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En el aire hay siempre millones de toneladas de polvo, como también hay millones de metros cúbicos de aire en la Tierra y más seres vivos dentro del suelo (gusanos, escarabajos, criaturas subterráneas) que pastando y viviendo sobre él. Herodoto registra la muerte de diversos ejércitos envueltos en el simoom, a los que no se volvió a ver. Una nación «se enfureció tanto con ese perverso viento, que le declaró la guerra y avanzó en perfecto orden de batalla para resultar rápida y completamente sepultada».

Las tormentas de polvo revisten tres formas: el remolino, la columna y la cortina. En el primero desaparece el horizonte. En la segunda te ves rodeado de «djinns danzantes». La tercera, la cortina, «aparece teñida de cobre: la naturaleza parece arder».

Levantó la vista del libro y vio que el hombre, con los ojos clavados en ella, empezaba a hablar en la penumbra.

Los beduinos tenían una razón para mantenerme con vida. Yo, verdad, era útil. Cuando mi avión se estrelló en el desierto, uno de ellos supuso que yo poseía dotes particulares. Puedo reconocer una ciudad sin nombre por su croquis en un plano. Siempre he sido un pozo de conocimientos. Soy una persona que, si se queda sola en la casa de alguien, se acerca a la librería, saca un volumen y lo absorbe. Así entra la Historia en nosotros. Conocía mapas del fondo del mar, mapas que representan los puntos débiles de la corteza terrestre, mapas pintados en piel con las diversas rutas de las Cruzadas.

Conque conocía su país antes de estrellarme entre ellos, sabía cuándo lo había cruzado Alejandro en el pasado por tal o cual motivo o interés. Conocía las costumbres de los nómadas obsesionados con la seda o los pozos. Una tribu tiñó el suelo de todo un valle, lo ennegreció para aumentar la convección y, por tanto, la posibilidad de precipitaciones y construyó altas estructuras desde las que perforar el vientre de una nube. Los miembros de algunas tribus, cuando comenzaba a levantarse viento, alzaban la palma abierta y creían que, si lo hacían en el momento oportuno, podían desviar una tormenta hacia una esfera adyacente del desierto, hacia otra tribu rival. Había desapariciones continuas, tribus que entraban en la Historia de repente al ahogarse en la arena.

En el desierto es fácil perder el sentido de la orientación. Cuando me precipité desde el aire en el desierto, en aquellas depresiones doradas, no cesaba de pensar: debo construir una balsa… debo construir una balsa.

Y, pese a estar rodeado de arenas secas, sabía que estaba entre gente de mar.

En Tassili he visto pinturas rupestres de una época en que los habitantes del Sahara cazaban hipopótamos desde barcas hechas con cañas. En Wadi Sura vi grutas cuyas paredes estaban cubiertas con pinturas que representaban a nadadores. Allí había habido un lago. Podía dibujarles su forma en una pared. Podía guiarlos hasta su ribera, seis mil años atrás.

Si preguntas a un marinero cuál es la más antigua vela conocida, te describirá una trapezoidal colgada del mástil de un barco hecho de caña que puede verse en los dibujos rupestres de Nubia: predinástica. Aún se encuentran arpones en el desierto. Eran gente de mar. Todavía hoy las caravanas parecen un río. Aun así, hoy lo extraño allí es el agua. El agua es la exiliada, que regresa transportada en latas y frascos, el fantasma entre tus manos y tu boca.

Cuando estaba perdido entre ellos, sin saber dónde me encontraba, lo único que necesitaba era el nombre de una pequeña loma, una costumbre local, una célula de aquel animal histórico, y el mapa del mundo volvía a encajar en su sitio.

¿Qué sabíamos la mayoría de nosotros de aquellas partes de África? Los ejércitos del Nilo avanzaban y retrocedían en el desierto por un campo de batalla de mil doscientos kilómetros de profundidad. Tanques ligeros, bombarderos Blenheim de mediano alcance, cazas biplanos Gladiator, ocho mil hombres. Pero, ¿quién era el enemigo? ¿Quiénes eran los aliados de aquel país: las fértiles tierras de la Cirenaica, las marismas saladas de El Agheila? Toda Europa guerreaba en el África septentrional, en Sidi Rezegh, en Baguoh.

Durante cinco días viajó a obscuras, cubierto con una capota, en una rastra detrás de los beduinos. Iba envuelto en aquella tela empapada en aceite. Después la temperatura bajó de repente. Habían llegado al valle encajonado entre las altas paredes rojas del cañón y se habían reunido con el resto de la tribu del desierto que se desparramaba deslizándose por la arena y las piedras con sus azules túnicas, que oscilaban en el aire como leche pulverizada o como un ala. Le desprendieron la suave tela, pegada al cuerpo. Estaba dentro del útero mayor del cañón. Los buitres, encaramados en el aire por encima de ellos, se abatían, como desde hacía mil años, hasta la grieta de piedra en que habían acampado.

