Cuando hubieron acabado con la Satán, se dirigió, para ahorrar tiempo, hacia uno de los oficiales, que al principio se había vuelto a medias, como si fuera a marcharse.
«Sí, dígame. ¿Dónde está?»
El hombre le cogió la mano derecha y Singh comprendió que algo grave había sucedido. El teniente Blackler estaba detrás de él y, cuando el oficial les contó lo que había ocurrido, puso las manos en los hombros de Singh y las apretó.
Se trasladó en coche a Erith. Había adivinado lo que el oficial no se atrevía a pedirle. Sabía que aquel hombre no habría ido hasta allí sólo para notificarle las muertes. Al fin y al cabo, estaban en guerra. Eso quería decir que en algún punto cercano había otra bomba, probablemente del mismo modelo, y ésa era la única oportunidad de averiguar la causa del accidente.
Quería hacerlo solo. El teniente Blackler se quedaría en Londres. Eran los únicos que quedaban de la unidad y habría sido imprudente arriesgar la vida de los dos. Si lord Suffolk había fallado, debía de haber algún elemento nuevo. En cualquier caso, quería hacerlo solo. Cuando dos hombres trabajaban juntos, tenía que haber un fundamento lógico. Tenían que compartir y transigir sobre las decisiones.
Durante el viaje nocturno, mantuvo a raya sus emociones. Para que pudiese mantener la mente despejada, era necesario que estuviesen aún vivos. Miss Morden bebiendo un whisky doble y fuerte, antes de pasar al jerez. Así podría beber más despacio, mantener la compostura de una dama durante el resto de la velada. «Usted, Mr. Singh, no bebe, pero, si lo hiciera, debería seguir mi ejemplo: un whisky bien servido y después se puede tomar a sorbitos como un buen cortesano.»
Y luego había lanzado una de sus secas risitas. Era la única mujer que iba a conocer en su vida que llevara siempre consigo dos botellitas de plata. Conque estaba aún bebiendo y lord Suffolk mordisqueando sus bizcochos de estilo Kipling.
La otra bomba había caído a ochocientos metros de distancia, otra SC-250 kg. Parecía de la clase habitual. Habían desactivado centenares de ellas, la mayoría de memoria. Así avanzaba la guerra: cada seis meses más o menos, el enemigo cambiaba algo, aprendían el truco, el capricho, el contrapunto, y se lo enseñaban al resto de las unidades. Ahora se encontraban en una fase nueva.
No llevó a nadie con él. Iba a tener que recordar todos los pasos. El sargento que lo había llevado, llamado Hardy, se iba a quedar en el jeep. Le habían insinuado que esperara hasta la mañana siguiente, pero preferían -lo sabía- que lo hiciese en aquel momento. La SC-250 kg era muy común. Si había algún cambio, tenían que saberlo enseguida. Les pidió que telefonearan por adelantado para que tuvieran preparadas las luces. No le importaba trabajar cansado, pero quería hacerlo con luces adecuadas y no con los simples faros de dos jeeps.
Cuando llegó a Erith, ya estaba iluminada la zona de la bomba. A la luz del día -de un día inocente-, habría sido un campo: setos, tal vez un estanque. Ahora era un coso. Tenía frío y pidió prestado el jersey a Hardy y se lo puso sobre el suyo. De todos modos, las luces daban calor. Cuando se acercó a la bomba, todavía estaban vivos en su cabeza. Examen.
A la potente luz, se apreciaba con precisión la porosidad del metal. Entonces se olvidó de todo, excepto la desconfianza. Lord Suffolk había dicho que puede existir un jugador brillante de ajedrez de diecisiete años, de trece incluso, que podría vencer a un gran maestro, pero a esa edad no puede existir un jugador brillante de bridge. El bridge depende del carácter, del propio y del de los oponentes. Hay que tener en cuenta el carácter del contrincante. Lo mismo se puede decir de la desactivación de bombas. Es una partida de bridge a dos manos. Tienes un enemigo y no tienes compañero. A veces, para los exámenes les hago jugar al bridge. La gente cree que una bomba es un objetivo mecánico, un enemigo mecánico, pero se ha de tener en cuenta que alguien la hizo.
La pared de la bomba se había abierto al estrellarse contra el suelo y Singh veía el material explosivo dentro. Tuvo la sensación de que lo estaban mirando y se negó a optar por Suffolk o por el inventor de aquel artefacto. La intensidad de la luz artificial lo había reanimado. Dio vueltas alrededor de la bomba, al tiempo que la observaba desde todos los ángulos. Para extraer la espoleta, iba a tener que abrir la cámara principal y pasar junto a la carga explosiva. Desabrochó la mochila y, con una llave universal, giró y sacó con cuidado la placa de la parte trasera de la envoltura de la bomba. Miró en su interior y vio que, con el golpe, el estuche de la espoleta se había soltado de la envoltura. Podía ser buena suerte… o mala; aún no podía saberlo. El problema estribaba en que aún no sabía si estaba ya en marcha el mecanismo, si se había accionado ya. Se encontraba de rodillas, inclinado sobre la bomba, contento de estar solo, de vuelta en el mundo de las opciones claras -girar a la derecha o a la izquierda, cortar aquí o allá-, pero estaba cansado y aún sentía rabia.
