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Después él se encontraba de repente en el otro extremo del cuarto y se veía su lámpara de zapador recorriéndolo, seguro ahora, después de que pasara semanas limpiándolo de toda clase de posibles espoletas: como si aquel cuarto hubiera salido por fin de la guerra y no fuese ya una zona o un territorio. Movió sólo la lámpara haciendo oscilar el brazo e iluminando el techo y la sonriente cara de ella, cuando la luz la reveló junto al respaldo del sofá contemplando su brillante y esbelto cuerpo. La siguiente vez que pasó la luz, la mostró agachada y limpiándose la cara con la falda. «Pero yo te he cogido, te he cogido», exclamó Hana. «Soy el mohicano de Danforth Avenue.»

Después se encontraba a horcajadas sobre la espalda de él y la luz de su linterna oscilaba por los lomos de los libros en los estantes más altos, al subir y bajar sus brazos, mientras él la hacía girar y ella se vencía hacia adelante como muerta, cayó y lo cogió de los muslos y después se volteó, se desprendió de él y se quedó tumbada en la vieja alfombra, que aún desprendía el olor de la antigua lluvia, y con los brazos humedecidos y cubiertos de polvo y arenilla. Él se inclinó sobre ella y ella alargó la mano y apagó la linterna. «Yo he ganado, ¿eh?» Él aún no había dicho nada desde que había entrado en el cuarto. Con la cabeza hizo el gesto que ella adoraba, en parte asentimiento y en parte indicación de un posible desacuerdo. La luz lo deslumbraba y no podía verla. Apagó la linterna de ella para que estuvieran iguales en la obscuridad.

Aquél fue el mes de sus vidas en que Hana y Kip durmieron uno junto al otro. Un solemne celibato entre ellos. Descubrieron que en el galanteo podía haber toda una civilización, todo un territorio por explorar. El amor por la idea que de él tenía ella y viceversa. No quiero que me folles. No quiero follarte. ¿Dónde lo habría aprendido él -o ella, ¿quién sabe?-, pese a su juventud? Tal vez de Caravaggio, que durante aquellas veladas había hablado a Hana de la juventud de él, de la ternura hacia todas y cada una de las células de un amante que desencadena el descubrimiento de la mortalidad propia. Al fin y al cabo, era una época caracterizada por la omnipresencia de la muerte. El deseo del muchacho sólo se satisfacía en la profundidad del sueño en brazos de Hana y su orgasmo tenía más que ver con el ascendiente de la Luna, con la sacudida de la noche en su cuerpo.

Todas las noches, Kip reposaba su delgada cara en las costillas de Hana, quien, escudriñando en círculos su espalda con sus uñas, le había recordado el placer que se siente al ser rascado. Era algo que un aya le había enseñado años atrás. Durante su infancia, todo el bienestar y la paz los había recibido -recordaba Kip- de ella, nunca de su amada madre, ni de su hermano ni de su padre, con quienes jugaba. Cuando sentía miedo o no podía dormir, el aya -aquella íntima extraña procedente de la India meridional, que vivía con ellos, ayudaba a llevar la casa, cocinaba y les servía las comidas y criaba a sus hijos bajo la protección de la familia- era quien lo advertía y lo ayudaba a conciliar el sueño pasándole la mano por su pequeña y fina espalda y años atrás había aliviado de forma similar a su hermano mayor, pues probablemente conociera el carácter de todos los niños mejor que sus padres auténticos.

Era un afecto mutuo. Si a Kip le hubieran preguntado a quién quería más, habría nombrado a su aya antes que a su madre. Su amor y su consuelo habían sido mayores que ningún amor consanguíneo o sexual. Durante toda su vida se sintió -iba a comprender más adelante- inclinado a buscar esa clase de amor fuera de la familia: la intimidad platónica -o a veces sexual- de una persona extraña. Iban a pasar muchos años antes de que lo comprendiera, antes de que pudiese formularse siquiera a sí mismo la pregunta de a quién quería más.

Aunque ella ya sabía que la quería, sólo en una ocasión le parecía haberle devuelto algo de consuelo. Cuando murió la madre de su aya, él entró a hurtadillas en la habitación de ésta y abrazó su cuerpo, repentinamente envejecido. Se tumbó a su lado en silencio y la acompañó en su duelo en su cuartito de criada, en el que lloraba muy exaltada y al tiempo ceremoniosa. La observó recoger sus lágrimas en una tacita pegada a la cara. Sabía que las llevaría al entierro. Estaba detrás de su encogido cuerpo y tenía puestas sus manitas de niño de nueve años en los hombros de ella y, cuando por fin se calmó y sus estremecimientos fueron cada vez menos frecuentes, empezó a rascarla sobre el sari y después lo apartó y le rascó la piel, como Hana recibía ahora -en 1945, en su tienda, cerca del pueblo encaramado en las colinas en el que sus continentes se habían juntado- el tierno arte de sus uñas en los millones de células de su piel.

