Los dos hombres bajaron en carro hasta el valle para recoger un saco de harina. Además, el soldado tenía que entregar en el cuartel general de San Domenico los mapas de las zonas limpiadas. Como les resultaba difícil hacerse preguntas personales, hablaron de Hana. El zapador hubo de hacer muchas preguntas antes de que el de más edad reconociera que la había conocido antes de la guerra.
«¿En el Canadá?»
«Sí. La conocía allí.»
Pasaron ante numerosas hogueras al borde de la carretera y Caravaggio aprovechó para cambiar de conversación. El apodo del zapador era Kip. «Llamad a Kip.» «Aquí llega Kip.» Le habían puesto ese apodo en circunstancias curiosas. En su primer informe sobre desactivación de bombas en Inglaterra el papel tenía una mancha de mantequilla y el oficial había exclamado: «¿Qué es esto? ¿Grasa de arenque (kipper)?» Y todo el mundo se echó a reír. El joven sij no tenía idea de lo que era un arenque, pero había quedado metamorfoseado en un pescado salado inglés. Al cabo de una semana, todo el mundo había olvidado su nombre auténtico: Kirpal Singh. No le importó. Lord Suffolk y su equipo de demolición se aficionaron a llamarlo por su apodo, cosa que él prefería a la costumbre inglesa de llamar a las personas por su apellido.
Aquel verano el paciente inglés tenía puesto el audífono, gracias al cual podía estar al corriente de todo lo que sucedía en la casa. La concha ambarina fijada en su oído le transmitía los ruidos casuales: el chirrido de la silla en el pasillo, las pisadas del perro junto a su alcoba, que le hacían aumentar el volumen y oír hasta su puñetera respiración, o los gritos del zapador en la terraza. De modo que, pocos días después de la llegada del joven zapador, se había enterado de su presencia en los alrededores de la casa, si bien Hana los mantenía separados, pues suponía que no harían buenas migas.
Pero un día, al entrar en el cuarto del inglés, se encontró con el zapador. Estaba al pie de la cama, con los brazos colgados del fusil, que descansaba en sus hombros. No le gustó esa forma negligente de sostener el arma ni el modo como se había girado, como con desgana, al oírla entrar, como si su cuerpo fuera el eje de una rueda, como si tuviese cosida el arma a los hombros y los brazos y a sus obscuras muñequitas.
El inglés se volvió hacia ella y dijo: «¡Nos estamos entendiendo de maravilla!»
Le molestó que el zapador hubiera entrado como si tal cosa en aquel ámbito, que pareciese rodearla, estar en todas partes. Al enterarse por Caravaggio de que el paciente sabía de fusiles, Kip había subido a su cuarto y se había puesto a hablar con él de la búsqueda de bombas. Había descubierto que el inglés era un pozo de información sobre el armamento aliado y el del enemigo. No sólo conocía las absurdas espoletas italianas, sino también la topografía detallada de aquella región de Toscana. No tardaron en ponerse a ilustrar sus afirmaciones dibujando croquis de bombas y a exponer los aspectos teóricos de cada circuito concreto.
«Las espoletas italianas parecen ir colocadas verticalmente y no siempre en la cola.»
«Eso depende. Las fabricadas en Nápoles son así, pero las fábricas de Roma siguen el sistema alemán. Naturalmente, si nos remontamos al siglo xv, Nápoles…»
Como el joven soldado no estaba acostumbrado a permanecer quieto y callado, se impacientaba, al escuchar la tortuosa forma de hablar del inglés, y no dejaba de interrumpir las pausas y silencios que el inglés se concedía para intentar acelerar la cadena de ideas. El soldado echaba la cabeza hacia atrás y miraba al techo.
«Lo que deberíamos hacer es fabricarle un arnés», dijo pensativo y dirigiéndose a Hana, que acababa de entrar, «para trasladarlo por la casa.»
Ella los miró a los dos, se encogió de hombros y salió del cuarto.
Cuando Caravaggio se cruzó con ella en el pasillo, Hana iba sonriendo. Se quedaron escuchando la conversación que se estaba produciendo en el cuarto.
¿Te he contado mi concepción del hombre virgiliano, Kip? Mira…
¿Tienes puesto el audífono?
¿Qué?
Ponlo en marcha…
«Creo que ha encontrado a un amigo», dijo Hana a Caravaggio.
Hana salió al sol del patio. Al mediodía, los grifos vertían agua en la fuente de la villa durante veinte minutos. Se quitó los zapatos, se subió al pilón y esperó.
