebía despacio, de pie y al sol, para poder contemplar el lento movimiento de los soldados, que, si no iban a proseguir la marcha aquel día, a las nueve de la mañana estaban ya jugando a la canasta.
Ahora, al amanecer, bajo los devastados árboles de los jardines semidestruidos de la Villa San Girolamo, bebía un trago de agua de su cantimplora. Echaba polvo dentífrico en el cepillo de dientes e iniciaba una calmosa sesión de higiene dental, al tiempo que se paseaba y miraba el valle, aún envuelto en la bruma, más curioso que embelesado ante la vista sobre la que el azar lo había llevado a vivir. Desde su infancia, el cepillado de los dientes había sido para él una actividad al aire libre.
El paisaje que lo rodeaba era algo temporal, carecía de permanencia. Se contentaba con registrar la posibilidad de que lloviera o apreciar cierto olor de un arbusto. Como si, aun en reposo, fuese su mente un radar y sus ojos localizaran la coreografía de los objetos inanimados en un radio de cuatrocientos metros, es decir, aquel en que resultan mortales los proyectiles de armas pequeñas. Examinaba con cuidado las dos cebollas que había sacado de la tierra, pues sabía que los ejércitos en retirada habían minado también los huertos.
En el almuerzo, Caravaggio miraba con expresión afectuosa los objetos situados sobre el pañuelo azul. Probablemente existiera, pensaba, algún raro animal que comiese los mismos alimentos que aquel joven soldado, quien se los llevaba a la boca con los dedos de la mano derecha. Sólo utilizaba el cuchillo para pelar la piel de la cebolla y para trocear la fruta.