Por la mañana, lo llevaron hasta el extremo del siq. Hablaban en voz alta en torno a él. De repente se aclaraba el dialecto. Querían que viera los fusiles enterrados.

Lo llevaron hacia algo, con su vendada cara mirando al frente, y le estiraron la mano un metro más o menos. Después de días de viaje, lo hicieron avanzar aquel único metro, inclinarse y tocar algo para algún fin, sin que le soltaran el brazo y con la palma extendida y hacia abajo. Tocó el cañón del Sten y la mano que guiaba la suya la soltó. Una pausa entre las voces. Querían que les descifrara los fusiles.

«Fusil ametrallador Breda de 12 milímetros: italiano.»

Tiró del cerrojo, insertó el dedo y no encontró bala alguna, lo cerró y apretó el gatillo. Puht. «Un fusil excelente», murmuró. Volvieron a inclinarlo hacia adelante.

«Fusil ametrallador ligero Cháttelerault de 7,5 milímetros: francés, 1924.

»MG 15 de 7,9 milímetros: del Ejército del Aire alemán.»

Lo colocaron delante de cada uno de los fusiles. Las armas parecían ser de diferentes períodos y de muchos países: un museo en el desierto. Pasaba la mano por la caja y la recámara o tocaba con los dedos la mira. Decía el nombre del fusil y después lo llevaban ante otro. Ocho le presentaron ceremoniosamente. Decía los nombres en voz alta, en francés y después en la propia lengua de la tribu. Pero, ¿para qué les interesaba? Tal vez lo importante para ellos no fuera el nombre, sino saber que conocía el fusil.

Volvieron a sujetarlo de la muñeca y le metieron la mano en una caja de cartuchos. En otra caja, a la derecha, había más, de siete milímetros. Y después otros.

En cierta ocasión, de niño, su tía, con la que se había criado, había desparramado las cartas de una baraja sin descubrirlas y le había enseñado a jugar a las parejas. Cada jugador podía descubrir dos cartas e ir emparejándolas de memoria. Era otro paisaje: ríos con truchas, voces de aves que sabía reconocer a partir de un fragmento vacilante, un mundo en el que todo tenía nombre. Ahora, con la cara cubierta por una mascarilla de fibras de hierba, cogía un cartucho y avanzaba con sus porteadores, los guiaba hacia un fusil, introducía la bala, echaba el cerrojo y, sosteniéndolo en el aire, disparaba. Se oía un restallar de mil demonios por todo el cañón. «Pues el eco es el alma de la voz que se excita en las oquedades.» Un hombre considerado taciturno y loco había anotado esa frase en un hospital inglés y ahora, en aquel desierto, estaba en sus cabales y, con la cabeza clara, cogía cartas, las emparejaba sin dificultad, al tiempo que dedicaba una sonrisa a su tía, y disparaba cada combinación lograda y los hombres que lo rodeaban iban respondiendo con vítores a cada disparo. Se volvía a mirar en una dirección y después regresaba de nuevo hasta el Breda, esa vez con su extraño palanquín humano, seguido de un hombre con un cuchillo que tallaba un código paralelo en la caja de cartuchos y en la del fusil. Después de la soledad, disfrutaba con el movimiento y los vítores. Con su destreza compensaba a los hombres que lo habían salvado para ese fin.

Viajó con ellos a aldeas en las que no había mujeres. Se transmitían sus conocimientos como prendas de una tribu a otra, compuestas de ocho mil individuos. Se inició en costumbres y música específicas. Con los ojos vendados la mayoría de las veces, oyó las jubilosas canciones de la tribu mzina encaminadas a atraer el agua y acompañadas de danzas dahjiya, sones de zampoñas, utilizadas para transmitir mensajes en casos de emergencia, y de la flauta doble makruna (una de las cuales emite un zumbido constante). Después, en el territorio de las liras de cinco cuerdas, una aldea u oasis de preludios e interludios, palmas, danza antifonal.

No le quitaban la venda de los ojos hasta el crepúsculo, momento en que podía ver a sus captores y salvadores. Ahora sabía dónde estaba. A unos les dibujaba mapas que superaban los límites de su territorio y a otros les explicaba el mecanismo de los fusiles. Los músicos se sentaban frente a él, al otro lado del fuego. Las notas de la lira simsimiya, arrastradas por una ráfaga de brisa, se perdían en la distancia o se dirigían hacia él por sobre el fuego. Bailaba un muchacho que, con aquella luz, era el ser más deseable que había visto. Sus delgados hombros eran blancos como el papiro, la luz del fuego reflejaba el sudor en su estómago y por las aberturas de la tela azul que lo cubría, como un señuelo, desde el cuello hasta los tobillos se vislumbraba su desnudez, se revelaba como una línea de relámpago carmelita.