A aquella hora todo quedaba invadido por el olor del heno. Los moscardones vacilaban en el aire y chocaban con las personas, como contra una pared, y después se retiraban indiferentes. Advirtió que las arañas de agua habían anidado bajo la pila superior de la fuente, cuyo saledizo dejaba en la sombra su rostro. Le gustaba sentarse en aquella cuna de piedra, le gustaba el olor a aire fresco y oculto que emanaba del caño aún vacío que tenía a su lado, como el aire de un sótano abierto por primera vez al final de la primavera, que contrasta con el calor exterior. Se sacudió el polvo de los brazos y de los dedos de los pies, se acarició la marca que le había dejado la presión de los zapatos y se estiró.
Demasiados hombres en la casa. Se acercó la boca al hombro desnudo. Olió su piel, su intimidad, sus propios sabor y aroma. Recordó cuándo había tenido por primera vez conciencia de ellos, en algún punto de su adolescencia -más que una época le parecía un lugar-, al aplicarse los labios al antebrazo para practicar el arte de besar, al olerse las muñecas o inclinarse hasta su muslo, al respirar en sus propias manos juntas en forma de taza para que el aliento rebotara hacia su nariz. Se frotó su blanco pie desnudo contra el revestimiento moteado de la fuente. El zapador le había hablado de estatuas que había conocido durante la guerra, le había contado que había dormido junto a una que representaba a un ángel abatido, mitad hombre y mitad mujer, que le había parecido hermoso. Se había recostado a mirar el cuerpo y por primera vez en toda la guerra se había sentido en paz.
Olfateó la piedra, su fresco olor a polilla.
¿Se habría debatido su padre al morir o habría muerto en calma? ¿Habría descansado con actitud tan imponente como la del paciente inglés en su catre? ¿Lo habría cuidado una persona a la que no conociera? Un hombre que no es de tu misma sangre puede hacer que te abras a las emociones más que alguien de tu familia. Como si, al caer en brazos de un extraño, descubrieras el reflejo de tu elección. A diferencia del zapador, su padre nunca estuvo del todo cómodo en el mundo. Al hablar, la timidez le hacía comerse algunas sílabas. De las frases de Patrick siempre te perdías -se había quejado su madre- dos o tres palabras decisivas. Pero a Hana le gustaba eso: no parecía tener el menor rasgo de un espíritu feudal. Había en él una vaguedad, una incertidumbre, que le infundían cierto encanto. No se parecía a la mayoría de los hombres. Incluso el herido paciente inglés tenía la habitual resolución del estilo feudal. Pero su padre era un espectro hambriento y le gustaba que quienes lo rodeaban fueran decididos, estridentes incluso.
¿Se habría acercado a su muerte con la misma sensación fortuita de asistir a un accidente? ¿O con furia? Era el hombre menos violento que había conocido, detestaba las discusiones: si alguien hablaba mal de Roosevelt o de Tim Buck o elogiaba a ciertos alcaldes de Toronto, se limitaba a salirse de la habitación. Nunca en su vida había intentado convertir a nadie, sino que se limitaba a amortiguar o celebrar los acontecimientos que se producían a su alrededor y nada más. La novela es un espejo que se pasea por un camino. Había leído esa frase en uno de los libros recomendados por el paciente inglés y así recordaba -siempre que repasaba los recuerdos de él-: a su padre deteniendo a medianoche el coche bajo determinado puente de Toronto, al norte de Pottery Road, y contándole que allí era donde los estorninos y las palomas compartían, incómodos y no precisamente contentos, las vigas por la noche. Conque una noche de verano habían hecho un alto allí y habían sacado la cabeza para apreciar la barabúnda de ruidos y piídos soñolientos.
Me dijeron que Patrick murió en un palomar, comentó Caravaggio.
Su padre amaba una ciudad inventada por él mismo, cuyas calles, paredes y límites habían pintado sus amigos y él. Nunca salió del todo de aquel mundo. Hana comprendió que todo lo que sabía del mundo real lo había aprendido por su cuenta o por Caravaggio o -durante el tiempo en que vivieron juntas- por su madrastra, Clara, que, como sabía -por haber sido en tiempos actriz- expresarse con claridad, había manifestado su rabia cuando todos partieron para la guerra. Durante todo su último año en Italia había llevado consigo las cartas de Clara, que había escrito -lo sabía- sobre una roca rosada de una isla de Georgian Bay, contra el viento que llegaba del agua y agitaba las hojas de su cuaderno, hasta que por fin arrancaba las páginas y las metía en un sobre para Hana. Las llevaba en su maleta, cada una de ellas con una esquirla de aquella roca rosada y un recuerdo de aquel viento. Pero nunca las había contestado. Había echado de menos a Clara con pesar, pero, después de todo lo que le había sucedido, no podía escribirle. No podía soportar la idea de hablar de la muerte de Patrick ni la de aceptar siquiera su evidencia.