Cuando los otros pacientes y enfermeras se trasladaron a un lugar meridional y más seguro, el inglés y ella se empeñaron en quedarse. Durante ese tiempo habían pasado mucho frío, pues carecían de electricidad. Algunas habitaciones que daban al valle se habían quedado sin paredes. La joven abría una puerta y veía una cama empapada, pegada a un rincón y cubierta de hojas. Las puertas daban al paisaje. Otras habitaciones se habían convertido en pajareras abiertas.
La escalinata había perdido sus peldaños inferiores durante el incendio provocado por los soldados antes de marcharse. Ella había sacado veinte libros de la biblioteca y los había clavado al suelo y después unos a otros para reconstruir los dos peldaños inferiores. La mayoría de las sillas habían servido para hacer fuego. El sillón de la biblioteca se había salvado, porque siempre estaba mojado, empapado con las tormentas nocturnas que entraban en el boquete dejado por el proyectil de mortero. En aquel mes de abril de 1945, todo lo que estaba mojado se libró del fuego.
Habían quedado pocas camas. Ella prefería hacer de nómada por la casa con su jergón o hamaca y dormía ora en el cuarto del paciente inglés ora en el pasillo, según la temperatura, el viento o la luz. Por la mañana enrollaba su colchón y lo ataba con una cuerda. Ahora que el tiempo era más cálido, abría más habitaciones, para airear los rincones más obscuros y dejar que el sol secara la humedad. Algunas noches abría puertas y dormía en cuartos a los que faltaban paredes. Se tumbaba en el jergón al borde mismo del cuarto, de cara al errante paisaje de estrellas y nubes de paso, y se despertaba con el retumbar de rayos y truenos. En aquella época tenía veinte años y era una inconsciente, no se preocupaba por la seguridad, no pensaba en el peligro que podían representar la biblioteca, tal vez minada, o el trueno que la sobresaltaba por la noche. Pasados los meses fríos, en los que se había visto reducida a los obscuros espacios protegidos, no podía estarse quieta. Entraba en habitaciones que los soldados habían ensuciado, cuyos muebles habían quemado en su interior. Limpiaba hojas, excrementos, orina y mesas chamuscadas. Vivía como una vagabunda, mientras el paciente inglés descansaba en su cama como un rey.
Desde fuera, la casa parecía devastada. Una escalera exterior acababa en el aire, con la barandilla colgando. Su vida consistía en proveerse y protegerse como podían. Por la noche usaban sólo las velas indispensables, porque los bandidos destruían todo lo que encontraban. Estaban protegidos por el simple hecho de que la villa parecía una ruina. Pero ella se sentía segura allí, a medias adulta y a medias niña. Después de lo que le había ocurrido durante la guerra, se había trazado sus propias reglas mínimas de conducta. No volvería a acatar órdenes ni cumpliría tareas por el bien general. Iba a ocuparse sólo del paciente quemado. Le leería, lo bañaría y le daría sus dosis de morfina: su única comunicación era con él.
Trabajaba en el jardín y en el huerto. Cargó con el crucifijo de casi dos metros que había en la capilla quemada y lo utilizó para hacer sobre su plantel un espantapájaros, del que colgó latas de sardinas vacías que, cuando se levantaba viento, producían un ruidoso golpeteo. Dentro de la villa, pasaba por encima de los escombros hasta un hueco iluminado con una vela, en el que tenía su ordenadita maleta con poco más que unas cartas, un poco de ropa enrollada y una caja de metal con material médico. Había limpiado sólo pequeños rincones de la villa y, si lo deseaba, podía quemar todo lo demás.
Encendió una cerilla en el pasillo a obscuras y la acercó a la mecha de la vela. La luz se elevó hasta sus hombros. Estaba arrodillada. Apoyó las manos en los muslos e inhaló el olor del azufre. Se imaginaba que inhalaba también la luz.
Retrocedió unos pasos y con un trozo de tiza blanca dibujó un rectángulo en el entarimado. Después siguió hacia atrás, dibujando más rectángulos que iban formando una pirámide -sencillo, después doble, luego sencillo, con la mano izquierda extendida sobre el suelo, la cabeza gacha y expresión seria. Se alejó cada vez más de la luz. Después volvió a apoyarse en los talones y se acuclilló.
Se guardó la tiza en el bolsillo del vestido. Se puso de pie y, tras recogerse la falda, se la ató en torno a la cintura. Se sacó de otro bolsillo un trozo de metal y lo lanzó delante de ella para que cayera justo detrás del cuadro más alejado.
