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Sheere sintió el contacto frío de la nieve sobre sus mejillas y abrió los ojos. Su hermano Ben la sostenía y le acariciaba suavemente el rostro.

– ¿Qué es esto, Ben?

– Es nieve -respondió Ben-. Está nevando sobre Calcuta.

El rostro de la muchacha se iluminó por un instante.

¿Te hablé alguna vez de mi sueño? -preguntó Sheere.

– Ver nevar sobre Londres -dijo Ben-. Lo recuerdo. El año que viene iremos juntos allí. Visitaremos a Ian mientras esté estudiando medicina. Nevará todos los días. Te lo prometo.

– ¿Recuerdas el cuento de nuestro padre, Ben? ¿El que os expliqué la noche que fuimos al Palacio de la Medianoche?

Ben asintió. -Éstas son las lágrimas de Shiva, Ben -dijo Sheere trabajosamente-. Se fundirán cuando salga el Sol y nunca más volverán a caer sobre Calcuta.

Ben incorporó suavemente a su hermana y le sonrió. Los profundos ojos perlados de Sheere le observaban atentamente.

– ¿Voy a morirme, verdad?

– No-respondió Ben-. No vas a morirte hasta dentro de muchos años. Tu línea de la vida es muy larga. ¿Ves?

– Ben -gimió Sheere-, era lo único que podía hacer. Lo hice por nosotros.

Ben la abrazó con fuerza. -Lo sé -murmuró. Sheere trató de incorporarse y acercó sus labios al oído de Ben.

– No me dejes morir sola -susurró. Ben ocultó su rostro de la mirada de su herma-na y la apretó contra sí.

– Nunca.

Permanecieron juntos, así, abrazados bajo la nieve y en silencio, hasta que el pulso de Sheere se apagó lentamente como una vela al viento. Poco a poco las nubes se alejaron hacia el Oeste, mientras la luz del amanecer desvanecía para siempre aquel lienzo de lágrimas blancas que había cubierto la ciudad.

Los lugares que albergan la tristeza y la miseria son el hogar predilecto de las historias de fantasmas y aparecidos. Calcuta guarda en su cara oscura cientos de esas historias, historias que nadie reconoce creer y que, sin embargo, perviven en la memoria de generaciones como la única crónica del pasado. Se diría que, iluminadas por una extraña sabiduría, las gentes que pueblan sus calles comprenden que la verdadera historia de esta ciudad fue siempre escrita en las páginas invisibles de sus espíritus y sus maldicio-nes calladas Y ocultas.

Tal vez fuera esa misma sabiduría la que, en sus últimos minutos, iluminó el camino de Lahawaj Chandra Chatterghee y le permitió entender que había caído irremisiblemente en el laberinto de su propia maldición. Tal vez comprendiese, desde la profunda soledad de un alma condenada a recorrer una Y otra vez las heridas de su pasado, el verdadero valor de las vidas que había destruido y el de las que todavía podía salvar. Es difícil saber qué vio en el rostro de su hijo Ben segundos antes de permitir que éste apagase para siempre las llamas del rencor que ardían en las calderas del Pájaro de Fuego. Tal vez él, en su locura, fue capaz, por un segundo, de reunir la cordura que todos sus verdugos le habían arrebatado desde los días de Grant House.

Todas las respuestas a estas preguntas, al igual que sus secretos, sus descubrimien-tos, sus sueños y sus anhelos, desaparecieron para siempre en la terrible explosión que abrió el cielo sobre Calcuta al alba de aquel 30 de mayo de 1932, como aquellos copos de nieve que se fundieron al besar el suelo.

Cualquiera que sea la verdad, me basta con recordar que, poco después de que aquel tren en llamas se sumergiese en las aguas del Hooghly, el charco de sangre fresca que había albergado el espíritu atormentado de la mujer que dio a luz a los dos gemelos se evaporó para siempre. Supe entonces que el alma de Lahawaj Chandra Chatterghee y de la que había sido su compañera descansarían en paz eternamente. Nunca más volvería a ver en sueños la mirada triste de la princesa de luz inclinándose sobre mi amigo Ben.

No he vuelto a ver a mis compañeros en todos estos años desde que subí a bordo de aquel buque que habría de llevarme rumbo a mi destino en Inglaterra al atardecer de aquel mismo día. Recuerdo los rostros de aquellos muchachos asustados despidiéndome desde los muelles a orillas del río Hooghly mientras el barco levaba anclas. Recuerdo las promesas que hicimos de mantenernos unidos y no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. No negaré que, en ese mismo momento, me di cuenta de que aquellas pala-bras se perderían para siempre en el rastro de aquel buque que partió bajo el crepúsculo encendido de Bengala.

Todos estaban allí, a excepción de Ben. Pero ninguno como él estaba tan presente en el corazón de todos nosotros.