No sabía de cuánto tiempo disponía. Esperar demasiado entrañaba más peligro. Al tiempo que sujetaba firmemente la nariz del cilindro entre las botas, metió la mano, arrancó el estuche de la espoleta y lo sacó de la bomba. Tan pronto lo hubo hecho, se echó a temblar. Ya lo tenía fuera. Ahora la bomba era prácticamente inofensiva. Colocó en la hierba la espoleta con su maraña de cables, que, a aquella luz, se veían claros y brillantes.
Empezó a arrastrar la envoltura principal hacia el camión, a unos cincuenta metros de allí, para que sus compañeros vaciaran su contenido explosivo puro. Mientras lo hacía, una tercera bomba estalló a unos cuatrocientos metros de distancia y el cielo se iluminó, con lo que hasta las lámparas de arco parecieron sutiles y humanas.
Un oficial le dio una taza de Horlicks que contenía algún alcohol y volvió solo hasta el estuche de la espoleta. Inhaló los vapores de la bebida.
Ya no había peligro grave. Si se equivocaba, la pequeña explosión podía arrancarle la mano, pero, de no tenerla pegada al corazón en el momento del impacto, no moriría. Ahora el problema era simplemente el problema: la espoleta, la nueva «bromita» que había en la bomba.
Iba a tener que deshacer el laberinto de cables para devolverles su disposición original. Volvió hasta donde estaba el oficial y le pidió el termo con el resto de la bebida caliente. Después regresó otra vez junto a la espoleta y se sentó. Era la una de la mañana más o menos. Lo suponía, porque no llevaba reloj. Durante media hora, se limitó a mirarla con una lupa, como un monóculo que le colgaba del ojal. Se dobló y observó el metal para ver si tenía algún indicio de otras marcas que hubiera podido dejar una laña. Nada.
Más adelante iba a necesitar distracciones. Más adelante, cuando tuviera en la cabeza toda una historia personal de acontecimientos e instantes, iba a necesitar algo equivalente al ruido blanco para que eliminara o enterrase todo, mientras pensaba en los problemas que tenía delante. El receptor de radio y su música de orquesta a todo volumen vendrían después, como una lona que lo protegería contra la lluvia de la vida real, pero ahora algo le llamaba la atención a lo lejos, como el reflejo de un relámpago en una nube. Harts, Morden y Suffolk estaban muertos, de repente eran meros nombres ya. Sus ojos volvieron a centrarse en la caja de la espoleta.
Empezó a dar vueltas a la espoleta en su cabeza, mientras examinaba las posibilidades lógicas. Después la puso horizontal otra vez. Tras inclinarse y acercarle el oído hasta tocar el metal, desatornilló el multiplicador. No se oyó ningún clic. Se desprendió en silencio. Separó con tacto las secciones de relojería de la espoleta y las dejó aparte. Cogió el tubo de la cavidad de la espoleta y lo examinó. No vio nada. Estaba a punto de dejarlo sobre la hierba, cuando vaciló y volvió a llevarlo ante la luz. No había notado nada extraño, excepto el peso. Si no hubiera estado buscando una trampa, nunca se le habría ocurrido pensar en el peso. Por lo general, lo único que hacían era escuchar o mirar. Ladeó el tubo con cuidado y el peso cayó hacia la abertura. Era otro multiplicador -todo un artefacto distinto- para frustrar cualquier intento de desactivación.
Sacó despacio el artefacto y desatornilló el multiplicador. El artefacto emitió un destello blanco-verdoso y un chasquido. La segunda espoleta se había disparado. La sacó y la colocó junto a las otras partes sobre la hierba. Volvió hasta el jeep.
«Había otro multiplicador», murmuró. «He tenido mucha suerte de poder separar esos cables. Llama al cuartel general y averigua si hay otras bombas.»
Apartó a los soldados del jeep, colocó un banco poco estable y pidió que apuntaran las lámparas de arco hacia él. Se inclinó, recogió los tres componentes y los colocó a treinta centímetros uno de otro sobre el improvisado banco. Ahora tenía frío y, al exhalar el aire, más caliente, de su cuerpo, sus labios dibujaron una pluma. Levantó la vista. A lo lejos se veía a unos soldados que seguían vaciando el explosivo principal. Escribió unas notas rápidas y entregó a un oficial la solución para la nueva bomba. Naturalmente, no la entendía del todo, pero esa información les resultaría útil.