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La villa en que ahora vivían el inglés y ella era algo bastante parecido. Los escombros impedían el paso a algunas habitaciones. El cráter causado por una bomba dejaba pasar la luz de la luna y la lluvia en la biblioteca del piso inferior, en uno de cuyos ángulos había un sillón permanentemente empapado.

No le importaba que el inglés se perdiera esos episodios. No le hacía un resumen de los capítulos que faltaban. Se limitaba a sacar el libro y decir «página 96» o «página 111». Ésa era la única referencia. Se llevaba las manos del inglés a la cara y las olía: seguían impregnadas del olor a enfermedad.

Se te están volviendo ásperas las manos, decía él.

De las hierbas y los cardos y de cavar.

Ten cuidado. Ya te avisé sobre los peligros.

Ya lo sé.

Entonces se ponía a leer.

Su padre le había enseñado a conocer las manos y también las patas de los perros. Siempre que su padre estaba solo con un perro en una casa, se agachaba y le olía la piel en la base de la pata. ¡Éste, decía, como si procediera de una copa de coñac, es el mejor olor del mundo! ¡Un aroma exquisito! ¡Resonancias profundas de viajes! Ella fingía sentir asco, pero la pata del perro era, en efecto, una maravilla: su olor nunca recordaba a la suciedad. ¡Es una catedral!, había dicho su padre, el jardín de Fulano, ese campo de hierba, un paseo por entre ciclaminos, los indicios concentrados de todos los senderos que el animal ha seguido durante el día.

Una carrerita como de ratón en el techo y volvía a alzar la vista del libro.

Le quitaron la mascarilla de hierbas de la cara. El día del eclipse. Lo estaban esperando. ¿Dónde se encontraría? ¿Qué civilización sería aquélla, que entendía las predicciones del tiempo y la luz? El Ahmar o El Abyadd, porque debían de ser de una de las tribus del desierto noroccidental, de las que podían recoger a un hombre caído del cielo, las que se cubrían la cara con una mascarilla de cañas de oasis trenzadas. Ahora tenía un lecho de hierba. Su jardín favorito del mundo había sido el que formaba el césped en Kew con tan delicados y diversos colores, como los diferentes niveles de fresnos en una colina.

Contempló el paisaje bajo el eclipse. Ya le habían enseñado a alzar los brazos para atraer a su cuerpo la fuerza del universo, como el desierto abatía aviones. Lo transportaban en un palanquín de fieltro y ramas. Veía cruzar por su campo de visión las vetas de color de los flamencos en la penumbra del sol cubierto.

Siempre tenía ungüentos, u obscuridad, sobre la piel. Una noche oyó un sonido como de campanillas agitadas por el viento en el aire y, cuando, al cabo de un rato, cesó, se quedó dormido con el anhelo de oír ese sonido, como el -apagado- de la garganta de un ave, tal vez un flamenco, o de un zorro del desierto que uno de los hombres llevaba en un bolsillo -medio cerrado por una costura- de su albornoz.

El día siguiente, oyó retazos de aquel sonido cristalino, mientras yacía una vez más cubierto con tela, un sonido procedente de la obscuridad. Al atardecer, le quitaron el fieltro y vio la cabeza de un hombre por encima de una mesa que avanzaba hacia él y después comprendió que el hombre cargaba con un yugo gigantesco del que colgaban centenares de botellitas de diferentes tamaños y sujetas con cuerdas y alambres. Se movía como si formara parte de una cortina de cristal, con el cuerpo en el centro de esa esfera.

La figura se parecía enteramente a los dibujos de arcángeles que había intentado copiar en la escuela, sin lograr entender nunca cómo podía un cuerpo dar cabida a los músculos de semejantes alas. El hombre daba lentas zancadas, tan ágiles, que las botellitas apenas se inclinaban. Una ola de cristal, un arcángel, todos los ungüentos de las botellas iban caldeándose al sol, por lo que, cuando tocaban la piel, parecían calentados a propósito para aplicarlos a una herida. Tras él, aparecía una luz tamizada: azules y otros colores que titilaban en la neblina y la arena. El tenue sonido del cristal, los diversos colores, el majestuoso paso y su rostro parecido a un cañón fino y obscuro.

De cerca, el cristal era basto y estaba rayado por la arena, un cristal que había perdido su lustre. Cada botella tenía un corcho diminuto que el hombre sacaba y sostenía con los dientes, mientras mezclaba el contenido de una botella con el de otra, cuyo corcho mantenía también entre los dientes. Se situó con sus alas por encima del quemado cuerpo supino, hundió dos palos profundamente en la arena y después se separó del yugo de dos metros, que ahora se balanceaba entre los dos soportes. Salió de debajo de su tenderete. Se dejó caer de rodillas, se acercó al piloto quemado, le colocó sus frías manos en el cuello y las mantuvo en él.

