«He visto ediciones de las Historias con un retrato del autor en la portada, cierta estatua encontrada en un museo francés. Pero yo nunca me he imaginado a Herodoto así. Lo veo más bien como uno de esos enjutos hombres del desierto que viajan de oasis en oasis comerciando con leyendas, como si se tratara de semillas, consumiéndolo todo sin recelo, juntando las piezas de un espejismo. "Esta historia mía", dice Herodoto, "ha buscado desde el principio el complemento del asunto principal". Lo que encontramos en él es callejones sin salida en el movimiento de la Historia: cómo se traicionan los hombres en pro de las naciones, cómo se enamoran… ¿Qué edad me has dicho que tenías?»
«Veinte años.»
«Yo tenía muchos más cuando me enamoré.»
Hana hizo una pausa. «¿De quién?»
Pero ahora sus ojos se habían apartado de ella.
«Los pájaros prefieren los árboles con ramas muertas», dijo Caravaggio. «Disfrutan de panoramas completos desde sus alcándaras. Pueden lanzarse al vuelo en cualquier dirección.»
«Si te refieres a mí», dijo Hana, «no soy un pájaro. El que lo es de verdad es ese hombre de ahí arriba».
Kip intentó imaginarla como un pájaro.
«Dime: ¿es posible amar a alguien que no sea tan inteligente como tú?» Caravaggio, al que los efectos de la morfina habían puesto de talante combativo, tenía ganas de discutir. «Eso es algo que me ha preocupado en la mayor parte de mi vida sexual, que, por cierto, empezó -debo anunciar a esta selecta compañía- tarde. Del mismo modo que no conocí el placer sexual de la conversación hasta que estuve casado. Nunca me habían parecido eróticas las palabras. A veces me gusta más, la verdad, hablar que follar. Frases: montones sobre esto, montones sobre aquello y después montones sobre esto otra vez. Lo malo de las palabras es que puedes acabar arrinconándote a ti mismo, mientras que follando no puedes acabar así.»
«Ésa es una opinión típica de un hombre», murmuró Hana.
«La verdad es que a mí no me ha ocurrido», prosiguió Caravaggio, «tal vez a ti sí, Kip, cuando bajaste a Bombay de las montañas, cuando fuiste a Inglaterra para recibir la formación militar. Me gustaría saber si habrá acabado alguien acorralado follando. ¿Qué edad tienes, Kip?».
«Veintiséis años.»
«Más que yo.»
«Más que Hana. ¿Podrías enamorarte de ella, si no fuese más inteligente que tú? No quiero decir que no sea menos inteligente que tú. Pero, ¿es importante para ti pensar que es más inteligente que tú para enamorarte? Piénsalo. Puede estar obsesionada con el inglés, porque éste sabe más. Cuando hablamos con ese tipo, nos desborda. Ni siquiera sabemos si es inglés. Probablemente no lo sea. Mira, creo que es más fácil enamorarse de él que de ti. ¿Por qué? Porque lo que queremos es saber cosas, cómo encajan las piezas. Los conversadores seducen, las palabras nos arrinconan. Más que ninguna otra cosa, queremos crecer y cambiar. Un mundo feliz.»
«No lo creo», dijo Hana.
«Yo tampoco. Te voy a hablar de la gente de mi edad. Lo peor es que los demás dan por sentado que a esta edad ya has desarrollado del todo tu personalidad. Lo malo de la edad mediana es que creen que estás del todo formado. Mirad.»
Entonces Caravaggio alzó las manos con las palmas vueltas hacia Hana y Kip. Ella se levantó, fue detrás de él y le rodeó el cuello con su brazo.
«No sigas con eso. ¿Vale, David?»
Envolvió suavemente las manos de Caravaggio con las suyas.
«Ya tenemos ahí arriba un charlatán disparatado.»
«Míranos… aquí sentados, como los asquerosos ricos en sus asquerosas villas encaramadas en asquerosas colinas, cuando en la ciudad hace demasiado calor. Son las nueve de la mañana: ese de ahí arriba está durmiendo. Hana está obsesionada con él. Yo estoy obsesionado con la salud mental de Hana, estoy obsesionado con mi "equilibrio", y Kip probablemente salga volando un día de éstos. ¿Por qué? ¿A beneficio de qué? Tiene veintiséis años. El ejército británico le ha enseñado unas técnicas y los americanos le han enseñado otras y el equipo de zapadores ha asistido a conferencias, ha recibido condecoraciones y después lo han enviado a las colinas de los ricos. Te están utilizando, chaval. No me voy a quedar aquí mucho tiempo. Quiero llevarte a casa. Echando leches de Dodge City.»
«Basta ya, David. Kip va a sobrevivir.»
«¿Cómo se llamaba el zapador que salió volando la otra noche?»
Kip no abrió la boca.
«¿Cómo se llamaba?»
«Sam Hardy.» Kip abandonó la conversación, se acercó a la ventana y se asomó.
