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Cargó las maletas hacia una puerta trasera. Con una maleta en una mano y las muletas de St. James bajo el brazo, caminaba con un peculiar cojeo, y sus Wellington resbalaban sobre los guijarros. Por lo visto, la única solución consistía en seguirla, como así hicieron St. James y Deborah. Cruzaron el aparcamiento, subieron un tramo de escalera y pasaron por la puerta posterior del hostal, que daba acceso a un pasillo en el que se abría una puerta, con un letrero escrito a mano que rezaba: «Salón de Residentes».

La chica dejó caer la maleta sobre la alfombra y apoyó las muletas sobre ella, con los extremos apretados contra una descolorida rosa Axminster.

– Ya está -anunció, y se frotó las manos como indicando que su cometido terminaba allí-. ¿Le dirán a mamá que Josie les estaba esperando fuera? Josie. Soy yo. -Apoyó un dedo contra su pecho-. Me harán un favor, en realidad. Se lo devolveré.

St. James se preguntó cómo. La chica les miró con ansiedad.

– De acuerdo -dijo-. Sé lo que están pensando. Para ser sincera, la tiene tomada conmigo, si saben a qué me refiero. No es que haya hecho nada, cosas muy tontas, pero sobre todo es por culpa de mi pelo. No suele tener este aspecto, aunque creo que aguantará un tiempo.

St. James no supo si estaba hablando del estilo o el color, pero ambos eran execrables. El primero pretendía adoptar forma de cuña, y parecía ejecutado por las tijeras para las uñas de alguien y la máquina de afeitar eléctrica de otra persona. La dotaba de una notable semejanza con Enrique V, tal como está plasmado en la Galería Nacional de Retratos. El segundo consistía en un desafortunado tono salmón que luchaba a brazo partido con la chaqueta fluorescente. Sugería un teñido realizado con más entusiasmo que experiencia.

– Pasta -dijo la muchacha, sin venir a cuento.

– ¿Perdón?

– Pasta de colorante. Ya sabe, esa cosa que se pone en el pelo. Se suponía que iba a proporcionarme reflejos rojos, pero no funcionó. -Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta-. Todo se vuelve contra mí, créanme. Traten de encontrar a un tío de primero de bachiller con mi estatura. Pensé que si me arreglaba el cabello, quizá lograría que alguno de quinto o sexto se fijara en mí. Estúpida. Lo sé. No hace falta que me lo digan. Mamá no cesa de repetirlo desde hace tres días. «¿Qué voy a hacer contigo, Josie?» Josie. Soy yo. Mamá y el señor Wragg son los propietarios del hostal. Por cierto, su pelo es bestial. -Esta frase iba dirigida a Deborah, a la que Josie estaba inspeccionando con no poco interés-. Y también es alta, pero supongo que habrá parado de crecer.

– Creo que sí.

– Yo no. El médico dice que sobrepasaré el metro ochenta. Una regresión a los vikingos, dice, se ríe y me palmea el hombro como si yo tuviera que captar el chiste. Lo que me pregunto es qué hacían los vikingos en Lancashire.

– Y tu madre, sin duda, querrá saber qué estabas haciendo junto al río -comentó St. James.

Josie pareció confusa y agitó las manos.

– No era en el río, exactamente, y tampoco nada malo. De veras. Y solo se trata de un favor. Bastará con que mencionen mi nombre. «Una joven salió a recibirnos en el aparcamiento, señora Wragg. Alta. Un poco desgarbada. Dijo que se llamaba Josie. Era muy agradable.» Si lo dejan caer así, mamá se calmará un ratito.

– ¡Jo-se-phine! -gritó una voz de mujer en algún lugar del hostal-. ¡Jo-se-phine Eugenia Wragg!

Josie se encogió.

– Detesto que haga eso. Me recuerda al colegio. «Josephine Eugene. Parece una judía.»

No era cierto, pero era alta y se movía con la torpeza de una adolescente que ha cobrado conciencia súbitamente de su cuerpo antes de haberse acostumbrado a él. St. James pensó en su hermana a la misma edad, maldecida por la estatura, unas facciones aguileñas que aún no se habían desarrollado del todo y un nombre andrógino. Sidney, se presentaba con sarcasmo, el último chico St. James. Había soportado las burlas de sus compañeras durante años.

