Por desgracia, a la noche siguiente, mientras efectuaba su servicio, se metió en dificultades. Su coche respondió a una llamada relacionada con un homicidio comeado en Harlem. Al llegar al lugar de los hechos, Neri saltó del coche antes de que éste se hubiera detenido; como de costumbre. Era pasada la medianoche, y Neri llevaba su enorme linterna. Gran número de personas se apiñaban delante del portal de una casa. Una mujer negra le explicó:
– Ahí dentro hay un hombre que está matando a una muchacha.
Neri entró en la casa. En la planta baja, al final del pasillo, se veía una puerta abierta, y el policía oyó unos quejidos lastimeros. Con la linterna en la mano, atravesó el pasillo y cruzó el umbral de la puerta.
Estuvo a punto de tropezar con dos cuerpos tendidos en el suelo. Uno era de una mujer negra, de unos veinticinco años; el otro, de una chica, negra también, que debía tener unos doce. Ambas sangraban abundantemente, a causa de múltiples cuchilladas. Y el autor de las mismas estaba un poco más adentro, agazapado en un rincón. Neri lo conocía bien.
Se trataba de Wax Baines, conocido rufián, drogadicto y matón. La mano con la que sostenía el ensangrentado cuchillo le temblaba, y sus ojos indicaban que se hallaba bajo los efectos de los narcóticos. Neri lo había arrestado dos semanas atrás por haber agredido en plena calle a una de sus mujeres. Baines le había dicho:
– No se meta; no es asunto suyo. Y el compañero de Neri se había limitado a murmurar que si los negros querían matarse los unos a los otros, mejor para todos. Pero Neri había insistido en llevarse a Baines a la comisaría, aunque sabía que su empeño sería inútil. Baines fue puesto en libertad bajo fianza a la mañana siguiente.
A Neri nunca le habían gustado los negros, y después de que lo destinaran a Harlem, le gustaban todavía menos. Los que no se drogaban, se emborrachaban, mientras sus mujeres tenían que trabajar o ganar dinero vendiendo su cuerpo. Por ello, nada tuvo de extraño que aquel nuevo delito de Baines lo sacara de sus casillas. Lo peor de todo era la visión del ensangrentado cuerpo de la chiquilla. Fríamente, Neri decidió que Baines no iría a la comisaría.
Lo malo era que en la vivienda habían entrado varias personas, inquilinos del mismo inmueble, además de su compañero.
Neri le ordenó a Baines:
– Suelta el cuchillo; estás arrestado. Baines se echó a reír.
– Si quieres arrestarme -dijo-, tendrás que usar tu pistola.
Y mientras se abalanzaba sobre Neri, empuñando el cuchillo, añadió:
– O tal vez prefieras esto. Neri se movió con extraordinaria rapidez, para que su compañero no tuviera tiempo de sacar su pistola. Evidentemente, el negro intentaba clavarle el cuchillo, pero los excelentes reflejos del policía le permitieron asir la muñeca de su agresor con la mano izquierda. Al mismo tiempo, su mano derecha, con la que empuñaba la linterna, golpeó en la cara al negro, que cayó de rodillas al suelo, como si estuviera borracho. Su mano había soltado el cuchillo; estaba indefenso. Por ello, el segundo golpe de Neri era totalmente innecesario, como se demostró posteriormente en el juicio, según declaración de los testigos presenciales, entre ellos su compañero de servicio. Con la linterna, Neri descargó un tremendo golpe contra la cabeza de Baines, tan fuerte que el cristal de aquélla se rompió. Y si el tubo metálico no se partió en dos, fue porque las pilas lo impidieron. Según uno de los aterrorizados testigos, un negro que vivía en el edificio y que declaró contra Neri, éste dijo:
– Tienes la cabeza dura ¿eh, negro? Pero resultó que no era lo bastante dura. Dos horas más tarde, en el Harlem Hospital, Baines moría.
Albert Neri fue el único en sorprenderse cuando le acusaron de haber abusado de su fuerza. Fue suspendido de su empleo y llevado a juicio. El jurado le culpó de homicidio no premeditado y le sentenció a una pena de prisión de uno a diez años. Pero estaba tan furioso y era tan grande su odio contra la sociedad, que la sentencia no lo afectó en absoluto. ¡Él, Albert Neri, un criminal! ¡Atreverse a enviarlo a la cárcel por haber matado a aquella bestia! A los jueces no parecía preocuparles mucho aquellas dos negras a las que Baines había acuchillado y desfigurado, y eso que todavía se hallaban en el hospital.
No temía la cárcel. Estaba convencido de que, teniendo en cuenta que había sido policía y, sobre todo, la clase de delito que había cometido, lo tratarían bien. Algunos de sus compañeros del cuerpo de policía incluso le habían asegurado que hablarían con amigos influyentes.
Sólo su suegro, un inteligente italiano que tenía una pescadería en el Bronx, sabía que un hombre como Albert Neri no sobreviviría a un año en la prisión. Si no lo mataba otro presidiario, sería él quien acabaría con la vida de alguien. Y, debido a un sentimiento de culpabilidad motivado por el hecho de que su hija hubiera abandonado a un buen marido como Albert, el suegro de Neri pidió a la familia Corleone que intercediera en favor de su yerno. Creía tener derecho a solicitar su intervención, pues por algo pagaba puntualmente su cuota a uno de los representantes de la Familia, y, además, regalaba al Don el pescado mejor y más fresco.
La familia Corleone sabía quién era Albert Neri. Su fama de policía duro y honrado era legendaria; tenía reputación de hombre con el que había que andar con cuidado, pues era capaz de inspirar temor por sí mismo, independientemente de su uniforme y de su pistola. La familia Corleone siempre estaba interesada en hombres así. El que fuese policía no importaba mucho. Eran muchos los que habían comenzado a andar por el sendero equivocado. Lo importante era que, finalmente, descubrieran su verdadera vocación.
Fue Pete Clemenza, con su fino olfato para descubrir a los hombres de valía, quien habló de Neri a Tom Hagen. Hagen estudió la copia del expediente oficial de Neri y escuchó a Clemenza.
– Tal vez se trate de un nuevo Luca Brasi -comentó Hagen.
Clemenza asintió enérgicamente. A pesar de su gordura, el _caporegimi_ no tenía el rostro bonachón típico de los obesos.
– Opino lo mismo que tú. Mike debe preocuparse personalmente del asunto.
Antes de que Albert Neri fuera trasladado desde el calabozo de los juzgados a la cárcel, se le informó de que el juez había reconsiderado su caso, debido a una serie de nuevos datos y testimonios aportados por oficiales de policía de alto rango. La sentencia fue suspendida, y Albert Neri quedó en libertad.
Neri no tenía un pelo de tonto, y tampoco su suegro. El primero supo lo que había sucedido y, en prueba de agradecimiento, consintió en divorciarse de Rita. Luego se trasladó a Long Beach para dar las gracias a su benefactor. Naturalmente, su visita había sido preparada con antelación. Michael lo recibió en la biblioteca.