Barría con el brazo los platos y los vasos de una mesa de restaurante para que ella levantara la vista en algún otro punto de la ciudad e intentase averiguar la causa de ese ruido. Cuando estaba sin ella. Él, que nunca se había sentido solo en toda la distancia que separaba los pueblos del desierto. Un hombre en un desierto puede recoger la ausencia en las manos juntas en forma de cuenco, porque sabe que lo sostiene más que el agua. Conocía una planta cerca de El Taj, cuyo corazón, si se corta, es substituido por un fluido que tiene propiedades medicinales. Todas las mañanas se puede beber el líquido que cabe en el hueco dejado por el corazón. La planta sigue floreciendo durante un año hasta que por fin muere por falta de algún nutriente.
Estaba tumbado en su cuarto y rodeado de mapas descoloridos. Estaba sin Katharine. El hambre le inspiraba deseos de acabar con todas las normas sociales, toda cortesía.
La vida de ella con otros ya no le interesaba. Sólo quería su majestuosa belleza, el teatro de sus expresiones. Quería la diminuta y secreta imagen que había entre ellos, la profundidad de campo mínima, su intimidad de extraños, como dos páginas de un libro cerrado.
Ella lo había desmembrado.
Y si ella lo había reducido a eso, ¿a qué la había reducido él?
Cuando ella estaba atrincherada tras la muralla de su clase y él estaba a su lado en un grupo más amplio, contaba chistes que a él mismo no le hacían gracia. Presa de la locuacidad -cosa rara en él-, se ponía a atacar la historia de la exploración. Lo hacía cuando se sentía desgraciado. Sólo Madox había advertido ese hábito. Pero ella ni siquiera lo miraba. Sonreía a todo el mundo, a los objetos que había en la habitación, elogiaba una disposición floral, cosas impersonales e insignificantes. Se equivocaba al interpretar el comportamiento de él, al suponer que era eso lo que él quería, y duplicaba el espesor de la muralla para protegerse.
Pero ahora no podía soportar esa muralla en ella. Tú también construyes tus murallas -le decía ella-, conque yo tengo la mía. Al decirlo, su belleza resplandecía hasta un punto que le resultaba insoportable. Con su preciosa ropa, su pálida cara que se burlaba de todos cuantos le sonreían, con su sonrisa desconcertada ante los airados chistes de él, quien continuaba con sus consternadoras afirmaciones sobre tal o cual detalle de alguna expedición de todos conocida.
En el preciso momento en que ella se separó de él a la entrada del bar del Groppi, después de que la hubiera saludado, se sintió enloquecido. Sabía que la única forma como podía aceptar perderla era poder seguir abrazándola o viéndose abrazado por ella, poder ayudarse mutuamente a poner en cierto modo fin a aquello con mimos, no con una muralla.
El sol inundaba su cuarto de El Cairo. Su mano reposaba flaccida -con toda la tensión acumulada en el resto de su cuerpo- sobre el diario de Herodoto y garabateaba las palabras, como si la pluma careciera de consistencia. Apenas pudo escribir la palabra sol, la palabra enamorado.
La única luz que entraba en el piso era la procedente del río y del desierto, más allá. Caía sobre el cuello de ella, su pie, la cicatriz de la vacuna en su brazo derecho, que tanto le gustaba a él. Se sentó en la cama abrazando su desnudez. Él deslizó la palma de la mano abierta por el sudor de su hombro. Este hombro es mío, pensó, no de su marido, es mío. Como amantes se habían ofrecido así partes de sus cuerpos mutuamente, en aquel cuarto, a orillas del río.
En las pocas horas de que habían dispuesto, el cuarto había ido obscureciéndose hasta albergar sólo esa luz: mera luz de río y de desierto. Sólo cuando se producían las escasas descargas de lluvia se acercaban a la ventana y sacaban los brazos, se estiraban para bañarse la mayor parte posible del cuerpo en ella. La gente en las calles acogía con gritos el breve chaparrón.
«Nunca volveremos a amarnos. No podemos volver a vernos.»
«Ya lo sé», dijo él.
La noche en que ella insistió en que rompieran.
Estaba sentada, encerrada en sí misma, en la armadura de su terrible conciencia. Él no podía llegar hasta ella. Sólo su cuerpo estaba próximo a ella.
«Nunca más, pase lo que pase.»
«De acuerdo.»
«Creo que se va a volver loco. ¿Entiendes?»
Él guardó silencio, abandonó los intentos de hacerla abrirse a él.
Una hora después, caminaban en la noche serena. Oían a lo lejos las canciones de gramófono procedentes del cine Música para Todos, con las ventanas abiertas por el calor. Iban a tener que separarse antes del fin de la sesión, por si salía alguien que la conociera.