Al volver ahora la memoria hasta aquellos días, siento que todos y cada uno de ellos perviven en un lugar sellado de mi alma que cerró para siempre sus puertas aquel atarde-cer en Calcuta. Un lugar donde todos seguimos siendo apenas unos jóvenes de dieciséis años y donde el espíritu de la Chowbar Society, y el Palacio de la Medianoche permane-cerán vivos mientras yo lo esté.

En cuanto a lo que el destino nos reservaba a cada uno de nosotros, el tiempo ha bo-rrado las huellas de muchos de mis compañeros. Supe que Seth, con los años, sucedió al orondo Mr. De Rozio como Jefe de Bibliotecas y Documentación del museo hindú, con lo que se convirtió en el hombre más joven que ocupaba aquel cargo en la historia de la insti-tución.

Tuve también noticias de Isobel, que años más tarde contrajo matrimonio con Michael. Su unión duró cinco años y tras su separación Isobel marchó a recorrer el mundo con una modesta compañía de teatro. Los años no le impidieron mantener vivos sus sueños. No sé qué habrá sido de ella. Michael, que todavía vive en Florencia, donde da clases de dibujo en un instituto, no ha vuelto a verla jamás. Todavía hoy espero encontrar algún día su nombre en grandes titulares.

Siraj falleció en 1946 tras haber pasado los últimos cinco años de su vida en una prisión de Bombay acusado de un robo que hasta el último día juró no haber cometido. Como predijo Jawahal, la poca suerte que había tenido le abandonó para siempre.

Roshan es hoy un próspero y poderoso comerciante, dueño de buena parte de las antiguas calles de la ciudad negra donde se crió como un mendigo sin techo. Él es el único que, cada año, cumple con el ritual de enviarme una carta de felicitación en la fecha de mi cumpleaños. Sé por sus cartas que se casó Y que el número de nietos que corretean por sus propiedades sólo es comparable al de las cifras que componen su fortuna.

Por lo que a mí respecta, la vida ha sido generosa conmigo Y me ha permitido recorrer este extraño pasaje a ninguna parte en paz Y sin privaciones. Poco después de finalizar mis estudios, la clínica del doctor Walter Hartley en Whitechapel me ofreció un puesto Y fue allí donde realmente aprendí el oficio con el que siempre soñé y del que todavía vivo. Hace veinte años, tras la muerte de mi esposa Iris, me trasladé a Bourne-mouth, donde mi hogar y mi consulta comparten una pequeña y confortable casa desde la que se divisa la marisma de Poole Bay. Mi única compañía desde que Iris me dejó han sido su recuerdo y el secreto que un día compartí con mis compañeros de la Chowbar Society.

Una vez más, he dejado a Ben para el final. Incluso hoy, cuando hace ya más de cin-cuenta años que no le veo, me resulta difícil hablar del que fue y siempre será mi mejor amigo. Me enteré, gracias a Roshan, de que Ben se fue a vivir a la que había sido la casa de su padre, el ingeniero Chandra Chatterghee, en compañía de la anciana Aryami Bosé, cu-ya fortaleza de ánimo nunca se sobrepuso al impacto de la muerte de Sheere, lo que la arrastró sin remedio a una larga melancolía que habría de sellar sus ojos para siempre en octubre de 1941. Desde aquel día, Ben vivió y trabajó solo en la casa que su padre había construido. Fue allí donde escribió todos sus libros hasta el año en que desapareció para siempre sin dejar rastro.

Una mañana de diciembre años después de que todos, incluso Roshan, le diesen por muerto, recibí un pequeño paquete mientras contemplaba la marisma desde el pequeño muelle que se alza frente a mi casa. El envoltorio llevaba estampado un matasellos de la oficina postal de Calcuta y mi nombre aparecía dibujado en una caligrafía que no podría olvidar aunque viviese cien años. En su interior envuelto entre varias capas de papel, encontré la mitad de la medalla en forma de Sol que Aryamy Bosé dividió en dos partes cuando separó a Ben y Sheere aquella trágica noche de 1916.

Esta mañana, mientras escribía al amanecer las últimas líneas de esta memoria, las primeras nieves del año han tendido su manto blanco frente a mi ventana. El recuerdo de Ben ha vuelto a mí como el eco de un susurro después de todos estos años. Le he imagina-do recorriendo las turbulentas calles de Calcuta entre la multitud, entre mil historias desconocidas como la suya y, por primera vez he comprendido que mi compañero, al igual que yo, ya es un hombre viejo y que su reloj esta a punto de completar su círculo. Es tan extraño sentir cómo la vida se nos ha escapado de las manos…

No sé si volveré a saber de mi amigo Ben. Pero sé que, en algún punto de la misteriosa ciudad negra, el muchacho de quien me despedí para siempre aquel amanecer que nevó sobre Calcuta sigue vivo y mantiene encendida la llama del recuerdo de Sheere, soñando con el momento de reunirse con ella en un mundo donde ya nada ni nadie los pueda separar jamás.

Espero que la encuentres, amigo.