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– El vicario debió salir por la mañana temprano -dijo-, y se habrá quedado bloqueado en algún sitio. Eso es lo que habrá ocurrido.

Tyrone se reunió con él en la ventana. Detrás, Hogarth apagó el cigarrillo en el suelo. Brendan se estremeció. Pese a que la calefacción de la iglesia funcionaba a toda máquina, el frío de la sacristía era insoportable. Apoyó la mano sobre la pared. Estaba helada y húmeda.

– ¿Cómo están mamá y papá?

– Oh, mamá está un poco nerviosa, pero por lo que yo sé, aún piensa que formáis una pareja ideal. Su primer hijo casado, y con la hija de un terrateniente, siempre que el vicario asome la jeta. Sin embargo, papá mira hacia la puerta como si ya estuviera hasta el gorro.

– Hace años que no salía de Liverpool -observó Tyrone-. Está nervioso, nada más.

– No. Es consciente de lo que es.

Brendan se apartó de la ventana y miró a sus hermanos. Eran como espejos de él, y lo sabía. Hombros hundidos, narices ganchudas, y todo lo demás indeciso. El cabello no era ni pardo ni rubio. Los ojos no eran ni azules ni verdes. Los mentones no eran ni pronunciados ni débiles. Gozaban de todas las ventajas para convertirse en asesinos múltiples; sus rostros se fundirían con cualquier muchedumbre. Y así reaccionaron los Townley-Young cuando conocieron a toda la familia, como si hubieran topado de frente con el peor de sus temores. A Brendan no le extrañó que su padre mirara a la puerta y contara los minutos que le quedaban para escapar. Sus hermanas debían sentir lo mismo. Hasta experimentó una punzada de envidia. Dentro de una o dos horas, todo habría terminado. Para él, se prolongaría hasta el fin de sus días.

Cecily Townley-Young había aceptado el papel de dama de honor de su prima porque su padre se lo había ordenado. No deseaba participar en la ceremonia. Ni siquiera quería acudir a la boda. Rebecca y ella jamás habían compartido otra cosa que su relativo lugar como hijas de retoños de un escuálido árbol familiar, y por lo que a ella respectaba, ojalá todo hubiera seguido de la misma forma.

No le gustaba Rebecca. En primer lugar, no tenía nada en común con ella. Para Rebecca, pasar una tarde agradable consistía en asistir a cuatro o cinco subastas de ponis, charlar sobre la cruz de los caballos y levantar elásticos labios equinos para examinar aquellos siniestros dientes amarillentos. Llevaba en los bolsillos manzanas y zanahorias, como si fueran calderilla, e inspeccionaba cascos, escrotos y globos oculares con el interés que la mayoría de las mujeres dedican a la ropa. En segundo lugar, Cecily estaba harta de Rebecca. Veintidós años de soportar cumpleaños, Pascuas, Navidades y celebraciones de Año Nuevo en la finca de su tío -todo en nombre de una falsa unidad familiar en la que nadie creía-, había dado al traste con el afecto que hubiera podido sentir por una prima mayor. Algunas experiencias vividas de los incomprensibles extremos a los que llegaba el comportamiento de Rebecca, mantenían a Cecily a una distancia respetable de su prima siempre que ocupaban la misma casa durante más de un cuarto de hora. Y en tercer lugar, la consideraba intolerablemente estúpida. Rebecca jamás había hervido un huevo, escrito un talón o hecho una cama. Su respuesta para todos los problemas de la vida era: «Papá ya se ocupará de ello», la clase de perezosa dependencia paterna que Cecily detestaba.

Incluso hoy, papá se ocupaba de ello, y a tope. Habían interpretado su papel, esperando obedientemente al vicario en el porche norte de la iglesia, helado y espolvoreado de nieve, pateando el suelo para calentar los pies, los labios morados, en tanto los invitados se removían y murmuraban en el interior de la iglesia, entre el acebo y la hiedra, y se preguntaban por qué los cirios no estaban encendidos, por qué no sonaba la marcha nupcial. Habían esperado un cuarto de hora, mientras la nieve trenzaba perezosos velos nupciales en el aire, hasta que papá atravesó la calle hecho una furia y golpeó con insistencia la puerta del vicario. Volvió cuando no habían transcurrido ni dos minutos, con su semblante, por lo general rubicundo, pálido de ira.

