Fue también Clemenza quien le dijo que ese trabajo tenía que llevarse a cabo antes de que los muchachos regresaran a la universidad. Gatto se preguntaba por qué ese trabajo debía hacerse precisamente dentro de la ciudad de Nueva York. Clemenza siempre se sacaba órdenes de la manga, en lugar de limitarse a transmitir los encargos recibidos. Si los dos muchachos se llevaban a las camareras fuera de la ciudad, perdería otra noche.
Paulie oyó que una de las chicas decía, riendo:
– ¿Estás loco, Jerry? ¿Crees que voy a subir a tu coche? No quiero terminar en el hospital, como aquella pobre chica.
Gatto había adivinado en su voz una mezcla de rencor y satisfacción.
Como ya había oído bastante, Paulie Gatto terminó su cerveza y salió a la oscuridad de la calle. Perfecto. Era más de medianoche. Sólo se veía luz en otro bar, los demás establecimientos estaban cerrados. Clemenza se había ocupado del coche patrulla del distrito, y no daría señales de vida hasta que recibieran una llamada por radio, y aun entonces se acercarían a poca velocidad.
Se apoyó en el Chevrolet de cuatro puertas. En el asiento posterior iban dos hombres que, a pesar de su corpulencia, apenas resultaban visibles.
– Ocupaos de ellos cuando salgan -dijo Paulie.
Pensaba que todo se había hecho con demasiada rapidez. Clemenza le había entregado fotografías policiales de los dos muchachos, así como datos sobre los lugares que solían frecuentar en las noches que dedicaban a la caza de alguna camarera. Paulie había reclutado a dos de los hombres más fuertes de la Familia y les había dado las instrucciones pertinentes. Nada de golpes en la cabeza -en la cara, sí-, pues no interesaba que ocurriera algo irreparable. Por lo demás, tenían plena libertad de acción. Otra cosa les había advertido: si los muchachos salían del hospital antes de un mes, ellos tendrían que volver a su oficio de camioneros.
Los dos hombres de Paulie Gatto se apearon del coche. Ambos eran antiguos boxeadores que no habían llegado muy lejos en su carrera, y a los que Sonny Corleone había prestado algún dinero, el suficiente para llevar una vida sin estrecheces. Por supuesto, estaban ansiosos por demostrar su gratitud, máxime cuando, con un poco de suerte, podían entrar en la nómina de la Familia.
Cuando Jerry Wagner y Kevin Moonan salieron del bar, no podían imaginar que estaban perdidos. Las camareras habían herido su vanidad de adolescentes, y Paulie Gatto lo sabía. Apoyado en el guardabarros de su automóvil, éste les llamó, acompañando sus palabras con una risa burlona:
– ¡Eh, Casanova! ¡Vaya éxito que habéis tenido con esas dos fulanas!
Los dos jóvenes se volvieron hacia él. Al verlo, sonrieron complacidos, pensando que aquel desconocido pagaría las consecuencias de la humillación infligida por las chicas del bar. Con su cara de hurón, su corta estatura y su escasa corpulencia, sería para ellos la ocasión ideal. Se abalanzaron sobre él, pero antes de que llegaran a ponerle las manos encima, sintieron que alguien les agarraba los brazos por detrás. Mientras, Paulie Gatto se había colocado en la mano derecha un puño americano. Se encontraba en forma, pues acudía al gimnasio tres veces por semana. Estrelló el puño contra la nariz del golfo llamado Wagner. El hombre que lo agarraba lo levantó de modo que sus pies no tocaran el suelo, y entonces Paulie le golpeó fuertemente en la mandíbula. Wagner perdió el conocimiento, y el hombre lo dejó caer. Había sido cuestión de segundos.
Seguidamente, ambos dedicaron su atención a Kevin Moonan, que trató de gritar. El hombre de Paulie lo tenía inmovilizado con un solo brazo; con el otro le atenazaba la garganta, impidiéndole emitir sonido alguno. Paulie Gatto entró rápidamente en el automóvil y puso el motor en marcha. Los dos corpulentos hombres golpearon a Moonan con fuerza. Se recrearon en la paliza, como si dispusieran de mucho tiempo. No lanzaban sus golpes a tontas y a locas, sino que lo hacían despacio y aplicando en cada puñetazo todo el peso de sus cuerpos. Gatto echó una mirada al rostro de Moonan, totalmente irreconocible, al tiempo que los dos hombres lo dejaban tendido en el suelo, dispuestos a dedicar su atención a Wagner. Éste, que intentaba ponerse en pie, empezó a gritar. Alguien salió del bar y los dos hombres tuvieron que darse prisa. Hicieron arrodillar a Wagner, y uno de ellos le torció el brazo, para luego darle algunas patadas en la espalda. Debido al ruido de los golpes y a los gritos de agonía de Wagner, la gente se asomó a las ventanas, lo cual obligó a sus castigadores a acelerar su trabajo. Mientras uno lo levantaba en vilo, aprisionándole la cabeza con las manos, el otro dispare su puño contra el inmóvil rostro de la víctima. Del bar había salido más gente, pero nadie trató de intervenir.
– ¡Ya basta! -gritó Paulie Gatto.
Los dos ex boxeadores entraron rápidamente en el vehículo y Paulie Gatto arrancó a toda velocidad. Seguro que alguien daría detalles acerca del automóvil, e incluso era más que probable que alguno hubiera anotado el número de la matrícula, pero eso poco importaba Había otros cien mil coches como aquél en Nueva York, y en cuanto a la placa, había sido robada de un vehículo de California.
2
El jueves por la mañana, Tom Hagen acudió pronto a su oficina. Tenía intención de despachar rápidamente el trabajo rutinario, al efecto de prepararlo todo para la entrevista con Virgil Sollozzo, prevista para el viernes. Debido a la importancia de la entrevista, había pedido al Don que le dedicara varias horas para hablar del asunto. Sollozzo tenía una proposición que hacer a la Familia, y Hagen quería saberlo todo, hasta los más nimios detalles, para estar preparado y sacar el máximo partido de aquel contacto preliminar.
El Don no había parecido sorprenderse cuando Hagen regresó de California, a última hora del martes, y le contó cómo habían ido las negociaciones con Woltz. Se interesó por todos y cada uno de los detalles, e hizo una mueca de disgusto cuando Hagen le contó lo de la herniosa muchachita y su madre; llegó a murmurar _infamita_, infamia, una palabra que sólo salía de sus labios cuando quería expresar la máxima desaprobación.
– ¿Es realmente un hombre con lo que hay que tener? -preguntó finalmente.
Hagen se quedó pensativo, considerando lo que el Don quería significar. Los años le habían enseñado que los valores por los que se regia el Don eran muy diferentes de los de la mayoría de la gente; incluso sus palabras podían tener un significado diferente. ¿Era Woltz un hombre de carácter? ¿Era persona de voluntad fuerte? La respuesta sería afirmativa, pero eso no era lo que el Don estaba preguntando. ¿Tenía el productor cinematográfico el valor suficiente para no asustarse ante las amenazas? ¿Estaba dispuesto a sufrir grandes pérdidas en sus películas? La respuesta seguiría siendo afirmativa, pero tampoco era lo que el Don quería saber. Al final, Hagen enfocó debidamente la pregunta: ¿Tenía Jack Woltz lo que hay que tener para arriesgarlo todo, para perder todo cuanto poseía, y ello por una cuestión de principios, por un asunto de honor o, por qué no, por venganza? Entonces Hagen sonrió. Pocas veces lo hacía, pero en esta ocasión no pudo contenerse.