Estaban en el jardín botánico, cerca de la catedral de Todos los Santos. Ella vio una lágrima y se inclinó hacia adelante, la lamió y se la metió en la boca. Como había lamido la sangre en la mano de él, cuando se cortó al preparar la comida para ella. Sangre. Lágrima. Él se sentía el cuerpo vacío, tenía la sensación de que sólo contuviese humo. Lo único que estaba vivo era la conciencia del deseo y la necesidad futuros. Lo que le habría gustado decir no podía decirlo a aquella mujer, cuya apertura era como una herida, cuya juventud aún no era mortal. No podía alterar lo que más adoraba en ella: su falta de compromiso, gracias a la cual la sensibilidad de los poemas que amaba aún no chocaba con el mundo real. Él sabía que sin esas cualidades no podía haber orden en el mundo.
La noche en que ella había insistido tanto: veintiocho de septiembre. La cálida luz de la luna ya había secado la lluvia en los árboles. Ni una gota fresca podía caer sobre él, como una lágrima. Aquella separación en el parque Groppi. No le había preguntado si su marido estaba en casa, en aquel cuadrado de luz de allá arriba, al otro lado de la calle.
Vio la alta fila de palmeras por encima de ellos, como brazos extendidos. Como la cabeza y el cabello de ella estaban encima de él, cuando era su amante.
Aquella vez no se besaron, tan sólo un abrazo. Se soltó de ella y se alejó y después se volvió. Ella no se había movido. Él regresó hasta pocos metros de ella con un dedo alzado para hacer un comentario.
«Sólo quiero que sepas que aún no te echo de menos.» Con una expresión horrible, pese a que intentaba sonreír.
Ella apartó la cabeza y se golpeó con un poste de la puerta. Él vio que se había hecho daño, notó la mueca de dolor. Pero ya se habían separado y encerrado en sí mismos, habían alzado las murallas, a insistencia de ella. Su espasmo, su dolor, era accidental, intencionado. Se había llevado la mano a la sien.
«Ya me echarás de menos», dijo.
A partir de este punto en nuestras vidas, le había susurrado ella antes, o encontraremos nuestras almas o las perderemos.
¿Cómo puede ocurrir una cosa así? Enamorarse y quedar desmembrado.
Yo estaba en sus brazos. Le había subido la manga de la blusa hasta el hombro para poder verle la cicatriz de la vacuna. Me encanta, dije. Aquella pálida aureola en su brazo. Veo cómo la raspó el instrumento, inoculó el suero después y luego salió de su piel, años atrás, cuando tenía nueve años, en el gimnasio de un colegio.
VI. UN AVIÓN ENTERRADO
El paciente paseó la mirada por la larga cama, en cuyo extremo se encontraba Hana. Después de haberlo bañado, la muchacha rompió la punta de una ampolla y se volvió hacia él con la morfina. Una efigie, una cama. El inglés bogaba en el barco de morfina. Esta corría por sus venas e implosionaba el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papel de dos dimensiones.
Las largas veladas de El Cairo. El mar de cielo nocturno, halcones en filas hasta que los soltaban al atardecer y se lanzaban formando un arco hacia el último color del desierto: al unísono, como un puñado de semillas arrojado a la tierra.
En 1936 podías comprar cualquier cosa en aquella ciudad: desde un perro o un ave que acudía a golpe de silbato hasta aquellas terribles traíllas que se ajustaban al dedo meñique de una mujer para que no se te perdiera en un mercado atestado.
En el sector nordoriental de El Cairo se encontraba el gran patio de los estudiantes religiosos y, más allá, el bazar Jan el Jalili. Mirábamos desde lo alto gatos encaramados a techos de hojalata ondulada, que, a su vez, miraban la calle y los puestos de abajo. Nuestro cuarto dominaba todo aquel panorama. Por las ventanas abiertas se veían minaretes, falúas, gatos, y entraba el estruendo. Ella me hablaba de los jardines de su infancia. Cuando no podía dormir, dibujaba el jardín de su madre para mí palabra a palabra, arriate a arriate, el hielo de diciembre sobre el estanque con peces, el crujido de los espaldares rosados. Me cogía la muñeca en la confluencia de las venas y la guiaba hasta la depresión de su cuello.
Marzo de 1937, Uweinat. Madox estaba irritable por la falta de aire. Estábamos a trescientos metros sobre el nivel del mar, pero, aun a aquella mínima altura, se encontraba incómodo. Al fin y al cabo, era un hombre del desierto, pues había abandonado Marston Magna, la aldea de su familia, en Somerset, y había cambiado todas sus costumbres y hábitos para vivir lo más cerca posible del nivel del mar y en un clima seco.
«Madox, ¿cómo se llama ese hueco en la base del cuello de una mujer? Por delante. Aquí. ¿Qué es? ¿Tiene un nombre oficial? ¿Ese hueco del tamaño aproximado de la huella de un pulgar?»