– Ni siquiera está en casa -anunció St. John Andrew Townley-Young-. Esa vaca subnormal -definición del ama de llaves del vicario, decidió Cecily- ha dicho que ya había salido cuando ella llegó por la mañana. Increíble. Esa incompetente y repugnante… -Cerró los puños dentro de sus guantes color paloma. Su sombrero de copa osciló-. Entrad en la iglesia. Todos. Protegeos del frío. Yo me haré cargo de la situación.

– Pero Brendan ha venido, ¿verdad? -preguntó Rebecca, angustiada-. ¡Papá, Brendan no nos habrá fallado!

– Somos muy afortunados -replicó su padre-. Toda la familia está aquí, como ratas que no abandonan el barco.

– St. John -murmuró su esposa.

– ¡Entrad!

– Pero la gente me verá -gimió Rebecca-. Verán a la novia.

– Rebecca, por el amor de Dios. Townley-Young desapareció en el interior de la iglesia durante otros dos minutos, y salió con nuevas instrucciones.

– Esperad en el campanario.

Se marchó de nuevo a la caza del vicario.

Y seguían esperando en el campanario, ocultos de los invitados mediante una puerta de balaustres color nogal, cubierta por una cortina de terciopelo rojo polvorienta y maloliente, tan desgastada que podían ver a su través las luces de las arañas de la iglesia. Oían los murmullos preocupados que se alzaban de la multitud. Oían el inquieto arrastrar de pies. Los libros de himnos se abrían y cerraban. El organista tocó. Bajo sus pies, en la cripta de la iglesia, el sistema de calefacción gemía como una madre al dar a luz.

Cuando se le ocurrió aquella analogía, Cecily dirigió una mirada pensativa a su prima. Jamás había creído que Rebecca encontrara un hombre lo bastante imbécil para casarse con ella. Si bien era cierto que heredaría una fortuna y que ya había recibido como adelanto aquella monstruosidad siniestra de Cotes Hall, donde se recogería en éxtasis conyugal en cuanto recibiera el anillo y firmaran el registro, Cecily no podía creer que la fortuna -por grande que fuera-, o la antigua mansión victoriana en estado ruinoso -por poderosa que fuera su capacidad de resucitar- fueran capaces de incitar a un hombre a soportar de por vida a Rebecca. Pero ahora… Recordó a su prima en el cuarto de baño, aquella mañana, el ruido de sus náuseas, sus gritos histéricos: «¿Es que toda la jodida mañana va a ser igual?», y a continuación, las palabras apaciguadoras de su madre: «Rebecca, por favor. Hay invitados en casa». Y después, la contestación de Rebecca: «Me dan igual. Todo me da igual. No me toques. Sácame de aquí». Una puerta se cerró con estrépito. Pasos apresurados recorrieron el pasillo de arriba.

¿Embarazada?, se había preguntado Cecily en aquel momento, mientras se aplicaba maquillaje y colorete con sumo cuidado. La idea de que un hombre se hubiera acostado con Rebecca la dejó estupefacta. Señor, en aquel caso, todo era posible. Examinó a su prima en busca de señales que revelaran la verdad.

El aspecto de Rebecca no era el de una mujer satisfecha. Si, en teoría, iba a florecer en todo su esplendor gracias al embarazo, se había extraviado en algún estadio preliminar, propenso a los mofletes, con los ojos del tamaño y forma de cuentas y el cabello como un casco que coronara su cabeza. En su favor, debía reconocer que tenía la piel perfecta, y la boca bastante bonita, pero, por algún extraño motivo, nada armonizaba, y siempre daba la impresión de que las facciones de Rebecca se habían declarado una guerra mutua y encarnizada.

No era culpa suya en realidad, pensó Cecily. Tendría que sentir una pizca de compasión por alguien tan ultrajado por su físico, pero cada vez que Cecily trataba de arrancar alguna conmiseración de su corazón, Rebecca hacía algo que arruinaba sus esfuerzos.