«Supongo que no importa», murmuró Almásy.
«¿Quieres morfina?»
«No. Estoy intentando entender. Siempre he sido muy celoso de mi intimidad. Me resulta difícil creer que se hablara tanto de mí.»
«Estabas viviendo una historia de amor con una persona conectada con el Servicio de Inteligencia. Había personas de ese Servicio que te conocían personalmente.»
«Probablemente Bagnold.»
«Sí.»
«Un inglés muy inglés.»
«Sí.»
Caravaggio hizo una pausa.
«Tengo que hablar contigo de una última cosa.»
«Ya lo sé.»
«¿Qué fue de Katharine Clifton? ¿Qué ocurrió justo antes de la guerra para que todos volvierais al Gilf Kebir, después de que Madox se marchara a Inglaterra?»
Yo tenía que hacer un viaje más al Gilf Kebir, para recoger lo que quedaba del campamento en Uweinat. Nuestra vida allí se había acabado. Pensaba que nada más sucedería entre nosotros. Hacía más de un año que no me había reunido con ella como amante. En alguna parte se estaba gestando una guerra, como una mano que entra por la ventana de un ático. Y ella y yo nos habíamos retirado ya tras los muros de nuestros hábitos anteriores, a la aparente inocencia de la falta de relación. Ya no nos veíamos con demasiada frecuencia.
Durante el verano de 1939 había de acompañar por tierra a Gough hasta el Gilf Kebir y recoger el campamento y Gough regresaría en camión. Clifton iba a ir a recogerme en el avión. Después nos dispersaríamos, desharíamos el triángulo que se había formado entre nosotros.
Cuando oí y vi el avión, ya estaba yo bajando por las rocas de la meseta. Clifton siempre llegaba puntual.
Un pequeño avión de carga tiene una forma muy peculiar de aterrizar deslizándose desde la línea del horizonte. Ladea las alas en la luz del desierto y después cesa el sonido y flota hasta tocar tierra. Nunca he entendido del todo cómo funcionan los aviones. Los he visto acercárseme en el desierto y siempre he salido de mi tienda con miedo. Cruzan la luz inclinados hacia abajo y después entran en ese silencio.
El Moth pasó casi rozando la meseta. Yo agitaba la lona azul. Clifton perdió altura y pasó rugiendo por encima de mí, tan bajo, que a los arbustos de acacia se les cayeron las hojas. El avión viró hacia la izquierda, describió un círculo y, tras volver a localizarme, enderezó el rumbo y se dirigió recto hacia mí. A cincuenta metros de mí, se inclinó de repente y se estrelló y yo eché a correr hacia él.
Pensaba que iba solo. Había de ir solo. Pero, cuando llegué hasta allí para sacarlo, estaba ella a su lado. Estaba muerto. Ella estaba intentando mover la parte inferior de su cuerpo, al tiempo que miraba hacia adelante. Por la ventana de la carlinga había entrado arena que le cubría el regazo. No parecía tener ni un rasguño. Había adelantado la mano izquierda para amortiguar el desplome del avión. La saqué del avión que Clifton había bautizado Rupert y la llevé hasta las grutas en la roca, hasta la Gruta de los Nadadores, la de las pinturas. En la latitud 23° 30' y la longitud 25° 15' del mapa. Aquella noche enterré a Geoffrey Clifton.
¿Fui una maldición para ellos? ¿Para ella? ¿Para Madox? ¿Para el desierto, violado por la guerra, bombardeado como si fuese mera arena? Los bárbaros contra los bárbaros. Los dos ejércitos cruzaron el desierto sin la menor idea de lo que era. Los desiertos de Libia. Si eliminamos la política, se trata de la frase más encantadora que conozco. Libia. Una palabra evocadora, erótica, un pozo sin fondo para quien sepa descubrirlo. La b y las dos íes. Madox decía que era una de las poca palabras en que oías la lengua dar un viraje. ¿Recuerdas a Dido en los desiertos de Libia? Un hombre debe ser como raudales de agua en un erial…
No creo que entrara en una tierra maldita ni que me viese atrapado en una situación funesta. Todos los lugares y las personas fueron dádivas para mí: el hallazgo de las pinturas en la Gruta de los Nadadores, cantar «estribillos» con Madox durante las expediciones, la aparición de Katharine entre nosotros en el desierto, acercarme a ella por el rojo suelo de cemento encerado, caer de rodillas y pegar mi cabeza a su vientre, como si fuera un niño, las curas que me prodigó la tribu de los fusiles, nosotros cuatro incluso: Hana, tú y el zapador.
Me he visto privado de todo lo que amé y valoré.
Me quedé junto a ella. Descubrí que tenía tres costillas rotas. Seguí esperando a que sus ojos se animaran, a que su muñeca rota se doblase, a que su boca muda hablara.
¿Cómo es que me odiabas?, susurró. Me dejaste casi muerta por dentro.
Katharine… tú no…
Abrázame. Deja de defenderte. A ti nada te cambia.