– Gracias por esperarnos en el aparcamiento, Josie -dijo muy serio-. Es agradable que te reciban cuando llegas a un sitio.

El rostro de la muchacha se iluminó.

– Sí. Oh, sí -dijo, y se dirigió hacia la puerta por la que habían venido-. Se lo devolveré. Ya lo verá.

– No lo dudo.

– Pasen por el pub. Alguien les atenderá allí. -Agitó la mano hacia otra puerta, en el extremo opuesto de la sala-. He de sacarme estas botas, y deprisa. -Les dirigió otra mirada suplicante-. No hablarán de mis botas, ¿verdad? Son del señor Wragg.

Lo cual distaba mucho de explicar por qué había caminado como un nadador con aletas.

– Mis labios están sellados -dijo St. James-. ¿Deborah?

– Lo mismo digo.

Josie sonrió a modo de respuesta y salió por la puerta.

Deborah recogió las muletas de St. James y contempló la estancia en forma de L que servía de salón. Su colección de muebles recargados era poco distinguida, y algunas pantallas de lámpara estaban torcidas, pero un aparador albergaba una serie de revistas a disposición de los huéspedes, y en una librería se apretujaban hasta cincuenta volúmenes. El papel pintado (margaritas y rosas entrelazadas) se veía recién puesto sobre el revestimiento de pino, y una mezcla de perfume flotaba en el aire. Deborah se volvió hacia St. James. Este sonrió.

– ¿Qué? -dijo ella.

– Como en casa.

– En la de alguien, al menos.

Deborah se encaminó al pub.

Por lo visto, habían llegado durante el período de cierre, porque no había nadie tras la barra de caoba ni en las mesas estilo pub, cuyos posavasos para apoyar las jarras de cerveza moteaban la madera de naranja y beige. Dejaron atrás las mesas, con sus correspondientes taburetes y sillas, y caminaron bajo un techo bajo, de robustas vigas ennegrecidas por generaciones de humo y decoradas con un despliegue de complicadas herraduras de caballo. En la chimenea todavía fulguraban los restos del fuego de la tarde, que chasqueaban cuando las últimas bolsas de resina estallaban.

– ¿Dónde se habrá metido esa condenada chica? -preguntó una mujer.

Hablaba desde lo que aparentaba ser un despacho. La puerta estaba abierta a la izquierda de la barra. Al lado, subía una escalera de peldaños extrañamente inclinados, como agobiados por algún peso. La mujer salió, aulló «¡Jo-se-phine!» hacia lo alto de la escalera, y entonces vio a St. James y su mujer. Al igual que Josie, se sobresaltó. Al igual que Josie, era alta y delgada, y sus codos eran aguzados como puntas de flecha. Se llevó una mano tímida al cabello y se quitó una hebilla de plástico adornada con capullos de rosa que lo apartaba de sus mejillas. Bajó la otra hasta la falda y sacudió unas hilas.

– Toallas -dijo, como para explicar la última actividad-. Tenía que doblarlas. No lo hizo. Yo tuve que hacerlo. Eso resume la vida con una chica de catorce años.

– Nos estaba esperando -dijo Deborah-. Nos ayudó a cargar nuestras cosas.

– ¿De veras? -Los ojos de la mujer se desviaron hacia la maleta-. Ustedes deben ser el señor y la señora St. James. Bienvenidos. Les daremos Tragaluz.

– ¿Tragaluz?

– La habitación. Es la mejor. Me temo que un poco fría en esta época del año, pero hemos puesto una estufa más.

«Fría» no hacía justicia a la temperatura de la habitación donde les condujo, dos tramos de escalera más arriba, en la parte más alta del hotel. Aunque la estufa funcionaba a tope y enviaba palpables oleadas de calor, las tres ventanas y los dos tragaluces adicionales de la habitación actuaban como transmisores del frío exterior. Acercarse a medio metro de ellas suponía penetrar en un campo de hielo.

La señora Wragg corrió las cortinas.

– La cena se sirve desde las siete y media hasta las nueve. ¿Quieren algo antes? ¿Han tomado té? Josie les preparará una tetera, si lo desean.