Saltó hacia adelante, sus piernas golpearon con fuerza el suelo y su sombra serpenteó tras ella hasta el fondo del pasillo. Iba muy rápida y sus zapatillas de tenis se deslizaban por los números que había escrito en cada rectángulo, primero con un pie, luego con los dos, después con uno otra vez, hasta que llegó al último cuadro.
Se agachó, recogió el trozo de metal y permaneció en aquella posición, inmóvil, con la falda aún recogida por encima de los muslos, las manos caídas y jadeando. Cogió aire, sopló y apagó la vela.
Ahora estaba a obscuras. Sólo olor a humo.
Saltó y en el aire giró para caer mirando en sentido contrario, después avanzó saltando con más fuerza por el pasillo a obscuras, siguió cayendo encima de los cuadrados y sus zapatillas de tenis golpearon con estrépito en el obscuro suelo, por lo que el sonido resonó en los extremos más remotos de la desierta villa italiana y se prolongó hacia la luna y el barranco, cicatriz que a medias circundaba el edificio.
A veces, de noche, el hombre quemado oía un tenue temblor en el edificio. Subía el volumen de su audífono y percibía un ruido de golpes que seguía sin poder reconocer ni situar.
Cogió el cuaderno de notas que había sobre la mesita contigua a la cama del hombre quemado. Era el libro que éste llevaba consigo cuando salió de entre las llamas: un ejemplar de la Historia de Herodoto, en el que había pegado páginas recortadas de otros libros y había escrito sus propios comentarios, todo ello entremezclado con el texto de Herodoto.
Empezó a leer su diminuta y retorcida caligrafía.
En el sur de Marruecos hay un viento en forma de torbellino, el aajej, contra el que los fellahin se defienden con cuchillos. Otro es el africo, que a veces ha llegado hasta la ciudad de Roma. El alm, viento otoñal, procede de Yugoslavia. El arifi, también llamado arefo rifi, abrasa con numerosas lenguas. Ésos son vientos permanentes, que viven en el presente.
Hay otros menos constantes, que cambian de dirección, pueden derribar a un caballo y su jinete y se reorientan en sentido contrario al de las agujas del reloj. El bist roz azota el Afganistán durante ciento setenta días… y entierra aldeas enteras. Otro es el caliente y seco ghi-bli, procedente de Túnez, que da vueltas y más vueltas y ataca el sistema nervioso. El hahooh es una repentina tormenta de polvo procedente del Sudán que se adorna con brillantes cortinas doradas de mil metros de altura y va seguida de lluvia. El harmattan sopla y después se pierde en el Atlántico. Imbat es una brisa marina del África septentrional. Algunos vientos se limitan a suspirar hacia el cielo. Hay tormentas nocturnas de polvo que llegan con el frío. El jamsin, bautizado con la palabra árabe que significa «cincuenta», porque sopla durante cincuenta días, es un polvo que se levanta en Egipto de marzo a mayo: la novena plaga de Egipto. El datoo procede de Gibraltar y va acompañado de fragancias.
Otro es -, el viento secreto del desierto, cuyo nombre suprimió un rey después de que su hijo muriera arrastrado por él. El nafhat es una ráfaga procedente de Arabia. El mezzar-ifoullousen, violento y frío, procede del Sudoeste; los bereberes lo llaman «el que despluma las aves de corral». El beskabar -«viento negro»- es otro viento sombrío y seco procedente del Nordeste, del Cáucaso. El samiel -«veneno y viento»- procede de Turquía y se aprovecha a menudo en las batallas. Tampoco hay que olvidar los otros «vientos envenenados»: el simoom, del norte de África, y el solano, cuyo polvo arranca pétalos preciosos y causa vahídos.
Otros son vientos locales, vientos que pasan a ras del suelo como una inundación, descascarillan la pintura, derriban postes de teléfono y transportan piedras y cabezas de estatuas. El harmattan recorre el Sahara con polvo rojo, polvo como fuego, como harina, que entra y se coagula en los cerrojos de los fusiles. Los marineros llamaron a ese viento el «mar de las tinieblas». Brumas de arena roja procedentes del Sahara han llegado hasta lugares tan lejanos como Cornualles y Devon y han producido lluvias de lodo tan intensas, que se han confundido con sangre. «En 1901 se habló de lluvias de sangre en muchos lugares de Portugal y España.»