La ferocidad de su mirada no se disipaba. No podía escaparme de aquella mirada. Yo iba a ser la última imagen que viera, el chacal en la gruta que la guiaría y protegería, que nunca la defraudaría.
Existen cien deidades asociadas con animales, le dije. Unas son las vinculadas a los chacales: Anubis, Duamutef, Wepwawet. Otras son seres que te guían al otro mundo, como mi fantasma me acompañaba antes de que nos conociéramos. Todas aquellas fiestas en Londres y Oxford. Observándote. Estaba sentado frente a ti, mientras hacías los deberes escolares con un gran lápiz. Yo estaba presente cuando conociste a Geoffrey Clifton, a las dos de la madrugada, en la biblioteca de la Unión de Oxford. Todos los abrigos estaban esparcidos por el suelo y tú descalza como una garza abriéndote paso entre ellos. Él estaba observándote, pero yo también, aunque no advertiste mi presencia, no te fijaste en mí. Tenías una edad en la que sólo veías a los hombres apuestos. Aún no te fijabas en quienes no perteneciesen a la esfera de personas de tu agrado. En Oxford no se suele salir con el chacal, mientras que yo soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea. La pared situada detrás de ti estaba cubierta de libros. Con la mano izquierda sujetabas un largo collar que te colgaba del cuello. Tus descalzos pies se iban abriendo paso. Buscabas algo. En aquella época estabas más llenita, pero tenías la belleza idónea para la vida universitaria.
En la biblioteca de la Unión de Oxford éramos tres pero tú sólo viste a Geoffrey Clifton. Iba a ser un idilio rapidísimo. Él tenía trabajo con unos arqueólogos en el norte de África, nada menos. «Estoy trabajando con un tipo estrambótico.» Tu madre estuvo encantada con tu aventura.
Pero el espíritu del chacal, «el que abría los caminos» cuyo nombre era Wepwawet o Almásy, estaba en aquella sala junto con vosotros dos. Observé, con los brazos cruzados, vuestros intentos de entablar con entusiasmo una charla trivial, cosa que os resultaba difícil, porque los dos estabais borrachos, pero lo maravilloso fue que, a las dos de la mañana y pese a la borrachera, cada uno de vosotros vio en cierto modo un valor y un placer perdurables en el otro. Puede que llegarais con otros, tal vez os acostaseis con otros aquella noche, pero los dos habíais encontrado vuestro destino.
A las tres de la mañana, sentiste la necesidad de marcharte, pero no lograste encontrar un zapato. Llevabas el otro en la mano, una zapatilla rosada. Yo vi una medio enterrada a mi lado y la recogí. Su brillo. Era, evidentemente, uno de tus pares de zapatos favoritos, con la marca de tus dedos. Gracias, dijiste al cogerla, y te marchaste sin siquiera mirarme a la cara.
Estoy convencido de que, cuando conocemos a las personas de las que nos enamoramos, hay un aspecto de nuestro espíritu que hace de historiador, un poquito pedante, que imagina o recuerda una ocasión en que el otro pasó por delante con total inocencia, del mismo modo que Clifton podría haberte abierto la puerta de un coche un año antes y no haber advertido el sino de su vida. Pero todas las partes del cuerpo deben estar preparadas para el otro, todos los átomos deben saltar en una dirección para que se produzca el deseo.
Yo he vivido años en el desierto y he llegado a creer en cosas así. Es un lugar lleno de bolsas. El trampantojo del tiempo y del agua. El chacal con un ojo que mira hacia atrás y otro que mira el camino que estás pensando tomar. En sus mandíbulas hay trozos del pasado que te entrega y, cuando descubres enteramente todo ese tiempo, resulta que ya lo conocías.
Sus ojos me miraban, cansados de todo. Un hastío terrible. Cuando la saqué del avión, su mirada había intentado abarcar todas las cosas que la rodeaban. Ahora los ojos se mostraban cautelosos, como protegiendo algo dentro. Me acerqué más y me senté en los talones. Me incliné hacia adelante y pasé la lengua por el azul ojo derecho: sabor a sal. Polen. Transmití ese sabor a su boca. Y después el otro ojo: mi lengua contra la fina porosidad del globo ocular, borrando el azul; cuando me erguí, un reguero blanco cruzaba su mirada. Esa vez dejé que los dedos entraran más a fondo y le abrí los dientes, tenía la lengua «replegada» y tuve que sacarla hacia adelante. Su vida pendía de un hilo, de un hálito. Ya casi era demasiado tarde. Me incliné hacia adelante y con la lengua le transmití el polen azul a la boca. Nos tocamos así una vez. No hubo nada. Me retiré, cogí aire y me incliné otra vez. Al tocar la lengua, hubo una contracción en ella.
Y entonces soltó un terrible gruñido, violento e íntimo, que me embistió. Un estremecimiento por todo su cuerpo, como una descarga eléctrica. Salió despedida contra la pared pintada. El animal había entrado en ella y saltaba y se tiraba contra mí. Parecía haber cada vez menos luz en la gruta. Su cuello sufría sacudidas a un lado y a otro.