Era conocido por todos los que hacían la ruta de camellos del Sudán septentrional a Giza, la de los Cuarenta Días. Iba al encuentro de las caravanas, vendía especias y líquidos y se desplazaba entre oasis y campamentos con agua. Caminaba por entre tormentas de arena con aquella cota de botellas y los oídos taponados con otros dos corchitos, por lo que parecía -aquel doctor mercader, aquel rey de óleos, perfumes y panaceas, aquel bautista- un recipiente, a su vez. Entraba en un campamento e instalaba la cortina de botellas ante quien estuviera enfermo.

Se acuclilló junto al hombre quemado. Formó un cáliz de piel con las plantas de sus pies y se echó hacia atrás para coger, sin mirar siquiera, algunas botellas. Al descorcharlas, de cada una de ellas emanaba perfume, un aroma de mar, olor a herrumbre, índigo, tinta, lodo de río, viburno, formaldehído, parafina, éter: caótica marea de aires. A lo lejos se oían los chillidos que lanzaban los camellos al percibir las fragancias. El hombre empezó a untarle las costillas con una pasta verdinegra. Era hueso molido de pavo real, producto de un trueque en una medina occidental o meridionaclass="underline" el remedio más potente para la piel.

Entre la cocina y la destruida capilla, una puerta daba paso a una biblioteca ovalada. Su interior parecía seguro, excepto un gran agujero, a la altura del rostro, en la pared más lejana, causado por un ataque con proyectiles de mortero que la villa había sufrido dos meses atrás. El resto de la sala se había adaptado a su herida y había aceptado las oscilaciones del clima, las estrellas vespertinas, los sonidos de los pájaros. Había un sofá, un piano tapado con una tela gris y una cabeza de oso disecada y las paredes estaban cubiertas con altas estanterías de libros. Los estantes más próximos a la pared rota estaban combados, porque la lluvia había duplicado el peso de los libros. También entraban rayos en la sala, una y otra vez, que caían sobre el piano tapado y la alfombra.

En el extremo había puertas acristaladas, recubiertas con tablas. Si hubieran estado abiertas, habría podido ir de la biblioteca al pórtico y de éste, tras bajar los treinta y seis peldaños de penitente, pasar por delante de la capilla y llegar a un antiguo prado, ahora devastado por las bombas de fósforo y las explosiones. El ejército alemán había minado muchas casas de las que se retiraba, por lo que se habían precintado la mayoría de las habitaciones innecesarias, como aquélla, clavando las puertas a sus marcos.

La joven conocía esos peligros cuando se introdujo en la sala y caminó por ella en la penumbra de la tarde. Se detuvo, consciente de pronto de su peso sobre el entarimado, y pensó que probablemente fuese suficiente para activar el mecanismo que pudiera haber en él. Tenía los pies sobre el polvo. Sólo entraba luz por el mellado círculo dejado por el mortero, por el cual se veía el cielo.

Sacó El último mohicano, acompañado de un chasquido, como si lo hubiera separado de una pieza compacta, y al ver, aun con tan poca luz, el cielo y el lago de color aguamarina en la ilustración de la portada, con un indio en primer plano, se sintió animada. Y después, como si hubiera alguien en el cuarto a quien no debiese molestar, retrocedió pisando sus propias huellas, para mayor seguridad, pero también como si se lo impusiera un juego secreto, a fin de que pareciese que había entrado en la habitación y después su cuerpo había desaparecido. Cerró la puerta y volvió a colocar el precinto que avisaba del peligro.

Se sentó en el hueco de la ventana del paciente inglés, con las paredes pintadas a un lado y el valle al otro. Abrió el libro. Las páginas estaban pegadas en una ondulación rígida. Se sintió como Crusoe al encontrar un libro arrojado por el mar a la playa y secado al sol. Relato de 1757. Ilustrado por N. C. Wyeth. Como en los mejores libros, tenía la importante página con la lista de ilustraciones, cada una de ellas acompañada de una línea de texto.

Se introdujo en la historia sabiendo que saldría de ella con la sensación de haber estado inmersa en las vidas de otros, en tramas que se remontaban hasta veinte años atrás, con todo su cuerpo lleno de frases y momentos, como si se hubiera despertado con una pesantez causada por sueños que no pudiese recordar.

El pueblo italiano en el que se encontraban, encaramado, como un centinela, en una colina desde la que dominaba la ruta nordoccidental, había sufrido asedio por más de un mes y con el fuego centrado en las dos villas y el monasterio, rodeado de manzanos y ciruelos. Una era la Villa Mediéis, donde vivían los generales. Justo encima de ella estaba situada la Villa San Girolamo, antiguo convento de monjas, cuyas almenas, semejantes a las de un castillo, la habían convertido en el último baluarte del ejército alemán. Había albergado cien soldados. Cuando los proyectiles incendiarios empezaron a desintegrar el pueblo, como un acorazado en el mar, los soldados se trasladaron de las tiendas instaladas en el huerto a las habitaciones, ahora atestadas, del antiguo convento. Secciones de la capilla volaron por los aires. Partes del piso superior de la villa se desplomaron por efecto de las explosiones. Tras tomar por fin el edificio, los aliados lo convirtieron en hospital y cerraron el paso a la escalera que conducía a la tercera planta, pese a que había sobrevivido un trozo de la chimenea y del techo.