«El problema de todos nosotros es que estamos donde no debemos. ¿Qué estamos haciendo en África, en Italia? ¿Qué hace Kip desactivando bombas en huertos, por el amor de Dios? ¿Qué hace participando en guerras inglesas? Un agricultor del frente occidental no puede podar un árbol sin destrozar la sierra. ¿Por qué? Por la cantidad de metralla que le metieron dentro en la última guerra. Hasta los árboles están cargados de enfermedades que hemos provocado. Los ejércitos te adoctrinan y te dejan aquí y se van a tomar por culo y a armar follón en otra parte, inky-dinky parlez-vous? Deberíamos largarnos todos juntos.»
«No podemos abandonar al inglés.»
«El inglés se marchó hace meses, Hana: está con los beduinos o en algún jardín inglés con su césped y toda la leche. Probablemente no recuerde siquiera a la mujer que da vueltas por su cabeza, aquella de la que intenta hablarnos. No sabe dónde cojones se encuentra.
»Crees que estoy enfadado contigo, ¿verdad?, porque te has enamorado. ¿No? Un tío celoso de su sobrina. Me da terror tu situación. Quiero matar al inglés, porque eso es lo único que puede salvarte, sacarte de aquí. Y está empezando a caerme bien. Deserta de tu puesto. ¿Cómo va a poder amarte Kip, si no eres lo bastante lista para hacer que deje de arriesgar la vida?
«Porque sí, porque cree en un mundo civilizado. Es un hombre civilizado.»
«Primer error. La iniciativa correcta es la de montar a un tren, largaros y tener hijos. ¿Queréis que vayamos a preguntar al inglés, el pájaro, qué le parece?
»¿Por qué no eres más lista? Los ricos son los únicos que no pueden permitirse el lujo de ser listos. Están comprometidos. Quedaron encerrados hace años en una vida de privilegio. Tienen que proteger sus posesiones. Nadie es más mezquino que los ricos. Te lo digo yo. Pero tienen que seguir las normas de su putrefacto mundo civilizado. Declaran la guerra, tienen honor y no pueden marcharse. Pero vosotros dos, nosotros tres, somos libres. ¿Cuántos zapadores mueren? ¿Por qué no has muerto tú aún? No seas responsable. La suerte no es eterna.»
Hana estaba vertiendo leche en su taza. Cuando acabó, pasó el borde de la jarra sobre la mano de Kip y siguió vertiendo la leche sobre su carmelita mano y por su brazo hasta el codo. El no la apartó.
Había dos niveles de jardín, largo y estrecho, al oeste de la casa: una terraza propiamente dicha y, más arriba, el jardín más obscuro, en el que los peldaños de piedra y las estatuas de cemento casi desaparecían bajo el verde moho provocado por la lluvia. En él tenía montada su tienda el zapador. Caía la lluvia y la bruma se alzaba del valle y de las ramas de ciprés y abeto caía otra lluvia sobre ese trecho medio despejado en la ladera de la colina.
Sólo las hogueras podían secar el jardín superior, permanentemente húmedo y umbrío. Los desechos de tablas y vigas resultantes de anteriores bombardeos, las ramas arrastradas, la maleza que Hana arrancaba por las tardes, la hierba y las ortigas segadas: todo eso lo llevaban allí y lo quemaban al atardecer. Las húmedas hogueras humeaban y ardían y el humo con olor a plantas se metía entre los arbustos, subía hasta los árboles y después se extinguía en la terraza delante de la casa. Llegaba a la ventana del paciente inglés, que oía retazos de la charla y de vez en cuando risas procedentes del jardín humeante. Identificaba el olor y se remontaba hasta lo que habían quemado. Romero, pensaba, vencetósigo, ajenjo, había ahí algo más, sin aroma, tal vez diente de perro o el falso girasol, que gustaba del suelo, ligeramente ácido, de aquella colina.
El paciente inglés aconsejaba a Hana lo que debía cultivar.
«Pide a tu amigo italiano que te consiga semillas, parece apto para eso. Lo que necesitas es hojas de ciruelo. También claveles de la India y claveles reventones: si quieres el nombre latino para decírselo a tu amigo latino, es Silene virginica. También va bien la ajedrea roja. Si quieres que acudan pinzones, planta avellanos y cormieras.»
Hana lo anotó todo. Después metió la estilográfica en el cajón de la mesita en que guardaba el libro que le estaba leyendo, dos velas y cerillas. En aquel cuarto no había material médico. Lo escondía en otros cuartos. No quería que Caravaggio molestara al inglés, al buscarlo. Se metió la hoja de papel con los nombres de las plantas en el bolsillo del vestido para dársela a Caravaggio. Ahora que la atracción física había alzado la cabeza, había empezado a sentirse incómoda en compañía de los tres hombres; si es que era atracción física, si es que todo aquello tenía algo que ver con el amor a Kip.
Le gustaba descansar la cara contra la parte superior de su brazo, río carmelita obscuro, y despertarse sumergida en él, contra el pulso de una vena no visible en su carne junto a ella. La vena que tendría que localizar y en la que tendría que inyectar una solución salina, si estuviera agonizando.