IX. LA GRUTA DE LOS NADADORES

Te prometí contarte cómo se enamora uno.

Un joven llamado Geoffrey Clifton se había encontrado con un amigo en Oxford, que le había hablado de lo que estábamos haciendo. Se puso en contacto conmigo, se casó el día siguiente y dos semanas después se trasladó en avión a El Cairo. Eran los últimos días de su luna de miel. Ése fue el comienzo de nuestra historia.

Cuando conocí a Katharine, estaba casada. Una mujer casada. Clifton bajó del avión y después, sin que nos lo esperáramos, pues al preparar la expedición habíamos pensado que acudiría solo, apareció ella, con sus pantalones cortos de color caqui y sus huesudas rodillas. En aquella época, era demasiado fogosa para el desierto. Me gustó más la juventud de él que el entusiasmo de su joven esposa. Él era nuestro piloto, mensajero, explorador del terreno. Representaba la Nueva Era: pasaba volando y dejaba caer mensajes en forma de largas cintas de colores para indicarnos a dónde debíamos dirigirnos. Constantemente nos hacía partícipes de su adoración por ella. Éramos cuatro hombres y una mujer y su marido, entregado al gozo verbal de su luna de miel. Regresaron a El Cairo y, cuando volvieron, un mes después, fue casi lo mismo. Aquella vez ella estaba más calmada, pero él seguía siendo la juventud en persona. Mientras Clifton se deshacía en elogios de ella, Katharine estaba sentada en unas latas de gasolina, con la barbilla entre las manos y los codos en las rodillas y se quedaba mirando una lona que no cesaba de agitarse con el viento. Intentamos disuadirlo a base de bromas, pero pretender que se mostrara más discreto habría equivalido a una agresión, lo que no era la intención de ninguno de nosotros.

Después de aquel mes en El Cairo, ella se mostraba silenciosa, leía constantemente, se mantenía más encerrada en sí misma, como si hubiera ocurrido algo o hubiese comprendido de repente esa característica prodigiosa del ser humano: la de que puede cambiar. No tenía que seguir siendo la persona mundana que se había casado con un aventurero. Estaba descubriéndose a sí misma. Era penoso de contemplar, porque Clifton no advertía el proceso de autoeducación de ella, que leía todo lo relativo al desierto, podía hablar de Uweinat y del desierto perdido e incluso había buscado con afán artículos marginales.

Yo, verdad, tenía quince años más que ella. Había llegado a esa fase de la vida en que me identificaba con los personajes perversos y cínicos de los libros. No creo en la permanencia, en las relaciones que se prolongan durante siglos. Tenía quince años más, pero ella era más inteligente. Tenía más deseos de cambiar de lo que yo pensaba.

¿Qué sería lo que la hizo cambiar durante su aplazada luna de miel en el estuario del Nilo, en las afueras de El Cairo? Los habíamos visto unos días: habían llegado dos semanas después de su boda en Cheshire. Clifton se había traído a la novia, pues no podía separarse de ella ni romper el compromiso con nosotros: con Madox y conmigo. Lo habríamos matado. Conque las huesudas rodillas de Katharine surgieron del avión aquel día. Así comenzó nuestra historia, nuestra situación.

Clifton celebraba la belleza de sus brazos, las finas líneas de sus tobillos. La describía nadando. Hablaba de los nuevos bidets de la suite del hotel, de su hambre canina en el desayuno.

Ante todo aquello, yo no decía ni palabra. A veces alzaba la vista, mientras él hablaba, y mi mirada se cruzaba con la de ella, testigo de mi muda exasperación, y entonces aparecía su sonrisa recatada. La situación no dejaba de resultar irónica. Yo era el mayor. Era el hombre de mundo, que había caminado diez años antes desde el oasis de Dajla al Gilf Kebir, había cartografiado el Farafra, conocía la Cirenaica y se había perdido más de dos veces en el Mar de Arena. Cuando me conoció, yo tenía todas esas distinciones o podía girar la vista unos pocos grados y ver las de Madox. Y, sin embargo, aparte de la Sociedad Geográfica, nadie nos conocía, éramos la franja marginal de un círculo que había conocido por su matrimonio.

Las palabras de elogio de su marido no significaban nada para ella, pero yo soy una persona cuya vida en muchos sentidos, incluso como explorador, ha estado regida por las palabras, por rumores y leyendas, mapas, trozos de loza con inscripciones, el tacto de las palabras. En el desierto repetir algo habría equivalido a tirar más agua en la tierra. Allí un matiz daba para cien kilómetros.